viernes, 25 de noviembre de 2011

PASAJERO ANTES DEL ALBA

                                       


El Lito venía recorriendo con lentitud y desde hacía rato buena parte de la ciudad. No había pasaje. Viéndolo bien, era lógico: un lunes a la noche no era común encontrarse con multitudes. Incluso en los últimos tiempos, aún los sábados, había disminuido la cantidad de clientela y la oferta de autos de alquiler resultaba excesiva a casi todas las horas. La competencia se había vuelto feroz, al punto de que en más de una oportunidad había estado cerca de irse a las manos por disputarse un cliente con algún otro taxista, después de rebasarse mutuamente repetidas veces y con alevosía, para sacarse ventaja. Mucha gente había emigrado, otros ya no disponían de dinero para abordar un auto de alquiler...
Recordó la época cuando se había iniciado en el oficio hacía ya treinta y tantos años, siguiendo las huellas de su padre quien siempre le aseguraba: “Es un buen laburo, Lito. Con este trabajo siempre pude darle de comer a la familia.”
En sus primeros tiempos al volante esto había resultado cierto. Recordó lo mucho que ganaba llevando y trayendo pasaje para el Casino del Parque Hotel, transportando de ida jugadores con semblantes iluminados por la ilusión y de vuelta algún ganador generoso en la propina; aunque la mayoría de los que regresaban habían sido sistemáticamente desplumados y se veían preocupados y alicaídos. Estos últimos contaban las monedas para poder pagarle el viaje e incluso se quedaban algo cortos y debían entrar a sus casas a buscar el dinero faltante. En ocasiones, una o un furibundo consorte perseguía al desafortunado hasta la vereda, reprochándole a los gritos por su vicio.
Los días de cobro, la gente salía de los bancos, los comercios o las fábricas con sus salarios intactos todavía y una sensación de prosperidad que hacía que estuvieran proclives a viajar con más comodidad y más seguros que en los autobuses. Las casas de citas proveían de clientes todo el año y en cualquier momento, incluso en las tempranas horas previas a la entrada al trabajo, en las que muchos amantes aprovechaban para encontrarse y disfrutar del sexo sin peligro de ser descubiertos. Lito se conocía todos los “piques”. En las buenas épocas, casi no daba abasto para atender las demandas del servicio y ganaba bien, tal como le había asegurado su padre. Pero las cosas fueron cambiando: junto con la baja de precio de algunos vehículos, lo que facilitaba que gente de ingresos medios tuviera locomoción propia, la masa de los trabajadores que ganaba poco sueldo ya no podía pagar ni siquiera un boleto de transporte colectivo, e iban a sus tareas a pie, en bicicleta o, los más afortunados, en moto. Se había incrementado el número de accidentes por esta causa y todos los días se veía algún peatón, ciclista o motociclista tirado en la calle, muerto o mal herido. El paisaje urbano era desolador. En las horas pico el tránsito era denso y desorganizado. A los vehículos de dos ruedas, se sumaban los carros de los hurgadores, siempre a punto de desbaratarse, arrastrados por sus propios dueños o por caballos famélicos. Iban repletos de bolsas de basura y  sentados sobre ellas, a veces, llevaban niños pequeños, mal comidos y sucios. Después de las diez de la noche, crecía el número de estos vehículos y además, cuando las calles, de veredas destruidas y tapizadas de excrementos de perro, quedaban casi desiertas, eran recorridas por mendigos en procura de algún sustento y un lugar para pasar la noche. Él, tal como los demás taxistas, daba vueltas y vueltas a marcha lenta, tratando de conseguir pasaje. Los “piques” no eran tan redituables y en las “paradas” se formaban largas colas en espera de algún llamado, mientras pasaban raudos los “último modelo” que transportaban a los acaudalados a sus fiestas de lujo.
Volvió al momento presente. El pavimento estaba húmedo y en un par de horas iba a amanecer. Caían algunos chaparrones intermitentes que formaban charcos donde se reflejaban los tonos multicolores de los semáforos y las luces de la calle. El tráfico iba gradualmente incrementándose. Lito dudó entre volver al Centro o seguir hacia el este y se decidió por lo último. Continuó por la rambla mirando de vez en cuando hacia el mar, donde algunas naves amarradas en la bahía, se balanceaban perezosamente sobre las olas. Estaba algo fresco y corría una brisa bastante fuerte. Por la acera sur alguien le hizo señas para que se detuviera. “¡Por fin un viaje!” –pensó.
El pasajero era un hombre fornido, de mediana edad, que llevaba una especie de poncho marrón descolorido sobre un hombro. Evidenció algo de torpeza al abrir la portezuela. Debía ser algún paisano poco acostumbrado a moverse en la ciudad. Estirando el brazo hacia atrás, Lito lo ayudó de adentro, aflojando la manija para facilitarle la tarea.
-Buenas madrugadas, señor. ¿A dónde lo llevo?
-Al Puerto.
-Justo vengo de ese lado. Poca gente en la calle ¿no?
El pasajero permaneció callado. Lito observó que el hombre miraba con mucha atención a los barcos anclados en la bahía.
-Esas naves son enormes –comentó finalmente.
-Y sí... algunos son bastante grandes –coincidió Lito.
-A menudo escucho las sirenas desde donde estoy parando, pero debo confesar que aunque suenan fuerte, no me imaginaba que fueran de semejantes barcos... –de pronto se interrumpió y miró atentamente la calle, después dijo-: Yo nací por acá, por la calle San Diego...
-¿San Diego en este barrio? ¿No estará confundido? Siempre vengo por estos lados, pero San Diego... nunca la vi... En realidad se me hacía que usted era del campo, no se ofenda.
-¿Pero porqué me voy a ofender? Desde chico fui muy paseandero y pasé mucho tiempo recorriendo la campaña, pero soy nacido acá. A  lo mejor la calle que le dije cambió de nombre ¡Tantas cosas han cambiado!
 A Lito aquel desconocido le resultaba sumamente agradable y lo hacía sentirse inclinado a hablar con él. Tenía un modo afable de expresarse que le daba tranquilidad; quizá fuera su tono de voz o la familiaridad de su trato. Le parecía que lo conocía de antes. Estaba tan cómodo conversando con él, que experimentó una sensación pueril de abandono, al llegar al destino del viaje.
A la entrada del puerto, Lito detuvo el taxi y le preguntó si le quedaba bien bajar allí. El otro permaneció un momento pensativo y luego le dijo que había mudado de idea y quería volver atrás antes de que amaneciera por completo. Un poco extrañado, el conductor giró el vehículo a la izquierda para tomar el camino de regreso. Por aquella circunstancia, de pronto se le ocurrió que el pasajero podía ser un loco o un delincuente. Lo miró de reojo con algo de prevención e inmediatamente sintió alivio y tuvo la certeza de que sus temores eran infundados. La actitud de aquel hombre trasmitía serenidad y confianza, en ese momento no hacía otra cosa que observarlo todo a través de las ventanillas, con profundo interés. El río, a la difusa y ambigua luz del alba, ondeaba exhibiendo un tono más próximo al oro que a la plata debido a la turbiedad que causaba la proximidad de la urbe.
-¡Qué sucia se ve el agua! –dijo el pasajero como para sí y con tristeza.
-¿Vio, don? Casi siempre está así... qué se le va a hacer... Antes estaba más limpia pero... ¿Qué quiere? Con toda la mugre que arrastra de las ciudades del norte, más la que agregamos acá...
-Las ciudades del norte... –repitió el pasajero con melancolía- algunas las conozco bien, pero no sé cómo estarán ahora.
-De este lado, tratando de sobrevivir y más allá bastante movidas. Este país siempre atrás, pero le digo que los vecinos no viven mejor aunque sean más ricos y estén llenos de gente. Porque unos tienen mucho y la mayoría casi nada. Hay demasiada injusticia, mucha miseria y eso ha fomentado la delincuencia.
-La apariencia de los lugares ha cambiado, pero en esencia todo sigue igual... Desde hace mucho se le ha dado la espalda a los nuestros con tal de hacer negocio con los extranjeros. ¡Donde estarán los buenos americanos, los criollos de buena ley!
Fue tal la amargura que trasuntaba el tono con que fueron dichas aquellas palabras que a Lito le dieron unas ganas de llorar desproporcionadas y fuera de lugar. Se sintió avergonzado, reprimió las lágrimas y permaneció en silencio sintiendo -inexplicablemente y muy dentro suyo- que aquel hombre era su hermano.
           Habían llegado a la plaza, que estaba desierta. Solamente descubrió en ella al negro viejo, vagabundo de siempre, cuyo oscuro cuerpo parecía un costal depositado a lo largo de uno de los bancos de madera. Las luces de los focos estaban amortiguadas por el brillo del incipiente sol. El pasajero descendió allí. Lito lo contempló alejarse rumbo al monumento ecuestre del prócer. Cuando pasaba frente al que dormía, éste se incorporó y se entabló un diálogo entre ellos. El conductor, desentendiéndose de la escena, pisó suavemente el acelerador y el vehículo comenzó a desplazarse lentamente, pero al llegar a la siguiente esquina se dio cuenta de que no había cobrado. “Un solo viaje y no me pagan ¡Qué pelotudo soy! Ahora voy a tener que pagarle yo al patrón” –se reprochó a sí mismo. No era posible dar la vuelta sin quedar a contramano, así que tuvo que circunvalar la plaza para regresar al punto donde había dejado al hombre. Mientras lo hacía, los vio despedirse. El linyera ya se había levantado y hecho un atado con las cobijas de su precario lecho. Ambos se marcharon en diferentes direcciones. Luego de rodear la segunda curva, dejó de divisarlos y se preocupó más aún. En su búsqueda, al pasar fortuitamente la mirada por el monumento, le pareció que le faltaba algo y contemplándolo por segunda vez, notó que el caballo no tenía jinete. “Es lo último ¡a dónde hemos llegado” –pensó indignado- “¿se lo habrán afanado?”– de inmediato recapacitó que aquello no era posible; concluyó en que lo habrían sacado para repararlo o algo así. De pronto se dio cuenta de lo ridículo de sus preocupaciones. El cansancio, después de tantos recorridos infructuosos, le nublaba el raciocinio, y decidió concentrarse en lo que verdaderamente le concernía que era el cobro del viaje. Por alguna extraña razón no podía sentir rabia contra el pasajero y a riesgo de ser ingenuo, no pensaba que el otro hubiera obrado de mala fe, sino que se había tratado de una distracción compartida. Pero de todas formas aquel hombre no se veía por ningún lado. Nuevamente la estatua atrajo su mirada y con sorpresa constató que allí estaba el héroe sobre su caballo, como siempre mirando al norte. Seguramente había alucinado momentos antes por la larga vigilia nocturna y en realidad el episodio de la desaparición del prócer no había ocurrido nunca.
                                 
El negro Gonzalito observaba la escena sintiendo algo de angustia. Tomó un largo trago de alcohol directamente de la botella que llevaba en la mano. Eso lo ayudó a disminuir un poco su desazón. Algo le impedía cruzar la calle e intervenir. Lleno de impotencia vio acercarse a la parada de frente a la Plaza al dueño del taxi que manejaba Lito, que estaba ubicado a la cabeza de la fila de autos de alquiler. Percibió claramente al chofer sentado adentro, profundamente dormido. En ese momento se presentó un viaje y el conductor del auto que estaba detrás, aprovechándose de la circunstancia, lo tomó rápida y ávidamente. La cara del patrón lo decía todo. El linyera oyó sus palabras tal como si el hombre estuviera a su lado:
-¡Lito! ¡Lito! –gritaba golpeando frenéticamente el vidrio del parabrisas- ¡Despertate, negro haragán!
El taxista entreabrió los ojos y comenzó a abrir lentamente la ventanilla:
-¿Qué? ¿Qué pasa, Don Juan?
-Mejor decime vos qué carajo te pasa. Es como la quinta vez que te pesco durmiendo ¿Cuándo pensás trabajar? Mirá negro, esto no va más, estás despedido. Bajate del auto. Yo tengo el taxi para negocio, no para que los vagos como vos me lo usen de dormitorio.
Gonzalito no quiso ver más. Se dio vuelta lentamente, y tomando tragos espaciados de su botella, caminó hacia su banco arrastrando los pies.
No sabía cómo había pasado tan rápido el día y ya volvía a anochecer, pero se alegraba de que así fuera. Todas sus jornadas se habían reducido a un trágico día fugaz, en el que revivía el principio de su desventura y una noche casi mágica, su único consuelo, en la que el prócer bajaba del monumento y se venía a charlar con él. Hablaban sobre muchas cosas: las luchas del pasado, los días de gloria y los de ostracismo, los cambios, la traición de los malos extranjeros y los peores americanos de ayer y de hoy, los negros y los indios fieles, las distancias y el olvido...
Curiosamente había un tema que preocupaba a su amigo y que no dejaba de mencionar en cada encuentro. “Acordate Lito –le decía siempre- mi caballo fue el “Morito”. No era blanco, ni negro, ni lunarejo, ni de ningún otro color, era moro.

1 comentario:

  1. Original, amargo y con un toque humorístico que por momentos lo vuelve tragicómico.

    Acaso ese monumento represente, entre otras cosas, la rigidez con la que nos han enseñado a ver la historia. Tiene gran significado haber hecho bajar al prócer de allí, haberlo separado de su estructura para darle movimiento.
    También lo tiene el cierre aludiendo a la imprecisión que muchas veces ha salpicado a esa rigidez.
    Se aprecia el empleo del monumento como inspiración para aludir a cuestiones históricas con imaginación -que no necesariamente implica inexactitud-, y no como mero depósito de imprecisiones monocromáticas. Lo mismo se aprecia el empleo simbólico de la interacción entre personajes pasados y actuales como mecanismo de recreación del hecho histórico inserto en la realidad cotidiana del pueblo que la vive.
    Eso es, me gustó mucho.

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