martes, 29 de noviembre de 2011

LOS ÑOQUIS DEL 29


                     


Luis se había mudado hacía poco tiempo a aquel barrio de casitas iguales. Eran construcciones sencillas pero sólidas y prolijas, hechas para ser habitadas por el personal de la compañía inglesa,  propietaria de la empresa ferroviaria allá por los finales del siglo diecinueve.
Ocupó la vivienda que había sido de su difunto tío, quien había vivido allí desde su construcción. A su muerte, le  correspondió a Luis por ser el único heredero vivo de aquella familia. Fue una suerte para él, porque en Argentina, donde había nacido y permanecido hasta ese momento, su situación era más que precaria: con cuarenta y cinco años estaba solo, sobrevivía haciendo changas y su casa era ruinosa. Apenas se enteró de la noticia, juntó los pocos pesos que tenía y se vino con una mano atrás y otra adelante, a este país donde las leyes lo habilitaban a ser ciudadano natural, por ser hijo de uruguayos. Nuevamente lo favoreció la fortuna y encontró trabajo de inmediato con un conocido que tenía un negocio. No ganaba mucho, pero le daba para ir viviendo y tenía una casa decente. Era asombroso el grado de conservación de aquella vivienda a pesar de que había transcurrido más de un siglo desde su construcción. Luis era de naturaleza jovial y optimista y cayó simpático a sus nuevos vecinos. Se hizo amigo de uno de ellos en especial, que vivía contiguo y con quien entablaba largos diálogos vespertinos, luego de la jornada de trabajo, cuando ambos sacaban sus banquitos a la vereda. En ocasiones se les sumaban otras personas de la cuadra. Todos hablaban y debatían sobre diversos temas hasta la hora de la cena, en la que cada cual regresaba a su hogar. Tres veces por semana, Walter, el vecino de puerta de Luis, se iba al bar a tomarse unas copas y jugar a los naipes. Luis no compartía su afición y se quedaba solo o charlando con los otros hasta la noche.
Frecuentemente surgían temas que involucraban las diferencias entre argentinos y uruguayos, en las que el porteño defendía con fervor su lugar de origen. El tema de Gardel era uno de los más discutidos. Cuando se enardecían los ánimos, Walter acusaba a los argentinos de preferir la idea de que el cantante había sido francés a admitir que había nacido en América. Luis a su vez sostenía el origen europeo del artista. Así también discutían por otros temas: el dulce de leche, el tango y en especial La Cumparsita... Los demás intervenían diciendo que los argentinos se adjudicaban todas las originalidades y los triunfos:
-          ¿Y qué me decís del día del amigo, Luis? A qué no sabés quién lo inventó –lo desafió cierta vez uno de ellos con un poco de malicia.
-          Fue un tipo del Once, en el sesenta y nueve, cuando el hombre llegó a la luna.
-          Ahí tenés, no fue un bonaerense, fue un paraguayo en el año cincuenta y ocho, para que veas... y además no se sabe si los gringos llegaron a la luna o fue un cuento, mirá vos...
-          No inventes cosas raras –le contestó Luis despectivo- ¿De dónde sacaste esas macanas? ¿eh? -Como el otro no supo especificar sus fuentes, quedó para siempre la duda, porque ya se había hecho tarde y al otro día había que madrugar.
        Una tarde de sábado, Walter se puso a tomar mate a la puerta de su casa y apareció Luis con aspecto abatido. Su amigo le preguntó si tenía algún problema y el otro le dijo que los sábados le resultaban cada vez más tristes. Poco antes de venirse al Uruguay había enviudado. Mientras estuvo atareado con los preparativos del viaje y luego la llegada, no había tenido tiempo para extrañar o deprimirse. Ahora, ya instalado en su nueva situación, con más tiempo para pensar en su pérdida, sentía que lo iba tomando la tristeza. Su mujer había muerto un sábado veintiocho como aquel: frío y nublado, y los recuerdos se habían adueñado de su ánimo. Se le llenaron los ojos de lágrimas y Walter le palmeó la espalda:
-Vamos, vamos amigo, no hay que ponerse así, son cosas de la vida, qué se le va a hacer... –Estaba sorprendido porque nunca había sospechado que aquel hombre tan alegre y extrovertido, había sobrellevado un drama de aquella magnitud, sin dejar traslucir, hasta ese momento, su dolor.
-          Desde hace unos días me viene pareciendo que nunca me voy a reponer, te juro. ¡Y para peor mañana es veintinueve: día de ñoquis! Dirás que soy ridículo, pero también es una jornada amarga para mí. Es que con mi mujer éramos devotos de San Pantaleón, mejor dicho nos volvimos creyentes después que ella se enfermó y cada veintinueve íbamos a la capilla del Santo, allá en Buenos Aires, para pedirle por salud, porque es el protector de los enfermos ¿sabés? A la vuelta preparábamos los ñoquis y como andábamos cortos de plata por los tratamientos, poníamos los pocos pesitos que teníamos debajo de los platos, para que se multiplicaran al siguiente mes –dos gruesas lágrimas le rodaron por las mejillas.
-          Acá también hacemos lo mismo, mirá que coincidencia –le dijo Walter y agregó, tratando de mostrarse jovial-: tengo una idea: qué tal si te venís mañana a almorzar con nosotros, así te sentís más acompañado.
El otro levantó la cabeza y sonrió tristemente.
                           -        No quiero incomodarlos con mis penas... no sé que decirte...
-          Dejate de pavadas, Elvira va a estar encantada. No te imaginás lo rico que prepara los ñoquis. Todo casero ¿eh? La pasta y el tuco. Luis se mostró súbitamente más animado, se secó con el pañuelo los ojos y las lágrimas que le corrían por la cara, luego se sonó la naríz y agregó:
-          Siendo así no me puedo negar pero ¿estás seguro que Elvira va a estar de acuerdo?
-          Si yo te lo digo...
A la mañana siguiente Elvira se levantó temprano. Preparó el tuco con cebolla, morrón, zanahoria, chorizo colorado y cuando el sofrito estuvo pronto agregó salsa de tomate y especias. Lo puso a cocinar a fuego lento mientras preparaba la masa. Pisó con cuidado las papas hervidas y les agregó queso, huevo y harina. Era una experta en elaborarla a la perfección: ni demasiado dura ni demasiado blanda. Formó con rapidez y facilidad los largos cilindros que luego cortaría en trozos pequeños, todos tan iguales que parecían haber sido hechos con una máquina y luego pasó cada uno por un tenedor para formarles las hendeduras características de esa preparación. Trabajaba con mucho entusiasmo, pensando en que tenía un huésped a quien agasajar. Su mesa era siempre para dos, desde que Silvita se había casado en el exterior y no había vuelto ni había perspectivas de que lo hiciera alguna vez. Era extraño, pensaba en su hija y apenas podía evocar su rostro o recordar qué le gustaba hacer, o alguna conversación con ella en especial. La zozobra que sintió cuando, muy joven, se fue de la casa con el novio en busca de mejores horizontes, se había ido diluyendo en el tiempo. Al principio se comunicaban muy seguido por teléfono y también se mandaban largas cartas, pero lentamente el intercambio se fue haciendo cada vez más espaciado: los muchachos trabajaban muchas horas y los padres tenían pocas novedades que contar. No había niños de por medio... Elvira se apartó un mechón de los ojos: se sintió culpable de ser una madre desnaturalizada pero la verdad, que solamente admitía en su fuero íntimo, era que ya casi no extrañaba a Silvita. Su vida era monótona y sin alicientes: había perdido hacía unos meses el trabajo,  y aunque había buscado otro, no era fácil conseguirlo a su edad; Walter era un hombre rutinario: miraba televisión largas horas, sus salidas eran al café o la cancha -no le gustaba ir a ningún otro lado-; para colmo, se había puesto muy tacaño desde que ella quedara sin empleo, amedrentado por la idea de que no pudieran hacer frente a lo gastos de la casa, no era definitivamente hosco pero se gastaba toda su labia con los compañeros de tarea,  los conocidos del barrio o los amigos del café y cuando llegaba a casa los temas ya se le habían agotado...
Después que terminó de elaborar los ñoquis, puso el agua a hervir. A las doce en punto llegó Luis, trayendo una botella de vino de dos litros. La trajo descorchada y explicó que al vino le hacía bien tomar un poco de aire antes de ser bebido. También trajo una cerveza.
Elvira puso la mesa y dijo: -Ah, nos falta lo principal...
Acto seguido se fue al dormitorio a buscar el dinero para poner bajo los platos, como es la tradición en Uruguay y Argentina. Tenía una buena suma escondida en el ropero, porque no confiaban en los bancos. Walter y ella habían estado juntando para visitar a Silvita en el exterior, prácticamente desde el momento en que la hija partiera. Por una razón u otra el viaje siempre se postergaba y los ahorros seguían creciendo lentamente, año tras año, en el fondo del mueble.
Volvió y repartió los billetes entre los tres y cada uno ubicó su parte bajo el plato.
-¿Vos no tomás vino? –Preguntó Walter al amigo cuando vio que se servía cerveza.
-Me lo prohibió el médico. Cuando murió mi mujer se me hizo una úlcera por el disgusto ¿viste?
Durante el almuerzo, Walter y Luis no se cansaron de ponderar las virtudes culinarias de la anfitriona. Chocaron copas por ello y después por la confraternidad rioplatense, por Peñarol, por Boca, por el futuro... A los postres, ambos hombres se veían bastante achispados, mientras Elvira se mantenía sobria, ya que acompañó aquellos festivos brindis pero solamente con refresco.
Walter entreabrió los ojos y percibió que anochecía. Le pesaba mucho la cabeza y sentía náuseas. No recordaba en qué momento se había quedado dormido. Tenía la ropa y aun los zapatos puestos. Se incorporó dificultosamente y llamó a su mujer: “¡Elvira!” –no obtuvo respuesta. Volvió a gritar preocupado: “¡Elvira!”
Se levantó torpemente y presa del mareo se dirigió al comedor. La casa estaba silenciosa y en penumbras y comprendió que estaba solo. Por inercia fue hasta el televisor y lo encendió. La luz fluctuante que despedía la pantalla le permitió ver que sobre la mesa permanecían la fuente y los platos vacíos y sucios. Levantó uno de ellos y vio que debajo ya no estaban los billetes, después hizo lo mismo con los otros y obtuvo igual resultado. En ese momento  el locutor decía: “Estas son las noticias correspondientes a este lunes treinta de julio...” Todavía no entendía lo que estaba pasando pero una incipiente desazón comenzaba a apoderarse de su espíritu.  “Seguro que Elvira los guardó otra vez en el ropero. Cómo iba a dejar la plata  acá” –pensó. Volvió al dormitorio y revolvió los estantes con creciente nerviosismo, sin encontrar lo que buscaba. Tampoco estaba la ropa de su mujer.
Salió corriendo y golpeó con ambos puños la puerta de la casa de Luis. Lo recibió un hombre desconocido, con cara de desconcierto, quien le dijo que la semana anterior Luis le  había vendido la propiedad con muebles y todo, debido a tenía que viajar urgentemente a la Argentina por un grave asunto de familia.


viernes, 25 de noviembre de 2011

PASAJERO ANTES DEL ALBA

                                       


El Lito venía recorriendo con lentitud y desde hacía rato buena parte de la ciudad. No había pasaje. Viéndolo bien, era lógico: un lunes a la noche no era común encontrarse con multitudes. Incluso en los últimos tiempos, aún los sábados, había disminuido la cantidad de clientela y la oferta de autos de alquiler resultaba excesiva a casi todas las horas. La competencia se había vuelto feroz, al punto de que en más de una oportunidad había estado cerca de irse a las manos por disputarse un cliente con algún otro taxista, después de rebasarse mutuamente repetidas veces y con alevosía, para sacarse ventaja. Mucha gente había emigrado, otros ya no disponían de dinero para abordar un auto de alquiler...
Recordó la época cuando se había iniciado en el oficio hacía ya treinta y tantos años, siguiendo las huellas de su padre quien siempre le aseguraba: “Es un buen laburo, Lito. Con este trabajo siempre pude darle de comer a la familia.”
En sus primeros tiempos al volante esto había resultado cierto. Recordó lo mucho que ganaba llevando y trayendo pasaje para el Casino del Parque Hotel, transportando de ida jugadores con semblantes iluminados por la ilusión y de vuelta algún ganador generoso en la propina; aunque la mayoría de los que regresaban habían sido sistemáticamente desplumados y se veían preocupados y alicaídos. Estos últimos contaban las monedas para poder pagarle el viaje e incluso se quedaban algo cortos y debían entrar a sus casas a buscar el dinero faltante. En ocasiones, una o un furibundo consorte perseguía al desafortunado hasta la vereda, reprochándole a los gritos por su vicio.
Los días de cobro, la gente salía de los bancos, los comercios o las fábricas con sus salarios intactos todavía y una sensación de prosperidad que hacía que estuvieran proclives a viajar con más comodidad y más seguros que en los autobuses. Las casas de citas proveían de clientes todo el año y en cualquier momento, incluso en las tempranas horas previas a la entrada al trabajo, en las que muchos amantes aprovechaban para encontrarse y disfrutar del sexo sin peligro de ser descubiertos. Lito se conocía todos los “piques”. En las buenas épocas, casi no daba abasto para atender las demandas del servicio y ganaba bien, tal como le había asegurado su padre. Pero las cosas fueron cambiando: junto con la baja de precio de algunos vehículos, lo que facilitaba que gente de ingresos medios tuviera locomoción propia, la masa de los trabajadores que ganaba poco sueldo ya no podía pagar ni siquiera un boleto de transporte colectivo, e iban a sus tareas a pie, en bicicleta o, los más afortunados, en moto. Se había incrementado el número de accidentes por esta causa y todos los días se veía algún peatón, ciclista o motociclista tirado en la calle, muerto o mal herido. El paisaje urbano era desolador. En las horas pico el tránsito era denso y desorganizado. A los vehículos de dos ruedas, se sumaban los carros de los hurgadores, siempre a punto de desbaratarse, arrastrados por sus propios dueños o por caballos famélicos. Iban repletos de bolsas de basura y  sentados sobre ellas, a veces, llevaban niños pequeños, mal comidos y sucios. Después de las diez de la noche, crecía el número de estos vehículos y además, cuando las calles, de veredas destruidas y tapizadas de excrementos de perro, quedaban casi desiertas, eran recorridas por mendigos en procura de algún sustento y un lugar para pasar la noche. Él, tal como los demás taxistas, daba vueltas y vueltas a marcha lenta, tratando de conseguir pasaje. Los “piques” no eran tan redituables y en las “paradas” se formaban largas colas en espera de algún llamado, mientras pasaban raudos los “último modelo” que transportaban a los acaudalados a sus fiestas de lujo.
Volvió al momento presente. El pavimento estaba húmedo y en un par de horas iba a amanecer. Caían algunos chaparrones intermitentes que formaban charcos donde se reflejaban los tonos multicolores de los semáforos y las luces de la calle. El tráfico iba gradualmente incrementándose. Lito dudó entre volver al Centro o seguir hacia el este y se decidió por lo último. Continuó por la rambla mirando de vez en cuando hacia el mar, donde algunas naves amarradas en la bahía, se balanceaban perezosamente sobre las olas. Estaba algo fresco y corría una brisa bastante fuerte. Por la acera sur alguien le hizo señas para que se detuviera. “¡Por fin un viaje!” –pensó.
El pasajero era un hombre fornido, de mediana edad, que llevaba una especie de poncho marrón descolorido sobre un hombro. Evidenció algo de torpeza al abrir la portezuela. Debía ser algún paisano poco acostumbrado a moverse en la ciudad. Estirando el brazo hacia atrás, Lito lo ayudó de adentro, aflojando la manija para facilitarle la tarea.
-Buenas madrugadas, señor. ¿A dónde lo llevo?
-Al Puerto.
-Justo vengo de ese lado. Poca gente en la calle ¿no?
El pasajero permaneció callado. Lito observó que el hombre miraba con mucha atención a los barcos anclados en la bahía.
-Esas naves son enormes –comentó finalmente.
-Y sí... algunos son bastante grandes –coincidió Lito.
-A menudo escucho las sirenas desde donde estoy parando, pero debo confesar que aunque suenan fuerte, no me imaginaba que fueran de semejantes barcos... –de pronto se interrumpió y miró atentamente la calle, después dijo-: Yo nací por acá, por la calle San Diego...
-¿San Diego en este barrio? ¿No estará confundido? Siempre vengo por estos lados, pero San Diego... nunca la vi... En realidad se me hacía que usted era del campo, no se ofenda.
-¿Pero porqué me voy a ofender? Desde chico fui muy paseandero y pasé mucho tiempo recorriendo la campaña, pero soy nacido acá. A  lo mejor la calle que le dije cambió de nombre ¡Tantas cosas han cambiado!
 A Lito aquel desconocido le resultaba sumamente agradable y lo hacía sentirse inclinado a hablar con él. Tenía un modo afable de expresarse que le daba tranquilidad; quizá fuera su tono de voz o la familiaridad de su trato. Le parecía que lo conocía de antes. Estaba tan cómodo conversando con él, que experimentó una sensación pueril de abandono, al llegar al destino del viaje.
A la entrada del puerto, Lito detuvo el taxi y le preguntó si le quedaba bien bajar allí. El otro permaneció un momento pensativo y luego le dijo que había mudado de idea y quería volver atrás antes de que amaneciera por completo. Un poco extrañado, el conductor giró el vehículo a la izquierda para tomar el camino de regreso. Por aquella circunstancia, de pronto se le ocurrió que el pasajero podía ser un loco o un delincuente. Lo miró de reojo con algo de prevención e inmediatamente sintió alivio y tuvo la certeza de que sus temores eran infundados. La actitud de aquel hombre trasmitía serenidad y confianza, en ese momento no hacía otra cosa que observarlo todo a través de las ventanillas, con profundo interés. El río, a la difusa y ambigua luz del alba, ondeaba exhibiendo un tono más próximo al oro que a la plata debido a la turbiedad que causaba la proximidad de la urbe.
-¡Qué sucia se ve el agua! –dijo el pasajero como para sí y con tristeza.
-¿Vio, don? Casi siempre está así... qué se le va a hacer... Antes estaba más limpia pero... ¿Qué quiere? Con toda la mugre que arrastra de las ciudades del norte, más la que agregamos acá...
-Las ciudades del norte... –repitió el pasajero con melancolía- algunas las conozco bien, pero no sé cómo estarán ahora.
-De este lado, tratando de sobrevivir y más allá bastante movidas. Este país siempre atrás, pero le digo que los vecinos no viven mejor aunque sean más ricos y estén llenos de gente. Porque unos tienen mucho y la mayoría casi nada. Hay demasiada injusticia, mucha miseria y eso ha fomentado la delincuencia.
-La apariencia de los lugares ha cambiado, pero en esencia todo sigue igual... Desde hace mucho se le ha dado la espalda a los nuestros con tal de hacer negocio con los extranjeros. ¡Donde estarán los buenos americanos, los criollos de buena ley!
Fue tal la amargura que trasuntaba el tono con que fueron dichas aquellas palabras que a Lito le dieron unas ganas de llorar desproporcionadas y fuera de lugar. Se sintió avergonzado, reprimió las lágrimas y permaneció en silencio sintiendo -inexplicablemente y muy dentro suyo- que aquel hombre era su hermano.
           Habían llegado a la plaza, que estaba desierta. Solamente descubrió en ella al negro viejo, vagabundo de siempre, cuyo oscuro cuerpo parecía un costal depositado a lo largo de uno de los bancos de madera. Las luces de los focos estaban amortiguadas por el brillo del incipiente sol. El pasajero descendió allí. Lito lo contempló alejarse rumbo al monumento ecuestre del prócer. Cuando pasaba frente al que dormía, éste se incorporó y se entabló un diálogo entre ellos. El conductor, desentendiéndose de la escena, pisó suavemente el acelerador y el vehículo comenzó a desplazarse lentamente, pero al llegar a la siguiente esquina se dio cuenta de que no había cobrado. “Un solo viaje y no me pagan ¡Qué pelotudo soy! Ahora voy a tener que pagarle yo al patrón” –se reprochó a sí mismo. No era posible dar la vuelta sin quedar a contramano, así que tuvo que circunvalar la plaza para regresar al punto donde había dejado al hombre. Mientras lo hacía, los vio despedirse. El linyera ya se había levantado y hecho un atado con las cobijas de su precario lecho. Ambos se marcharon en diferentes direcciones. Luego de rodear la segunda curva, dejó de divisarlos y se preocupó más aún. En su búsqueda, al pasar fortuitamente la mirada por el monumento, le pareció que le faltaba algo y contemplándolo por segunda vez, notó que el caballo no tenía jinete. “Es lo último ¡a dónde hemos llegado” –pensó indignado- “¿se lo habrán afanado?”– de inmediato recapacitó que aquello no era posible; concluyó en que lo habrían sacado para repararlo o algo así. De pronto se dio cuenta de lo ridículo de sus preocupaciones. El cansancio, después de tantos recorridos infructuosos, le nublaba el raciocinio, y decidió concentrarse en lo que verdaderamente le concernía que era el cobro del viaje. Por alguna extraña razón no podía sentir rabia contra el pasajero y a riesgo de ser ingenuo, no pensaba que el otro hubiera obrado de mala fe, sino que se había tratado de una distracción compartida. Pero de todas formas aquel hombre no se veía por ningún lado. Nuevamente la estatua atrajo su mirada y con sorpresa constató que allí estaba el héroe sobre su caballo, como siempre mirando al norte. Seguramente había alucinado momentos antes por la larga vigilia nocturna y en realidad el episodio de la desaparición del prócer no había ocurrido nunca.
                                 
El negro Gonzalito observaba la escena sintiendo algo de angustia. Tomó un largo trago de alcohol directamente de la botella que llevaba en la mano. Eso lo ayudó a disminuir un poco su desazón. Algo le impedía cruzar la calle e intervenir. Lleno de impotencia vio acercarse a la parada de frente a la Plaza al dueño del taxi que manejaba Lito, que estaba ubicado a la cabeza de la fila de autos de alquiler. Percibió claramente al chofer sentado adentro, profundamente dormido. En ese momento se presentó un viaje y el conductor del auto que estaba detrás, aprovechándose de la circunstancia, lo tomó rápida y ávidamente. La cara del patrón lo decía todo. El linyera oyó sus palabras tal como si el hombre estuviera a su lado:
-¡Lito! ¡Lito! –gritaba golpeando frenéticamente el vidrio del parabrisas- ¡Despertate, negro haragán!
El taxista entreabrió los ojos y comenzó a abrir lentamente la ventanilla:
-¿Qué? ¿Qué pasa, Don Juan?
-Mejor decime vos qué carajo te pasa. Es como la quinta vez que te pesco durmiendo ¿Cuándo pensás trabajar? Mirá negro, esto no va más, estás despedido. Bajate del auto. Yo tengo el taxi para negocio, no para que los vagos como vos me lo usen de dormitorio.
Gonzalito no quiso ver más. Se dio vuelta lentamente, y tomando tragos espaciados de su botella, caminó hacia su banco arrastrando los pies.
No sabía cómo había pasado tan rápido el día y ya volvía a anochecer, pero se alegraba de que así fuera. Todas sus jornadas se habían reducido a un trágico día fugaz, en el que revivía el principio de su desventura y una noche casi mágica, su único consuelo, en la que el prócer bajaba del monumento y se venía a charlar con él. Hablaban sobre muchas cosas: las luchas del pasado, los días de gloria y los de ostracismo, los cambios, la traición de los malos extranjeros y los peores americanos de ayer y de hoy, los negros y los indios fieles, las distancias y el olvido...
Curiosamente había un tema que preocupaba a su amigo y que no dejaba de mencionar en cada encuentro. “Acordate Lito –le decía siempre- mi caballo fue el “Morito”. No era blanco, ni negro, ni lunarejo, ni de ningún otro color, era moro.

lunes, 21 de noviembre de 2011

EL FANTASMA DEL BAÑADO –

 


              Eran más de las once de la noche cuando Pedrito Chinchudo, el lavacopas, irrumpió en la Whiskería del Indio. Venía agitado y nervioso. Tartamudeando le dijo a la Nelly, que lo miraba por encima de los lentes con fastidio, mientras sacaba cuentas:
-                 ¡Doña Nelly! Discúlpeme por llegar tarde, pero no sabe lo que pasa en el barrio. ¡Es terrible! –se agarró la cabeza aparatosamente.
-                 ¡Qué actor se perdieron las tablas! –dijo la patrona con ironía- ¿Qué te pasó ahora, Pedrito? ¿Otra vez te metiste en la garita del cuartel a hacer porquerías? –se rumoreaba en el barrio que Pedrito asaltaba las garitas y ejercía ciertas prácticas que hacían que los vigilantes de turno se desmoronaran dentro, entre estertores de placer. Pero ese día no era ése el caso.
-                 No, Doña Nelly, yo no hice nada –se defendió el muchacho- es que en el bañado apareció un fantasma. La gente se juntó para verlo y justo que yo venía para acá, apareció... todos quedamos duros de susto ¡le juro!
-                 No jures en vano, sinvergüenza. No sé porqué no te echo ahora mismo, la verdad es que hoy te pasaste. Mirá que has inventado cosas desde que te conchabé, pero como esta vez... –la patrona usó un tono airado y sacudió la cabeza.
-                 ¡Es verdad! ¡Es verdad! Tiene que creerme. Pregúntele a los vecinos si quiere.
Rato después, entre los clientes que iban llegando, la historia del espantajo se repetía y todos describían lo que habían visto: era el típico fantasma cubierto por una sábana y parecía flotar sobre el fangal del bañado. La aparición estaba iluminada con una luz amarillenta que brotaba de su interior. De pronto surgía a un extremo del terreno, permanecía  a la vista un breve lapso y desaparecía para volver a verse al otro lado en un instante, habiendo recorrido casi doscientos metros en fracciones de segundo, lo que suponía una velocidad sobrenatural.
Al principio, el vecindario estaba alarmado y contemplaba el prodigio lleno de temor, pero debido a que el suceso se repitió sin variaciones muchas veces en el transcurso de algunas de las noches siguientes, la reiteración fue en detrimento del miedo y un grupo de muchachos decidió terminar de una vez por todas con aquel prodigio que, cada vez más, les parecía una patraña. Así, cuando se produjo la próxima aparición del fantasma y a despecho de embarrarse hasta el cuello, se largaron a correr hacia él, con el fin de desenmascarar al bromista. Pero apenas llegaron a unos veinte metros de donde estaba el espectro, éste se esfumó y se presentó bien lejos, por los confines del baldío contiguo, donde la municipalidad cremaba los cadáveres de los animales que morían en la calle. Los perseguidores pararon de golpe, chocándose unos con otros, y enfilaron rumbo a donde se vio reaparecer en ese momento aquel fenómeno. Volvió a pasarles lo mismo un par de veces, hasta que decidieron abandonar la persecución y reunirse al día siguiente en la cantina del club de fútbol del barrio, para acordar una estrategia. A estas alturas ya no tenían dudas de que se trataba de un fraude y sintieron que el ánimo se les llenaba de un fuerte deseo de venganza y reivindicación. Convinieron en que a la noche se separarían en dos grupos: unos irían directamente hacia donde estaba el fantasmón y los otros hacia donde surgiera acto seguido.
Cuando se enteró de lo que se tramaba, Don Fausto, el célebre narrador de cuentos de aparecidos, no estuvo de acuerdo en que se hiciera aquello. Debido a su inclinación a creer en lo sobrenatural le parecía una falta de respeto hacia el alma en pena. Nadie atendió sus razones, aún cuando advirtió a los conjurados que los espíritus son rencorosos y se cobran caro ese tipo de afrentas.
Nadie le dio importancia a su opinión y se llevó a cabo lo planeado. Así  descubrieron por fin la tramoya urdida por los mellizos Cuenca, quienes a pesar de jugar en el equipo del barrio se habían negado sistemáticamente a acompañarlos en sus excursiones nocturnas al bañado “porque temían a los espíritus”. Era admirable la paciencia con la que habían soportado las burlas de sus amigos, que los tildaban de “mariquitas”, llorones y flojos. Tanto estoicismo era de por sí bastante sospechoso.
Por fin, mientras uno y otro grupo extraía a cada uno de los medrosos y enfangados mellizos de sendos caños, todos se preguntaban cómo no habían caído antes en la cuenta. El fantasma era personificado, no por una sola persona, sino por dos envueltas en sendas sábanas blancas. Aquellos caños, semienterrados en el lodo y distribuidos por todo el predio, habían servido de refugio a los burladores cuando la airada turba se dirigía hacia la aparición. Al acercarse el grupo, el mellizo amenazado apagaba la linterna que hacía que el fantasma se viera iluminado. Así se producía la “desaparición”.Cuando los otros, llenos de sorpresa e indignación, se dirigían al punto donde volvía a surgir la luz, los hermanos repetían el truco.
Nunca creyeron que los demás, venciendo el temor, desarrollaran una efectiva táctica para descubrirlos. Se equivocaron,  y a pesar de que hasta ese día se habían reído hasta llorar de la candidez de sus vecinos, la situación se había revertido súbitamente y para su mal. Aprendieron amargamente y en forma empírica el significado del concepto de Lincoln, de quien los mellizos no tenían ni noticias de su existencia, de que se puede engañar a la gente por un tiempo, pero no a todos ni para siempre. Les llovieron los golpes, los escupitajos, los puntapiés y los insultos. Cuando se retiró el airado grupo, los hermanos quedaron tendidos en el campo con algún que otro hueso roto. ¿Por qué los habían castigado de aquella forma? En la whiskería se dijo que había sido por la irritación ante la burla pero, aunque los mismos agresores no lo supieran , quizá dolió más la desilusión. ¡Qué lindo hubiera sido confirmar de una vez por todas la teoría de lo sobrenatural! La  decepcionante conclusión fue que, al fin y al cabo, parece que los prodigios no existen...
Sin embargo, Don Fausto y su hijo Pedrito no se dejaron dominar por el escepticismo, y siguieron afirmando a porfía que sí había un fantasma en el bañado, que por un tiempo se ocultaría de los ojos de la gente, pero que de seguro regresaría para vengarse de los incrédulos

domingo, 13 de noviembre de 2011

EN UN BANCO DEL PARQUE

Había gran variedad de añejos árboles; además  plantas ornamentales, flores y césped, todo bien cuidado. Los senderos de balastro serpenteaban prolijos confluyendo en el rosedal, con su fuente en el centro, donde se bañaban mansas palomas y pájaros de todos los plumajes. El parque era vasto. Distribuidos al borde de los caminos sombreados, había numerosos bancos. En ellos, a las horas que otros estaban trabajando, los jubilados se sentaban todos los días del año, excepto cuando llovía o hacía mucho frío.
Al llegar formaban un conjunto heterogéneo, pero luego se iban separando en grupos más reducidos, de acuerdo a los diferentes intereses, edades y temas de conversación, acomodándose naturalmente los afines en un mismo sector.
En sus diálogos revivían épocas pretéritas. Cada cual a su turno, relataba capítulos de su historia personal, a la que ubicaba en un momento ideal y lejano diciendo: “En mis tiempos...” con lo que dejaba en claro que aquellos habían sido días de gloria, los únicos que realmente contaban, cuando las personas eran más solidarias; más hábiles; más trabajadoras y más confiables; las mujeres “buenas” más decentes; las putas mejores putas; los artistas más inspirados; los sabores más puros; la música más melodiosa; los bailes más sanos y divertidos; los perfumes más intensos, las sorpresas más sorprendentes, los crímenes más impactantes; las hazañas deportivas más heroicas y los amores más románticos y ardientes. El presente era una nebulosa de sucesos sin relieve; de relaciones insulsas; de música insoportable; de instituciones decadentes con competidores mediocres, y de jornadas que pasaban unas tras de otras, sin mayores alternativas. Lo que pocos advertían era que antes todo era mejor, porque es mejor ser joven que viejo y además de lejos, no se ven los defectos del paisaje. Como en todas las novelas, había protagonistas y personajes secundarios, que sostenían la versión libre del expositor de turno.
Don Julio rememoraba a menudo, con lujo de detalles, aquella tarde en la que el seleccionado de fútbol de Uruguay se consagró campeón en Ámsterdam en 1928. Estaba escuchando la transmisión radial de la final olímpica en un conocido boliche del Paso Molino, donde se había juntado una multitud, porque por esas épocas no en todos los hogares se accedía a tener un receptor de radio. Para no perderse detalle del emocionante relato, cada uno de los asistentes procuraba estar bien cerca del gran aparato de madera en forma de capilla, con dial iluminado y redondo. De pronto Uruguay convirtió el gol de la victoria y todos los presentes saltaron de alegría, festejando el triunfo. El viejo piso de tablas no resistió el impacto, se hundió y la gente cayó al sótano unos sobre otros. Hubo muchos heridos y hasta algunos muertos, que fueron aplastados por quienes se les desplomaron encima. Don Julio se salvó; según decía, era un niño ágil y liviano y atinó a colgarse del mostrador.