domingo, 13 de noviembre de 2011

EN UN BANCO DEL PARQUE

Había gran variedad de añejos árboles; además  plantas ornamentales, flores y césped, todo bien cuidado. Los senderos de balastro serpenteaban prolijos confluyendo en el rosedal, con su fuente en el centro, donde se bañaban mansas palomas y pájaros de todos los plumajes. El parque era vasto. Distribuidos al borde de los caminos sombreados, había numerosos bancos. En ellos, a las horas que otros estaban trabajando, los jubilados se sentaban todos los días del año, excepto cuando llovía o hacía mucho frío.
Al llegar formaban un conjunto heterogéneo, pero luego se iban separando en grupos más reducidos, de acuerdo a los diferentes intereses, edades y temas de conversación, acomodándose naturalmente los afines en un mismo sector.
En sus diálogos revivían épocas pretéritas. Cada cual a su turno, relataba capítulos de su historia personal, a la que ubicaba en un momento ideal y lejano diciendo: “En mis tiempos...” con lo que dejaba en claro que aquellos habían sido días de gloria, los únicos que realmente contaban, cuando las personas eran más solidarias; más hábiles; más trabajadoras y más confiables; las mujeres “buenas” más decentes; las putas mejores putas; los artistas más inspirados; los sabores más puros; la música más melodiosa; los bailes más sanos y divertidos; los perfumes más intensos, las sorpresas más sorprendentes, los crímenes más impactantes; las hazañas deportivas más heroicas y los amores más románticos y ardientes. El presente era una nebulosa de sucesos sin relieve; de relaciones insulsas; de música insoportable; de instituciones decadentes con competidores mediocres, y de jornadas que pasaban unas tras de otras, sin mayores alternativas. Lo que pocos advertían era que antes todo era mejor, porque es mejor ser joven que viejo y además de lejos, no se ven los defectos del paisaje. Como en todas las novelas, había protagonistas y personajes secundarios, que sostenían la versión libre del expositor de turno.
Don Julio rememoraba a menudo, con lujo de detalles, aquella tarde en la que el seleccionado de fútbol de Uruguay se consagró campeón en Ámsterdam en 1928. Estaba escuchando la transmisión radial de la final olímpica en un conocido boliche del Paso Molino, donde se había juntado una multitud, porque por esas épocas no en todos los hogares se accedía a tener un receptor de radio. Para no perderse detalle del emocionante relato, cada uno de los asistentes procuraba estar bien cerca del gran aparato de madera en forma de capilla, con dial iluminado y redondo. De pronto Uruguay convirtió el gol de la victoria y todos los presentes saltaron de alegría, festejando el triunfo. El viejo piso de tablas no resistió el impacto, se hundió y la gente cayó al sótano unos sobre otros. Hubo muchos heridos y hasta algunos muertos, que fueron aplastados por quienes se les desplomaron encima. Don Julio se salvó; según decía, era un niño ágil y liviano y atinó a colgarse del mostrador.
Uno que había sido “burrero” recordaba a los legendarios pingos de Maroñas: Yatasto, Huraño, Sol de Noche y muchos otros. Los amantes del ciclismo hablaban de las carreras que habían corrido junto a sus ídolos: Atilio François, el Pocho de los Santos o Virgilio Pereira; los del boxeo ensalzaban a Angelito Rodríguez, Dogomar Martínez, Pilar Bastidas o el Negro Burgues.
A veces se armaban polémicas por causa del fútbol o la política, las voces se elevaban y los paseantes llegaban a temer que aquellos viejos locos se trenzaran en una pelea. Pero eso no sucedió nunca. Los discutidores se retiraban ofendidos y faltaban a la reunión un par de veces, eso era todo; siempre volvían después, haciéndose los desentendidos y olvidando aparentemente los rencores, aunque preparados para reavivarlos en cualquier momento.
Había un viejo en especial: Don Alcántaro Ramírez, que contaba como ciertas algunas historias inverosímiles que, según él, habían sucedido en sus pagos de Tacuarembó. Relataba, por ejemplo, que un mono había raptado a una mujer del pueblo y le había hecho un hijo. La ingrata había escapado finalmente, abandonando al simio y a la criatura, los cuales quedaron sin consuelo. Otro ingenioso cuento era sobre un matrero. El relato tenía algún parecido con el de Kipling: “Un pasión en el desierto” porque como el otro personaje, este “gaucho retobao” había trabado amistad con una fiera: un puma, con el que compartía las presas que cazaba y carneaba mientras le tocó estar escondido de la policía en un monte cerrado, después de un duelo criollo en el que había matado a un hombre. Decía que nunca lo habían agarrado porque cuando volvía a la abigarrada arboleda, luego de salir en busca de agua o alimento,   caminaba de espaldas sobre sus mismas huellas, para que los milicos pensaran que se había ido sin regresar. A la mayoría de los jubilados les encantaban sus historias pero, como después se volvieron reiterativas, solamente captaba la atención de los recién integrados y de los que tenían mal de Alzhaimer, siendo estos últimos quienes poseían la facultad de escuchar los relatos repetidos en múltiples ocasiones, como si fuera la primera vez.
En el grupo de los “que me quiten lo bailado” estaba don Cabrera, que seguía bailando. Había enviudado hacía bastantes años e integraba un club de abuelos que organizaba excursiones y veladas  danzantes, en las cuales él era el alma de la fiesta. Llegaba con sus maracas, impecablemente vestido, sus cuatro pelos tiesos por la gomina y sacaba a bailar a las “muchachas” que peinaban canas, o cantaba sobre el escenario salsa, chachachá y cumbia, con la orquesta de turno. Un día vino al parque lleno de entusiasmo y anunció a sus amigos que iba a salir en televisión. Le habían hecho un reportaje para su cumpleaños en oportunidad de alcanzar sus primeros cien, en medio de flor de homenaje que le hicieron los del club. Ese día proclamó ante el mundo que era inmortal.
Don Saturnino, el griego, el más viejo de todos, escuchaba y se reía bajito. Era un hombre callado. Tenía una figura algo desgarbada y era muy, muy flaco. Los otros lo criticaban a sus espaldas porque lo consideraban poco prolijo. Usaba una vieja gabardina marrón casi hasta los pies y un sombrero de fieltro ya sin forma, por debajo del cual sobresalía su cabello rizado, bien largo, de un blanco amarillento. No se afeitaba y su barba, del mismo color y aspecto que el pelo, le llegaba a la altura del pecho. No era un linyera, siempre estaba limpio y exhalaba un casi imperceptible olor a piel añeja, mezclado con aroma a hierbas o especias. La combinación no era del todo desagradable. Hablaba bastante mal el español y alguna vez hizo una referencia vaga a sus lejanos orígenes. No sin esfuerzo, los otros llegaron a entenderle que en Grecia había sido soldado y después en Italia, donde había dejado mujer y seis hijos, experto segador. También había dado a entender que sus relaciones familiares habían sido siempre tormentosas aun desde su infancia porque, para empezar, su padre había sido extremadamente despótico. Él, a su vez,  tal como su progenitor, tuvo muchas diferencias con sus hijos, los que llegaron a quitarle totalmente su autoridad paternal.  Por eso prefería estar lejos y solo. A veces integraba un grupo y a veces otro. No parecía interesarse demasiado por algún tema en particular. Intervenía poco en las conversaciones, quizás por su dificultad idiomática, y se constituía en un cómodo e indulgente escucha. Tenía una manía: daba vueltas continuamente a una rueda que tenía grabados los doce signos zodiacales la cual rodeaba la esfera de su peculiar reloj de pulsera -notorio por ser bastante grande.
Era común que a las reuniones llegaran flamantes jubilados y otros dejaran definitivamente de concurrir. Así había pasado últimamente con Don Egidio, apodado “murmullo” porque hablaba a través de un agujero en la tráquea, después con el “Malevo Domínguez” que había sido barra brava del Club Atlético Cerro y les había pegado a unos cuantos en memorables encontronazos con los fanáticos de Rampla Juniors. Cabrera desapareció con mucha publicidad, cuando cumplió ciento tres años.
“ De la barra vieja quedamos pocos...” le comentó un día con tristeza don Julio a don Saturnino, aludiendo al hecho de que mientras disminuían los nacidos en las primeras décadas del siglo veinte, aparecían otros que ya hablaban de Elvis Presley; el rock; los Beatles; los Rolling Stones; el Club del Clan. Otros para los que Gardel, el campeonato del cincuenta y el golpe de Terra, eran historia demasiado antigua y sin embargo los bailes del Nautilus, el Colón o el Sudamérica; la dictadura de los setenta; la represión subsiguiente a el enfrentamiento entre la izquierda y la derecha; las peñas floklóricas; o los campeonatos que ganaron Peñarol o Nacional en la segunda mitad del siglo veinte;  o la supuesta llegada del hombre a la luna, eran temas preferenciales.
Saturnino no pareció oír el comentario y siguió abstraído, dando vueltas a la rueda de su reloj y mirando a lo lejos con sus ojos acuosos, de un celeste desvaído que le daba aspecto de ciego.
El mismo Don Julio faltó una mañana de fines de mayo en la que el viento arremolinaba las últimas hojas caídas y se las llevaba lejos, quién sabe dónde. Pedro el del gran bigote y Luis el pelado, se fueron al mes siguiente. Finalmente el viejo Saturnino quedó solo, sentado en su banco del parque, girando su rueda y  mirando sin ver.
Pasó el invierno y llegó la primavera. Floreció el rosedal con mil fragancias y colores y por fin alguien se sentó junto a aquel anciano eterno.
-                 Me jubilé hace un mes –dijo de sopetón el recién llegado– y me aburro en casa; no me adapto a estar ocioso. Entonces me vine para acá como he visto que hacen muchos de los que están como yo.
-                 Y... ya empiezan a venir los nuevos ¡Qué me va a decir a mi de aburrimiento! –le contestó Saturnino sin mirarlo, en su español defectuoso– Creo que debería haberme retirado antes, pero todavía y mientras haya una brizna de pasto bajo sol, tengo tanto trabajo por delante... -el otro pensó que el anciano desvariaba, porque todo parecía indicar que estaba jubilado hacía ya mucho tiempo.- Por su cara deduzco que no me cree... Verá: Soy Saturnino Cronos y mi oficio es cuidar el paso de las estaciones y vigilar las cosechas. Observo como los otros se quedan por el camino y permanezco –dijo tendiéndole la mano sarmentosa.

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