martes, 29 de noviembre de 2011

LOS ÑOQUIS DEL 29


                     


Luis se había mudado hacía poco tiempo a aquel barrio de casitas iguales. Eran construcciones sencillas pero sólidas y prolijas, hechas para ser habitadas por el personal de la compañía inglesa,  propietaria de la empresa ferroviaria allá por los finales del siglo diecinueve.
Ocupó la vivienda que había sido de su difunto tío, quien había vivido allí desde su construcción. A su muerte, le  correspondió a Luis por ser el único heredero vivo de aquella familia. Fue una suerte para él, porque en Argentina, donde había nacido y permanecido hasta ese momento, su situación era más que precaria: con cuarenta y cinco años estaba solo, sobrevivía haciendo changas y su casa era ruinosa. Apenas se enteró de la noticia, juntó los pocos pesos que tenía y se vino con una mano atrás y otra adelante, a este país donde las leyes lo habilitaban a ser ciudadano natural, por ser hijo de uruguayos. Nuevamente lo favoreció la fortuna y encontró trabajo de inmediato con un conocido que tenía un negocio. No ganaba mucho, pero le daba para ir viviendo y tenía una casa decente. Era asombroso el grado de conservación de aquella vivienda a pesar de que había transcurrido más de un siglo desde su construcción. Luis era de naturaleza jovial y optimista y cayó simpático a sus nuevos vecinos. Se hizo amigo de uno de ellos en especial, que vivía contiguo y con quien entablaba largos diálogos vespertinos, luego de la jornada de trabajo, cuando ambos sacaban sus banquitos a la vereda. En ocasiones se les sumaban otras personas de la cuadra. Todos hablaban y debatían sobre diversos temas hasta la hora de la cena, en la que cada cual regresaba a su hogar. Tres veces por semana, Walter, el vecino de puerta de Luis, se iba al bar a tomarse unas copas y jugar a los naipes. Luis no compartía su afición y se quedaba solo o charlando con los otros hasta la noche.
Frecuentemente surgían temas que involucraban las diferencias entre argentinos y uruguayos, en las que el porteño defendía con fervor su lugar de origen. El tema de Gardel era uno de los más discutidos. Cuando se enardecían los ánimos, Walter acusaba a los argentinos de preferir la idea de que el cantante había sido francés a admitir que había nacido en América. Luis a su vez sostenía el origen europeo del artista. Así también discutían por otros temas: el dulce de leche, el tango y en especial La Cumparsita... Los demás intervenían diciendo que los argentinos se adjudicaban todas las originalidades y los triunfos:
-          ¿Y qué me decís del día del amigo, Luis? A qué no sabés quién lo inventó –lo desafió cierta vez uno de ellos con un poco de malicia.
-          Fue un tipo del Once, en el sesenta y nueve, cuando el hombre llegó a la luna.
-          Ahí tenés, no fue un bonaerense, fue un paraguayo en el año cincuenta y ocho, para que veas... y además no se sabe si los gringos llegaron a la luna o fue un cuento, mirá vos...
-          No inventes cosas raras –le contestó Luis despectivo- ¿De dónde sacaste esas macanas? ¿eh? -Como el otro no supo especificar sus fuentes, quedó para siempre la duda, porque ya se había hecho tarde y al otro día había que madrugar.
        Una tarde de sábado, Walter se puso a tomar mate a la puerta de su casa y apareció Luis con aspecto abatido. Su amigo le preguntó si tenía algún problema y el otro le dijo que los sábados le resultaban cada vez más tristes. Poco antes de venirse al Uruguay había enviudado. Mientras estuvo atareado con los preparativos del viaje y luego la llegada, no había tenido tiempo para extrañar o deprimirse. Ahora, ya instalado en su nueva situación, con más tiempo para pensar en su pérdida, sentía que lo iba tomando la tristeza. Su mujer había muerto un sábado veintiocho como aquel: frío y nublado, y los recuerdos se habían adueñado de su ánimo. Se le llenaron los ojos de lágrimas y Walter le palmeó la espalda:
-Vamos, vamos amigo, no hay que ponerse así, son cosas de la vida, qué se le va a hacer... –Estaba sorprendido porque nunca había sospechado que aquel hombre tan alegre y extrovertido, había sobrellevado un drama de aquella magnitud, sin dejar traslucir, hasta ese momento, su dolor.
-          Desde hace unos días me viene pareciendo que nunca me voy a reponer, te juro. ¡Y para peor mañana es veintinueve: día de ñoquis! Dirás que soy ridículo, pero también es una jornada amarga para mí. Es que con mi mujer éramos devotos de San Pantaleón, mejor dicho nos volvimos creyentes después que ella se enfermó y cada veintinueve íbamos a la capilla del Santo, allá en Buenos Aires, para pedirle por salud, porque es el protector de los enfermos ¿sabés? A la vuelta preparábamos los ñoquis y como andábamos cortos de plata por los tratamientos, poníamos los pocos pesitos que teníamos debajo de los platos, para que se multiplicaran al siguiente mes –dos gruesas lágrimas le rodaron por las mejillas.
-          Acá también hacemos lo mismo, mirá que coincidencia –le dijo Walter y agregó, tratando de mostrarse jovial-: tengo una idea: qué tal si te venís mañana a almorzar con nosotros, así te sentís más acompañado.
El otro levantó la cabeza y sonrió tristemente.
                           -        No quiero incomodarlos con mis penas... no sé que decirte...
-          Dejate de pavadas, Elvira va a estar encantada. No te imaginás lo rico que prepara los ñoquis. Todo casero ¿eh? La pasta y el tuco. Luis se mostró súbitamente más animado, se secó con el pañuelo los ojos y las lágrimas que le corrían por la cara, luego se sonó la naríz y agregó:
-          Siendo así no me puedo negar pero ¿estás seguro que Elvira va a estar de acuerdo?
-          Si yo te lo digo...
A la mañana siguiente Elvira se levantó temprano. Preparó el tuco con cebolla, morrón, zanahoria, chorizo colorado y cuando el sofrito estuvo pronto agregó salsa de tomate y especias. Lo puso a cocinar a fuego lento mientras preparaba la masa. Pisó con cuidado las papas hervidas y les agregó queso, huevo y harina. Era una experta en elaborarla a la perfección: ni demasiado dura ni demasiado blanda. Formó con rapidez y facilidad los largos cilindros que luego cortaría en trozos pequeños, todos tan iguales que parecían haber sido hechos con una máquina y luego pasó cada uno por un tenedor para formarles las hendeduras características de esa preparación. Trabajaba con mucho entusiasmo, pensando en que tenía un huésped a quien agasajar. Su mesa era siempre para dos, desde que Silvita se había casado en el exterior y no había vuelto ni había perspectivas de que lo hiciera alguna vez. Era extraño, pensaba en su hija y apenas podía evocar su rostro o recordar qué le gustaba hacer, o alguna conversación con ella en especial. La zozobra que sintió cuando, muy joven, se fue de la casa con el novio en busca de mejores horizontes, se había ido diluyendo en el tiempo. Al principio se comunicaban muy seguido por teléfono y también se mandaban largas cartas, pero lentamente el intercambio se fue haciendo cada vez más espaciado: los muchachos trabajaban muchas horas y los padres tenían pocas novedades que contar. No había niños de por medio... Elvira se apartó un mechón de los ojos: se sintió culpable de ser una madre desnaturalizada pero la verdad, que solamente admitía en su fuero íntimo, era que ya casi no extrañaba a Silvita. Su vida era monótona y sin alicientes: había perdido hacía unos meses el trabajo,  y aunque había buscado otro, no era fácil conseguirlo a su edad; Walter era un hombre rutinario: miraba televisión largas horas, sus salidas eran al café o la cancha -no le gustaba ir a ningún otro lado-; para colmo, se había puesto muy tacaño desde que ella quedara sin empleo, amedrentado por la idea de que no pudieran hacer frente a lo gastos de la casa, no era definitivamente hosco pero se gastaba toda su labia con los compañeros de tarea,  los conocidos del barrio o los amigos del café y cuando llegaba a casa los temas ya se le habían agotado...
Después que terminó de elaborar los ñoquis, puso el agua a hervir. A las doce en punto llegó Luis, trayendo una botella de vino de dos litros. La trajo descorchada y explicó que al vino le hacía bien tomar un poco de aire antes de ser bebido. También trajo una cerveza.
Elvira puso la mesa y dijo: -Ah, nos falta lo principal...
Acto seguido se fue al dormitorio a buscar el dinero para poner bajo los platos, como es la tradición en Uruguay y Argentina. Tenía una buena suma escondida en el ropero, porque no confiaban en los bancos. Walter y ella habían estado juntando para visitar a Silvita en el exterior, prácticamente desde el momento en que la hija partiera. Por una razón u otra el viaje siempre se postergaba y los ahorros seguían creciendo lentamente, año tras año, en el fondo del mueble.
Volvió y repartió los billetes entre los tres y cada uno ubicó su parte bajo el plato.
-¿Vos no tomás vino? –Preguntó Walter al amigo cuando vio que se servía cerveza.
-Me lo prohibió el médico. Cuando murió mi mujer se me hizo una úlcera por el disgusto ¿viste?
Durante el almuerzo, Walter y Luis no se cansaron de ponderar las virtudes culinarias de la anfitriona. Chocaron copas por ello y después por la confraternidad rioplatense, por Peñarol, por Boca, por el futuro... A los postres, ambos hombres se veían bastante achispados, mientras Elvira se mantenía sobria, ya que acompañó aquellos festivos brindis pero solamente con refresco.
Walter entreabrió los ojos y percibió que anochecía. Le pesaba mucho la cabeza y sentía náuseas. No recordaba en qué momento se había quedado dormido. Tenía la ropa y aun los zapatos puestos. Se incorporó dificultosamente y llamó a su mujer: “¡Elvira!” –no obtuvo respuesta. Volvió a gritar preocupado: “¡Elvira!”
Se levantó torpemente y presa del mareo se dirigió al comedor. La casa estaba silenciosa y en penumbras y comprendió que estaba solo. Por inercia fue hasta el televisor y lo encendió. La luz fluctuante que despedía la pantalla le permitió ver que sobre la mesa permanecían la fuente y los platos vacíos y sucios. Levantó uno de ellos y vio que debajo ya no estaban los billetes, después hizo lo mismo con los otros y obtuvo igual resultado. En ese momento  el locutor decía: “Estas son las noticias correspondientes a este lunes treinta de julio...” Todavía no entendía lo que estaba pasando pero una incipiente desazón comenzaba a apoderarse de su espíritu.  “Seguro que Elvira los guardó otra vez en el ropero. Cómo iba a dejar la plata  acá” –pensó. Volvió al dormitorio y revolvió los estantes con creciente nerviosismo, sin encontrar lo que buscaba. Tampoco estaba la ropa de su mujer.
Salió corriendo y golpeó con ambos puños la puerta de la casa de Luis. Lo recibió un hombre desconocido, con cara de desconcierto, quien le dijo que la semana anterior Luis le  había vendido la propiedad con muebles y todo, debido a tenía que viajar urgentemente a la Argentina por un grave asunto de familia.


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