miércoles, 28 de diciembre de 2011

LA FRATERNIDAD DE LA RISA

                            


Los veteranos hermanos Risso vivían sobre una callecita cortada, en una añeja casona que había pertenecido a sus progenitores, fallecidos años atrás.
El barrio era uno de los tantos antiguos y bucólicos que abundaban en aquella ciudad. En él se alineaban casas vetustas con altos zaguanes, amplias habitaciones, patio central con claraboya y fondo con parral. Las personas que las habitaban eran en su mayoría ancianos, al igual que los hermanos, y los más longevos eran francamente viejos decrépitos.  Para ellos todos los días transcurrían como los domingos: por la mañana ya se sentía la inquietud del fin de semana casi terminado y por la tarde la languidez de la siesta era el preámbulo de la desazón del ocaso y la cercanía del ominoso lunes. Pero el lunes amenazante nunca llegaba a los jubilados, aunque persistiera en ellos la sensación de su regreso, y a un domingo le sucedía otro, configurando semanas de siete domingos vacíos, sin alivio al tedio y llenos de presagios desafortunados. También había unos pocos jóvenes y niños, pero eran tan escasos que no alcanzaban para cambiar la atmósfera decadente de aquel barrio.
En invierno era desolador ver el pavimento húmedo; las grises baldosas flojas salpicaban al pisarlas; los añosos árboles de la cuadra habían desnivelado las veredas al desarrollar ávidas raíces y sus ramas desnudas se elevaban como brazos escuálidos, implorando clemencia al frío, al cielo como plomo, al viento helado de las seis de la tarde, a las calles desiertas...
En todas las estaciones las persianas permanecían cerradas, aunque en primavera empezaban a entreabrirse tímidamente sus tablillas movibles. Cuando regresaban las frondas, el ambiente se volvía dulcemente recoleto y se atenuaba la melancolía;  entonces, aquella tranquilidad permitía que se sintiera el arrullo de las palomas o el escándalo de los gorriones al atardecer, cuando se acomodaban para dormir en las copas de los árboles.
El fondo de los Risso era particularmente amplio y allí tenían un galpón donde, por generaciones, se habían depositado los objetos que iban quedando en desuso: viejas máquinas de coser, mesas y sillas a las que le faltaba alguna pata, antiguas camas de bronce con los elásticos vencidos por aguantar tantos cuerpos agitados por el amor o con pesos exagerados; pero mucho más trabajados por la alegría de los nacimientos o la agonía de la muerte. Abundaban las veladoras de diversos aspectos; las cortinas desechadas; las viejas radios destripadas, con sus válvulas cubiertas por una gruesa capa de polvo y los cables salidos; los colchones de lana achatados, con el cotín manchado de herrumbre y humores; las arañas de metal patinado de mugre; los armarios de cocina; los cacharros agujereados; los estúpidos y desamparados adornitos de loza: floreritos, falderos regalones, damas antiguas con el encaje de porcelana hecho una lástima; complejos conjuntos de frutas y flores de imitación, decorando vajilla desportillada... Se destacaba solitaria, colgada de una de las paredes, la máquina de fumigar de cobre, manchada de moho verde, que pesaba un quintal, con su cánula y su palanca, que todavía los hermanos usaban a la espalda algún año que otro, para curar el parral. Había muchos objetos más, algunos reconocibles y otros no. Flotaba en el ambiente un denso olor a encierro, metales corroídos y humedad.
Un día, Mauro, uno de los mellizos, se paró en medio de los trastos a contemplar con melancolía aquella acumulación de nostalgias arrumbadas. De cada uno de los objetos se desprendía una historia, amable a veces, agridulce la mayoría. Al rato llegó su hermano Luis y sin dialogar supieron que ambos pensaban lo mismo, como frecuentemente sucede a los gemelos. Se miraron y al mismo tiempo dijeron: “¿Vamos a vender todos estos cachivaches?”
Mauro reflexionó:
-            Renovarse es vivir.
-            Me da un poco de pena que nos deshagamos de algunas cosas como, por ejemplo, el piano de mamá... la escopeta de papá... las cañas de pescar...  – dijo Luis pensativo.
-            Ya somos viejos y no tenemos hijos ni más hermanos, solamente parientes lejanos con los que nos relacionamos poco y nada. Muchos ni viven en el país... ¿Quién va a querer todos estos trastos cuando nosotros no estemos más? La mayoría van a ir a parar al basurero y la familia se repartirá las pocas cosas de valor que hay...
-            Está decidido. Mañana mismo llamamos al rematador.
El trámite fue rápido y en la tarde del día siguiente llegó un camión que partió como a las tres horas cargado a tope. Debió regresar al otro día para llevarse el resto de los objetos.
Por fin, sobre el piso de color indefinido, quedaron esparcidos trozos de madera, hojas amarillentas de periódicos viejos, antiguos almanaques del Banco de Seguros y otros deshechos que fueron a parar al fuego.
Los hermanos barrieron y baldearon  el suelo del amplio local. Cuando terminaron, se pararon en medio del recinto vacío, se miraron y al unísono soltaron la risa. Las carcajadas fueron tan fuertes que no solamente hicieron temblar los vidrios de las banderolas, sino que las mismas paredes parecieron conmoverse, a pesar de estar construidas con sólidos y antiguos ladrillos. A los hombres ya se les saltaban las lágrimas y les faltaba el aliento. Debieron hacer un esfuerzo para dejar de reír. Salieron al patio y lograron recomponerse. Un minuto después, apenas entraron, ya no pudieron contenerse y volvieron a soltar estruendosas risas con iguales resultados. Tomándose algún respiro, miraron a su alrededor, creyendo que alguien más había llegado y se sumaba a sus carcajadas; tal era el volumen de los ecos que el sonido producía al rebotar  contra los despojados muros.
Entonces sonó el timbre de la casa, que estaba conectado al galpón. Mauro fue a atender el llamado y vio que era el vecino de al lado.
-            ¿Qué pasa, muchachos? Se oyen las risas desde la otra cuadra. Están tan contentos que pensé: ¿se habrán sacado la lotería?
El mellizo lo condujo al galpón sin darle explicaciones. No había necesidad de entrar a la casa para ir allí, porque por el costado de la misma se accedía a él directamente. Una vez dentro, el hombre comenzó a reír compulsivamente, mientras miraba con asombro a los hermanos que, como él, se desternillaban sin que ninguno supiera porqué. En conjunto, los tres sonaban como una multitud jocosa.
En los días siguientes se fueron sumando los del vecindario quienes, al entrar al recinto, se integraban inmediatamente al jolgorio compartido, haciendo que se elevara por los aires un festivo clamor que cada vez se escuchaba desde más lejos. Se comenzó a correr la voz y la otrora bucólica calle, poblada de viejos aburridos, cambió y pasó a ser nombrada como la calle feliz o de la carcajada. El galpón se convirtió en el lugar de la alegría; pero no se podía permanecer mucho tiempo adentro a riesgo de morir sofocado de risa. Como era verano, asistía mucha gente a diario, en especial los domingos, cuando llegaban familias enteras. Los hermanos permitieron entonces que los concurrentes instalaran mesas y sillas bajo el parral. Allí se acomodaban con víveres y bebidas diversas que compartían mientras jugaban a las cartas, las damas o el dominó, siempre con el rostro iluminado por plácidas sonrisas remanentes del paroxismo, sintiendo que la alegría perduraba en ellos. Cuando se iban poniendo algo serios con el correr de las horas, reingresaban por turnos al local para recargar la dicha. Hubo quien dijo que en una sola tarde había hecho reserva de felicidad como para una semana.
El fondo estaba poblado de árboles que daban una fresca sombra y al acrecentarse el número de visitantes, también bajo ellos se ubicaron mesas para acomodarlos. Los niños reían; los enamorados reían juntos sumando felicidades; los matrimonios y los jubilados reían y los tímidos e irresolutos, que siempre se habían tapado la boca para reír por temor a la censura, ahora se carcajeaban abiertamente sin pensar en nada más; muchos mufas y amargados inveterados se acercaron para experimentar el reír por lo menos una vez en la vida.
Se combinaban muchas y diversas risas –las menudas, las altisonantes, las aguardentosas, las que parecían latigazos y las que se sentían como caricias– cada una con su propio sello, condición y tonada.
Ya no alcanzaba el predio para alojar tanta gente. Había improvisadas carpas instaladas para esperar un turno que a veces demoraba dos días. Se usó primero la vereda y luego la misma calle, que quedó así definitivamente cerrada al tránsito. Un día, abriéndose paso dificultosamente entre el gentío, un camión fletero logró finalmente detenerse frente a la entrada de los Risso. Los changadores, luego de abrir la gran caja, procedieron a bajar un antiguo piano. Dirigiendo la maniobra de descarga se afanaba un hombre muy viejo, calvo hasta la nuca, de la que pendía una larga cabellera blanca. Acarreado por muchas manos, el instrumento llegó en pocos minutos al centro mismo del salón, donde fue dificultosamente depositado, ya que quienes lo portaban se reían convulsivamente al influjo del extraño portento que allí sucedía.
-            Espero que no les moleste que haya traído este piano –dijo Spinnetti, el de la melena alba a los mellizos, mientras salía del galpón enjugándose el rostro congestionado por la risa y las lágrimas–. Lo compré hace unos días en un remate de la Ciudad Vieja, ahora no solamente reiremos sino que mientras suene la música, los que están afuera podrán cantar para acompañar tanta alegría.
-            Pero don Spinnetti –le dijo Mauro-  ¿Cómo se las va a arreglar para tocar mientras ríe? Usted sabe que no se puede estar mucho tiempo ahí adentro...
-            Ah, no se preocupen, ya lo tengo pensado: ejecutaré piezas cortas, festivas canciones que duren dos o tres minutos, luego saldré para recuperarme y entraré nuevamente a tocar... y así sucesivamente. ¿Qué les parece?
Aquel hombre era un concertista retirado, quien en sus días de gloria había conocido el halago de los aplausos.
Los hermanos ingresaron al recinto mágico y entre una carcajada y otra se dieron cuenta de que el instrumento era nada menos que el que había pertenecido a su propia madre, el mismo que ellos mandaran a remate un tiempo antes.
Tanta gente junta, con sus aportes, necesidades y miserias hizo que se quebrara la armonía. Los vecinos más próximos, que habían sido los primeros en adherirse a la algazara, comenzaron de a poco a retirarse arrepentidos de haber acompañado en forma irreflexiva aquella loca algarabía general. Renunciaron a entrar al galpón prodigioso, perdiendo entonces la risa. Sus rostros volvieron a ser serios y adustos por ausencia de la alegría. Los disidentes cerraron las puertas de sus zaguanes y, metidos dentro de sus casas, observaban alarmados lo que ellos habían ayudado a desencadenar.
Pero sus problemas recién empezaban. Pronto los timbres de sus viviendas y las manos de bronce de los llamadores no dejaron de sonar ni un minuto, accionadas por los que vivían lejos pero seguían fieles al culto de la risa. Tenían necesidades impostergables: pedían agua, permiso para usar el baño, paraguas si llovía, abrigo si hacía frío y muchas otras cosas más. En principio se dejó pasar a alguno, pero fue tal el abuso y la inevitable suciedad que el trasiego generó dentro de los hogares, que optaron por desatender los llamados con la esperanza de que los pedigüeños se desilusionaran y se fueran a molestar a otro lado. Pero lejos de eso, esa actitud provocó la ira de unos cuantos que al principio insistieron golpeando las puertas con el puño cerrado, presionando el timbre de continuo o haciendo repicar el llamador sin parar y por horas. De nada valió desconectar el timbre o salir furtivamente, a las cuatro de la mañana, a descolgar las manos de bronce. Por contrapartida, los de afuera tomaron objetos contundentes –palos, barretas, piedras etc.- con los que, en venganza, estropearon los revoques, las ventanas y las entradas de los zaguanes. No conformes con eso,  descuajaron las celosías y apedrearon cuanto vidrio encontraron, hasta hacerlos añicos a todos. Por esa razón los dueños tapiaron las aberturas con tablones clavados en los marcos. Al no haber suficientes servicios higiénicos disponibles, los sitiadores no encontraron mejor solución que hacer sus necesidades en los jardines, orinando los rosales y jazmineros o defecando sobre el césped a plena luz del sol. Al cabo de  algunos días, el hedor era insoportable y cuando los vecinos debían salir a la calle, lo hacían con todo tipo de tapabocas. Se veían extravagantes embozados en pleno verano y saltando a la rayuela como si fueran niños o adultos inmaduros, para esquivar las numerosas plastas que tapizaban las salidas. A los sitiados se  les agregaba otro problema a la hora de hacer sus compras  o salir por cualquier otro motivo, pues ya desde que transponían el umbral, eran insultados y acusados de egoístas y desertores.
Los ancianos y los niños lloraban en la intimidad de sus aposentos. Los jefes de familia y sus mujeres bebían tisanas de tilo, melisa, pasiflora, o tomaban calmantes para los nervios, procurando sobrellevar su infortunio con mayor resignación. Como paliativo a lo complicado del egreso, para ir a trabajar los adultos y al colegio los niños, se decidió conectar los fondos por medio de portones hacia una salida común de emergencia que daba a una calle transversal.
Mientras tanto, la presencia de tantas personas generó inconvenientes varios. Se agregaba al olor nauseabundo de heces y orines, la fetidez de los desperdicios acumulados que invadían el lugar y se había formado en la esquina un basural de proporciones, al cual el servicio de recolección de residuos no podía acceder por estar el tránsito cortado debido a la invasión. El lugar se llenó de ratas y otras alimañas que a su vez convocaron a los gatos y perros vagabundos. Los acampados debieron eliminar a varios canes que se habían puesto agresivos y de hecho habían atacado a algunas personas. Se formaban espesas nubes de moscas que aqueresaban todo lo pasible de ser aqueresado e infestaban todo lo que se podía infestar.
Los vecinos, antes de llamar a las autoridades y por consideración a los tantos años de convivencia con los mellizos y su familia, tuvieron la esperanza de que por fin los Risso se hartaran del pandemónium y echaran a la gente con viento fresco. Algunos fueron comisionados para hablar con ellos y ver cómo estaba la situación. Grande fue su desilusión cuando los encontraron sentados a una de las mesas que estaban bajo el parral, comiendo los manjares y bebiendo el vino excelente que le habían traído sus visitantes. Lejos de verse molestos, estaban encantados con aquella interminable fiesta, como de gitanos, en la que eran tratados como reyes y reverenciados como generosos benefactores. Parecían estar ajenos a los graves inconvenientes que había generado en la zona el fenómeno del galpón jacarandoso.
La noticia llegó a los países limítrofes, desde donde vinieron periodistas y visitantes curiosos y ávidos de experimentar el portento, quienes estaban dispuestos a dejar buenos dineros a los propietarios para ser admitidos. Se sacaron cientos de fotos dentro del recinto, en el patio con los dueños de casa, de la multitud, del basural y de cuanta cosa les parecía interesante, para demostrar a la familia y a los conocidos que realmente habían estado allí. Hasta hubo un gringo loco, perteneciente a una secta ecológica, que luego de recomendar un buen aseo, sugirió que el galpón debía ser declarado patrimonio de la humanidad.
También vinieron detractores convocados por los vecinos disidentes, que hicieron un último esfuerzo por desalentar aquella locura antes de llamar a la policía. Apareció una mañana el párroco de la zona, vestido de ceremonia, acompañado por dos monaguillos asustados. Parado en una silla dio un sermón sobre los poderes de Satanás, que hacía perder el paraíso a las cándidas almas que sucumbían a sus tentaciones y diciendo que la risa insensata era un indicador cierto de la presencia maléfica. Mientras tanto, los niños balanceaban los incensarios esparciendo olor a santidad. Señalando el galpón, dijo que allí se había instalado el mal, para confundir a las gentes con una hilaridad que, en exceso, impedía reflexionar y atraía al vicio y la deshonra. Sus palabras eran difíciles de entender entre la rechifla general, pero fue tolerado al punto en que no se le impidió que bajara de la silla y echara agua bendita dentro del local sacudiendo con fuerza su hisopo desde la puerta, sin atreverse a entrar por temor a caer en las garras de Belcebú y ser presa también de la jarana diabólica. Luego, se retiró majestuoso, transitando una brecha que le abrieron los presentes, que aunque lo miraban con sonrisas irónicas y hacían algunos comentarios por lo bajo, no le obstruyeron la salida.
Después aparecieron dos sucesores, con igual resultado. Uno de ellos era un “Pai de Santo”, quien luego de entrar al recinto emitió una larga carcajada, giró un par de vueltas sobre sí mismo y debió salir para no ahogarse de risa. Una vez afuera, emitió un dictamen: en el lugar había un espíritu burlón, perteneciente a un “caboclo” al que los blancos habían matado de risa, haciéndole cosquillas en los pies. Ofreció su colaboración mediante un módico pago, para “limpiar” el terreno y las instalaciones. Su propuesta cayó como un misil. La concurrencia se enardeció ante este atentado contra la alegría experimentada o por experimentar. Lo sacaron en andas y lo tiraron sobre un montón de basura, acumulada en la esquina.
No le fue mejor a un pastor exorcista, que gritó frente a la pieza, como si él mismo estuviera poseído: “Fuera diablo, fuera diablo” hasta colmarle la paciencia  a la gente, con los resultados esperables.
Otro que concurrió para desalentar a los congregados fue el comisario, que antes de asentar la denuncia, intentó convencerlos con buenas razones de abandonar aquel lugar pacíficamente.
-    Esto está generando alarma pública –le dijo a los Risso, que jugaban a los naipes, llenos de contento bajo los árboles.
Ellos le sugirieron que constatara por sí mismo que no había nada de ilegal en aquella reunión y el comisario, que estaba deseoso de saber qué se sentía dentro del galpón, accedió de inmediato. Estuvo un rato allí y después salió rojo y lacrimoso, tratando de contener la risa. Les hizo unas recomendaciones sin fundamento y se fue.     
En verdad y por acción totalmente humana, se estaba generando una sucursal del infierno, pero sin fuego, y los mismos concurrentes pensaron que debían encontrar una solución. Siguiendo el ejemplo del viejo pianista, decidieron aportar elementos que facilitaran la estadía de los que se quedaban. Así llegaron las bacinicas por docenas, que fueron almacenadas en el galpón y que cada uno se comprometió a usar, vaciar en la cloaca de la casa y lavar después, antes de usarlas nuevamente. Se aportaron sillas, sillones y mecedoras para la permanencia en el recinto, que se extendía como promedio unos pocos minutos, pero que algunas personas enfermas o ancianas no resistían de pie. Acomodaron estos asientos todo a lo largo de las paredes, como en los velorios. También llegaron grandes cuadros y bustos de músicos famosos para complacer el gusto del concertista, un tocadiscos con parlantes para complementar las interpretaciones del viejito, algunas sillas de rueda y una cama articulada de vaga utilidad; apareció después una gran heladera compartimentada para conservar alimentos y bebidas, que fue muy apreciada por todos, se trajo un lote de frazadas para repartir en las noches en que refrescaba, calderas y ollas, y un botiquín de emergencia. Alguno, argumentando futuros y peregrinos usos, trajo sus trastos con el fin de librarse de ellos. Después del primero aparecieron muchos otros con cajas de misterioso contenido, sin sentir el más mínimo remordimiento, ni la necesidad de dar explicaciones.
Sucedió entonces que las gentes se ubicaban con dificultad en el lugar porque estaba quedando abarrotado de objetos. Al mismo tiempo, la urgencia de reír allí dentro iba disminuyendo, junto con el volumen de las carcajadas. Las personas empezaron a salir decepcionadas, porque luego de una permanencia de hasta una hora, no habían logrado sino esbozar una leve sonrisa. Los más entusiastas fueron los últimos en irse y en el lapso de un mes ya no quedó nadie en el predio ni en sus alrededores, excepto los dos hermanos.
Se retiró la denuncia policial que finalmente los vecinos habían presentado hartos de los desmanes, porque ya no había nada que reclamar. Volvió la calma...
Entraba el otoño con sus fríos incipientes y su melancolía. El terreno lucía devastado por el exceso de trasiego del estío. Algunos días grises una llovizna helada y barrida arrancaba las últimas hojas amarillentas de los árboles. Se quitaron las tapias de puertas y ventanas, se repusieron los vidrios rotos, se conectaron los timbres y se colgaron los llamadores de bronce en sus antiguos lugares. Volvieron las semanas de siete domingos y la desolación. A los vecinos, que tanto habían luchado por recuperar su tediosa forma de vida, se les presentó una extraña duda. ¿Estaban mejor ahora, sin risas ni alboroto? ¿Habían sido felices por un tiempo sin saberlo y luego habían destruido la alegría? Tenían argumentos en uno u otro sentido, pero no certezas.
Los Risso tuvieron una crisis de depresión que les duró hasta fines del invierno. Ellos no dudaban de que el pasado verano había sido el mejor de sus vidas. Mientras duró, poco habían entrado al galpón porque no necesitaban ser estimulados para reír. Estaban tan contentos, rodeados de aquellas gentes agradecidas y pródigas, que creían haber ingresado al paraíso en vida. Todo se derrumbó y meditando largamente, en los tiempos en que reinaba el frío, ambos ya habían descubierto porqué. Se miraron con complicidad y se entendieron sin palabras. El verano volvería y había que prepararse con tiempo. Era momento de llamar al remate.

lunes, 19 de diciembre de 2011

POR AMOR A MARÍA

                               

El tiempo es el villano del olvido. Los hombres y las historias, salvo excepciones, van perdiendo vigencia en el devenir inexorable.
Por esta causa, debí apresurarme a escribir esto antes de que se borrara de mi memoria. Soy consciente de que es, en realidad, una historia marginal, desconocida y sin relieve, absolutamente ajena al mundo de los que importan.
 Hace un tiempo, conocí a un hurgador que pasaba a diario por la calle donde vivo. Estando yo sentado en la vereda, bajo la sombra fresca del Jacarandá que está frente a la entrada de mi casa, lo veía pasar cerca del mediodía, cuando él regresaba a su rancho en la periferia de la ciudad, cumplida su tarea recolectora en el casco urbano de Montevideo. Iba contento en su carro con ruedas de automóvil, atestado de bolsas de desperdicios que él había recogido para ser reciclados. De ahí también obtenía el sustento de cada día y el de los animales que lo acompañaban: sus perros y su yegüita tostada, que tiraba del carro haciendo sonar rítmicamente sus cascos sobre el pavimento. De a ratos, él le rozaba las ancas cariñosamente con una varita de mimbre, instándola a apurar el paso:
-  Vamos María –le decía–, no me afloje m’hija ¿Pa’ qué le doy de comer entonce’, eh?.
Y ella apuraba un poquito el tranco para contentarlo. Sonaban alegres los cascabeles que el hombre le había colocado en el apero. A veces, por el calorcito del sol, el tintineo y el vino que llevaba en la panza, el conductor se adormecía por algún trecho, pero en general iba comentando las circunstancias de la ruta a la yegüita.
-A ver... ¿qué será eso que pusieron allá, María? ¡Parece un sillón! Sí, María, es un sillón de cuero y  parece de lo’ bueno’... ya sé que el asiento está un poco roto ¿y qué quiere? ¿Que lo tiren sano? Igual... si no es pa’ sentarse usté, es pa’ mí; lo’ caballo’ no se sientan en lo’ sillone’. ¡Qué va a ser pesado, María! Arrime, arrime al cordón que ya lo cargo. ¿Vió? El patrón ahora tiene asiento de lujo ¿qué me dice, eh?
Uno de esos días caí en la cuenta que desde hacía un tiempo atrás, ya no era una yegua la que arrastraba su carro con pértigo; en su lugar el hombre se desplazaba tirando de uno de mano, notoriamente más chico. El esfuerzo evidentemente era tremendo. Me dio pena verlo remontar el repecho, cinchando como un burro, con el vehículo repleto de bolsas. Al pasar le ofrecí entonces agua fresca. Él bebió con avidez dos o tres vasos. Me miró después, directo a los ojos y me preguntó:
-  ¿Vino, no tenés?
-  Tengo ¿pero no te hará mal?
-  ¿Mal? Dame vinacho; se me terminó hace un rato y vengo suave por falta de combustible.
Le traje un vaso lleno y lo bebió de un trago.
-  Mirame, muchacho –dijo y colocándose rápidamente entre las varas se alejó de improviso, con paso rápido, llevando la carga para su rancho del “cantegril”.
Debido a su repentina partida, me quedé con las ganas de preguntarle por la yegua y el carro perdidos. Al otro día, picado por una infantil curiosidad, aguardé a que él pasara, calculando la hora aproximada en que lo hacía habitualmente. Un poco antes llené un vaso de agua y otro de vino. Cuando llegó le pregunté :
-  ¿Tomás algo?
-  Y... bueno. El agua primero, si la tomo después me saca el gusto a vino.
Me senté en el cordón de la vereda y él me imitó:
-  ¿Qué pasó con la yegua?
Bebió un largo sorbo y me miró de reojo.
-  En confianza te v’iá contar, pero que quede entre nosotro’ ¿tamo’? La yegüita voló al cielo, ‘tá en una estrella –me dijo en tono confidencial, después siguió con tristeza en la voz: -Fue el veintitrés de agosto, el día del viento fuerte ¿te acordás? El techo de mi rancho se voló. Al otro día anduve peliando con lo´ vecino’ pa’ juntarme con las chapas; al último por suerte las recuperé todas. A ella no, la María se me desapareció y no la encontré ma’. Pensé que me la habían robado, pero Ramón me aseguró que se la había llevado el viento. A él el viento tamién le había llevado cosas: la palangana, latas de las paredes del rancho y un perro, el má’ flaco de todos.
Según me siguió contando cuando Ramón, temerariamente, se había asomado por un hueco dejado por las latas desprendidas, vio pasar volando puertas, ropa, gallinas, chapas, ramas y palos. También contempló asombrado dos o tres caballos empujados por el viento. Entre ellos pudo ver a María, la yegüita de Toto, que en un momento dado se elevó inesperadamente perdiéndose luego entre las bajas nubes de tormenta.
Yo hice un notorio gesto de incredulidad.
-  Ramón sabe mucho, es mi primo y tamién mi amigo –me aseguró– si él dice que la vio, la vio nomá’.
No nos encontramos por un tiempo y un día en que pasaba, volvimos a conversar del tema. Me contó que desde que desapareció María, cada vez que había una noche clara, él la buscaba entre las miles de estrellas para ver si la descubría en alguna. Pero por más que puso su empeño en escrutar el cielo, no la  pudo divisar. Después de muchas veladas y por causa de la posición forzada, le sobrevino una  tortícolis crónica. Desesperado y dolorido le planteó el  problema a su primo, a quien consideraba muy sabido porque había ido hasta quinto de escuela:
-  Mirá, Ramón: busco y busco, miro y miro, pero no puedo encontrar a mi yegüita. No está en las estrellas, como vos me dijiste...
Ramón le reveló entonces un secreto:
-  Lo que pasa es que hay una parte grande del cielo que de acá no se ve. De este lado ya no alcanzan las estrellas para guardar tanta gente y tanto caballo volado. También están los gatos, los perros: todos los que fueron buenos en este mundo, sean bichos o cristianos, van a parar allá arriba ¡imaginate! Y es igual en todos los países ¡son muchos millones!
-  Ramón... ¿vo’ no me estarás mintiendo? Porque en todas esas noches que me pasé mirando no vi a nadie en las estrellas: ni gente, ni perros, ni nada.
-  Pa’ que lo veas, tiene que ser algo tuyo, Toto. Cada uno encuentra lo que quiso de verdad acá abajo ¿entendés? Cada uno con lo suyo. Además, aunque te parezca mentira, del otro lado del cielo hay más lugar. Es una fija que tu yegua ha ido a parar ahí. Dame tiempo que te vi’a averiguar.
En sucesivas conversaciones, me fui enterando de que el mentado Ramón era bastante más joven que Toto y disponía solamente de un carro de mano para juntar la basura. Vivía con su mujer e hijos en un rancho cercano al de su primo, construido con latas y cartones, mucho más precario aún que el del otro. Por algunos detalles deduje que consideraba injusto que al Toto le hubieran tocado la vivienda y el caballo del abuelo, siendo que él también tenía derecho a tenerlos, aunque se viera forzado a irse de la casa al poco tiempo de juntarse con la Shirley. Toto me contó que ella era “bravísima” y de mal genio. Las riñas entre ellos y con el viejo, que llegaron a ser muy violentas e incluyeron algunos golpes, fueron el pan de cada día y motivaron que el abuelo los echara de la casa.
Sus relatos me permitieron ir hilando la historia de su familia y la suya propia. Entre sorbo y sorbo me narró que Ramón y él pertenecían a una tercera generación de marginados. El abuelo había venido a Montevideo corrido por el hambre, desde un pueblucho del interior. Llegó con su numerosa familia, luego de extenuantes jornadas en su carro tirado por dos caballos, uno de los cuales murió por el camino y el otro apenas llegó vivo. Se afincó en el único lugar que estaba a su alcance: un caserío levantado en terrenos fiscales, convirtiéndose de peón rural en hurgador; desde entonces el oficio fue pasando de padres a hijos.
Toto había nacido cuando su madre era casi una niña y de padre desconocido. Como era muy lento para razonar, la familia le dio poca importancia y lo calificó de “retrasado”. Al tiempo, la madre se fue con una pareja a otro asentamiento de la zona. Hasta hacía unos años solía cruzársela en la calle; la mujer iba en un carro tirado por una mula, acompañada por una caterva de niños de diversas edades y aspectos. Algunas veces se saludaban, manteniendo luego un corto diálogo, como si fueran parientes lejanos. Después la dejó de ver, sus medio hermanos crecieron y se desperdigaron. No estaba muy seguro de qué habría pasado con ellos.
En realidad, la única referencia familiar importante de aquel hombre fue su abuelo. Después de que se fuera Ramón, ambos se acompañaron y compartieron el trabajo hasta que el anciano murió, a los ochenta años. Un poco antes tuvieron que comprar a la yegüita, que por entonces era una potranca, porque la mula “Lola” se les había muerto de vieja. Toto le preguntó al abuelo:
-  ¿Me dejás ponerle el nombre?
-  Cómo no, m’hijo, si total va a ser suya cuando yo ya no esté... Y ¿cómo la va a llamar?
-  María.
Poco a poco noté que Toto pasaba cada vez menos por mi barrio. En una de las escasas veces en que lo volví a ver iba triste, con la cabeza gacha, llevando penosamente el carro. En esa ocasión conversé con él y me dijo:
-  Yo la quería mucho y el viento se la llevó. Te juro que no me dan gana’ ni de chupar vino; no hay día en que no piense en la María y en todo lo que hicimo’ junto’. ¡Qué linda era! Tenía ojo’ grande y el pelo suavecito. No’ mirábamo y ya no’ entendíamo’.  Vo’ sabé que una vez cayeron a mi casa los milicos que andaban de “rásia” por el “cantegril”. Yo estaba con ella en el fondo, mimándola. Uno de los cana’ me preguntó si yo me la cogía. Yo le contesté que era mía y que podía hacer con ella lo que se me antojara. Pero se lo dije por joderlo nomá, pa’ que no se metiera en lo que no le importaba. Yo era güeno con mi yegüita, nunca le pegaba y ella tamién me quería ¿sabé? Por eso la extraño tanto...
Se le quebró la voz y bajó la cabeza.
La última vez que hablé con Toto me aseguró que ya sabía donde estaba María:
-  El Ramón averiguó que está arriba de Francia –me confió muy serio– Y vo’ fijate: ¿Cuándo voy a ir yo a Francia? ¡Andá a saber en que estrella le tocó! Meno’ mal que lo’ francese’ no la van a poder agarrar porque ellos comen caballo’, según me contó Ramón.
El primo le había sugerido que se consiguiera otra potranca pero él le contestó que con lo que sacaba no le daba para nada, además él era hombre de una sola yegua.
Durante un tiempo esperé al infeliz con agua y vino, pero dejó definitivamente de venir. Meses después empecé a ver pasar a un hombre  joven y vigoroso, llevando un carro que yo reconocí como  el precario vehículo de Toto y le pregunté qué había pasado con él. El hombre se encogió de hombros y me dijo:
-  Y... aquel está en el loquero... se rayó. Le daba  por dormir siempre afuera, en el suelo nomá, boca arriba y envuelto en una cobija. Así todas las noches en que el cielo estaba claro. Estaba quedando seco de no comer y al final, un día que amaneció con un frío machazo,  me lo encuentro acostado en el patio, medio morao, hasta escarcha en el pelo tenía y agarré y llamé la ambulancia. Cuando vinieron y lo levantaron parecía muerto; estaba duro como un fierro, con los ojos bien abiertos, babeándose y diciendo pura pavada. Yo, que soy el primo, me apuré a mudarme al rancho d’él pá cuidarle las cosas porque sinó , usté sabe como es la gente... se le mete cualquiera y se le queda con todo.
-  Él quedó mal por lo de María... – le dije mirándolo directamente a los ojos y él desviando la mirada me contestó:
-  Pobre yegüita, quién sabe donde fue a parar... Capá’ que se la robaron aprovechando el barullo de la tormenta pa’ venderla por ahí. Bueno, nos vemo’ Don, cualquier cosa a la orden. Me llamo Ramón.
Ese día comprobé que el cinismo no es patrimonio exclusivo de algunos políticos, tampoco el amor es solamente para los poetas románticos.
Yo no sé si el Toto enloqueció por el hambre y el frío o por el amor perdido, pero comprendí  por aquellos detalles, que sufrió algo parecido a una inconsolable viudez, destruido para siempre y de esa forma, el escaso margen de entendimiento que le quedaba.

domingo, 11 de diciembre de 2011

LA ESFERA Y EL DESTINO

                  

Por el estrecho espacio rectangular de la pequeña ventana, el “Pirincho” Martínez miraba asombrado y con miedo cómo las humildes y precarias viviendas aledañas iban cediendo al influjo del poderoso vendaval. Tal parecía que una mano gigante las zarandeaba inmisericorde hasta que, por fin, algunas de ellas se entregaban y sus paredes de madera y sus techos de lata acababan desperdigándose por los aires. Las chapas se paraban como animadas, vacilaban un poco, se estremecían violentamente y luego levantaban vuelo desapareciendo de la vista en el tumulto del temporal. Las armazones de palos de eucaliptus se desencajaban; los maderos se partían como mondadientes y se iban dando tumbos para quedar después desparramados entre los otros despojos.
En su propio rancho, varios trozos de las endebles paredes se habían desprendido. El techo, compuesto por chapas juntadas por él en los basureros, se arqueaba en forma inquietante amenazando volarse en cualquier momento. Todo el recinto crujía y de pronto la puerta de entrada se abrió con un chasquido y quedó batiéndose violentamente por unos segundos, hasta desprenderse de sus envejecidos goznes.  Botellas, frascos, tarros de azúcar, arroz, harina fueron arrojados de las estanterías, se estrellaron contra el piso de tierra y derramaron sus contenidos. El perchero, ubicado a un lado de la entrada, inició una insólita danza. Las prendas que pendían de él se convirtieron en alas y fue arrastrado hacia afuera con toda su carga de ropa. Martínez reaccionó y salió tras sus pertenencias, recordando que en el bolsillo de un chaleco estaba su posesión más preciada: un antiguo reloj de leontina que había pertenecido a su tatarabuelo y había pasado de generación en generación hasta llegar a sus manos. Esquivó como pudo los objetos caídos y apoyándose en las paredes corrió tras el perchero y parte de su carga, que se alejaba haciendo piruetas, arrastrado por el ciclón. Midió la distancia y calculó que arrojándose  “en palomita” podría atraparlo. En efecto, logró asirlo por su base, pero con desesperación comprobó que la última prenda que quedaba enganchada en él, el chaleco con el reloj, se desprendía y se perdía elevándose y luego, a buena altura, flotaba graciosamente en el viento huracanado.
El Pirincho, sacando la cara del barro donde había caído de bruces, se quedó contemplando desolado como se perdía de vista. El chaleco en realidad no le importaba pero con él desaparecía su reloj, su más valioso objeto, el único vínculo que tenía con sus orígenes.
Aquella maquinaria noble, fabricada en Suiza, en cuyas entrañas giraban ejes y ruedas montados sobre genuinos rubíes, representaba la continuidad de su familia, la esperanza de recuperar antiguos linajes hipotéticos y supuestas riquezas perdidas, y era lo único que sostenía su dignidad después de la debacle económica de los suyos.
Hasta él había llegado por línea paterna, junto con una historia que seguramente había sido enriquecida con los aportes de las diferentes generaciones. Su padre le había contado que sus antepasados eran nobles y que su bisabuelo en particular, fue un segundón que no había heredado los bienes familiares, y lo único que había recibido de su progenitor era aquel reloj de oro con el que emigró a América, a buscar la fortuna que el destino le había negado. Se contaba que por él había luchado valientemente y a cuchillo con un bandolero que pretendió robárselo. Arribó a esas tierras llevándolo en el bolsillo de un chaleco tan viejo y gastado como el que le arrebató el vendaval al Pirincho. Su antepasado inculcó en sus descendientes la idea de que debían mantenerlo siempre funcionando, aun cuando atravesaran las más adversas circunstancias. Así se estableció en su prole la  creencia mítica de que si se detenía, todo el esfuerzo de su apellido por pervivir estaría irremediablemente perdido.
Ciertamente había otros parientes con igual y legítimo derecho a heredar el reloj, pero las circunstancias lo habían destinado a él, también segundón de una familia de nueve hermanos que, con suerte diversa, habían transitado sus vidas. Su padre tenía grandes diferencias con el mayor de sus hijos por razones políticas y ese hecho terminó por distanciarlos tanto, que el muchacho se fue de la casa y del país y nunca más se supo de él. De esa forma, cuando falleció el padre, el reloj pasó a manos del Pirincho y con él  la responsabilidad que aquel legado entrañaba.
Él había estudiado contabilidad y consiguió empleo para llevar los libros de una estancia. Se casó y le nacieron dos hijos. Vivía cómodamente de su trabajo y parecía que, aunque no hubiera hecho la fortuna que esperaba, tampoco tendría un destino miserable. Pero entonces se quebró cuando su mujer lo abandonó para irse a la Argentina con el capataz, llevándose a los niños. Desesperado, hizo averiguaciones para hallarlos. De lo único que pudo enterarse fue que ella, con su amante y los chicos, había cruzado el Río Uruguay por medio de un botero. No tuvo más noticias y les perdió el rastro para siempre.
Aquellos avatares lo habían empujado a la depresión y al alcoholismo. Dejó su trabajo y lo perdió todo. Malvendió sus pertenencias: sus muebles, su mejor ropa y la vajilla inglesa, regalo de casamiento de sus padres. Vivió un tiempo en una pensión pero finalmente, al acabarse el dinero, tuvo que refugiarse en aquel rancherío al costado del pueblo, donde muchos antes que él y por distintas circunstancias, habían llegado para configurar el cinturón de miseria de la ciudad. Levantó su precaria morada y quedó anclado. Ahora vivía de changas; hacía de ocasional alambrador o de albañil, carpía en las plantaciones y recolectaba frutas o verduras cada tanto y así sobrevivía, aunque muchas veces padecía hambre y frío por falta de recursos. Pero el reloj era sagrado: no se empeñaba ni se vendía, por más necesidad que tuviera.
Sorteó la tormenta con gran dificultad y se llegó hasta su rancho, que milagrosamente seguía en pie. Luchando contra el viento, empapado y aterido pudo, con mucho esfuerzo, levantar la puerta y atracarla con un parante que se había desprendido de la estructura de una de las paredes,  calzando el extremo inferior con un viejo baúl. Se sacó la ropa mojada, se envolvió en una cobija raída; luego se tendió en su catre para calentarse y esperar, tapado hasta la cabeza, que pasara lo peor de la tormenta.
Lloró entonces desconsolado, acordándose de su querido reloj al que dio por perdido para siempre. Aquella valiosa reliquia midió exactamente los tiempos de ser feliz, los anodinos y los de endechar de su familia, después de haber cruzado el Atlántico, sostenido por su cadena de oro y guardado dentro del bolsillo del chaleco de su tatarabuelo. Más tarde fue cuidado con dedicación por cinco generaciones, incluido él mismo. Le dolía haber cumplido mal su misión al perderlo, aunque fuera por causas inesperadas. Se dio cuenta que siempre se había sentido como un usurpador, porque en realidad, una vez llegado a América, los herederos de aquella máquina estupenda e infalible habían sido los primogénitos de cada familia y él no lo era. Quizás por eso, el reloj pareció adquirir vida propia en medio de la tormenta y se fue en busca de sus legítimos dueños: su hermano mayor y su descendencia.
Mientras lo tuvo consigo, sintió que de alguna manera todavía había esperanzas de revertir su suerte, encontrar a sus hijos y entregar el legado al varón, aunque tuviera que atravesar difíciles trances para lograrlo. Verse despojado de él en aquella forma tan insólita e impredecible era un presagio cierto de un destino desconocido y fatal. Siempre se había afirmado, por parte de sus mayores, el carácter casi sagrado de aquella posesión y le pesaba en extremo su pérdida.
Pasado el tiempo, no podía dejar de recordar todas las noches, antes de dormirse, lo terrible de su desgracia y de día, cuando salía al campo, miraba intensamente cada parte del terreno, cada árbol, cada escondrijo, con la absurda esperanza de encontrar el reloj de sus desvelos. A veces le parecía ver el viejo chaleco enganchado en una chirca, sobre el pasto o en una cañada, entre los sarandíes, pero luego al aproximarse se desengañaba. Lo inquietaba particularmente el arroyo, con sus aguas impetuosas en invierno que todo lo arrastraban. Luego, cuando venía la seca, lo recorría desde su naciente hasta su desembocadura en el río, caminando kilómetros bajo el inclemente sol de enero, para ver si en el lecho ahora descubierto yacía su querido fetiche. Cualquier objeto que relumbrara a lo lejos lo llenaba de ilusión, y corría hasta él para comprobar abatido que era solamente una lata o un pedazo de vidrio.
Su mente se desbarrancó casi del todo. Había perdido a su mujer y sus hijos, su bienestar y ahora el destino lo había despojado de lo único que lo ataba a sus referencias. Vagó en vano siempre buscando, experimentó la más atroz de las miserias, mendigó comida y fue el hazmerreír de sus vecinos por su verborragia y sus actos sin sentido. Se convirtió en el “loco del pueblo”, siempre vestido con andrajos, al que los muchachos hacían burlas y apedreaban y los mayores compadecían, pero evitaban.
Aquel período de enajenación y pobreza extrema fue pasando y con los años  recuperó el tino suficiente como para volver a vivir de changas.
Una tarde de fines de invierno, en que estaba disfrutando del calor del sol, sentado en el frente de su vivienda, vio venir por el camino a un hombre joven cuyo porte le pareció familiar. Cuando llegó hasta él, el muchacho se detuvo y lo saludó.
-                 ¿Cómo está, don Martínez?
-                 Disculpe... ¿Sabe que su cara me resulta conocida?... Pero no sé quién es usted...
-                 Papá... ¿Es posible que no me reconozcas? Soy Andresito, tu hijo...
La sorpresa no le permitió articular palabra, pero se incorporó con los ojos agrandados por el asombro y ambos se abrazaron llenos de emoción. Conmovido, Andrés le dijo:
-                 Vengo de Córdoba. Pasé primero por la estancia donde vivíamos y ahí me dijeron que estabas por este lado...
-                 ¿Y Mirtita? – preguntó el padre con los ojos llorosos.
-                 Quedó allá con mamá. Están bien.
Se hizo un silencio en que ambos se miraron profundamente. Después Andrés agregó:
-                 Te traje algo... –buscó dentro de uno de sus bolsillos, extrajo un pequeño paquete y se lo entregó– Sé que es tuyo.
El Pirincho, con dedos nerviosos, rompió el papel y allí estaba, enganchado en su gruesa leontina, el antiguo reloj de oro de su familia. Con manos temblorosas lo acercó a su oído y comprobó que estaba marchando. Miró a su hijo interrogante y él le dijo:
-                 Cuando lo conseguí, estaba funcionando... después le fui dando cuerda.
-                 ¡Es mi reloj! ¿Cómo lo encontraste? ¿En el campo? –preguntó casi incrédulo.
-                 No, lo vi en Córdoba, en la vidriera de un cambalache, pero no tengo la más puta idea de cómo llegó ahí. Cuando lo tuve en mis manos confirmé que  era el tuyo por los angelitos volando entre las ramas, estos que tiene en la tapa, y por la inscripción rara esa, de la contratapa. Dejé una seña para que me lo reservaran; pedían mucha plata por él, porque es de oro ¿viste?
-                 ¿Y como fue que pudiste pagarlo? ¿Sos rico?
-                 ¡Qué voy a ser! Hice lo que hago siempre: le afané la plata a un tipo que iba en flor de camioneta. Por desgracia el que estaba con él me quiso primeriar y tuve que quemarlo... al otro le di un culatazo en la cabeza –el joven hizo un gesto de contrariedad–. Ojalá los dos estén vivos, aunque siempre fui chorro nunca había tenido que matar a nadie... Pero lo hecho, hecho está. En fin... con lo que les saqué, levanté el reloj. No lo robé directamente, porque si los milicos me agarraban, me lo requisaban derecho. Ahora lo tenés vos, nadie te lo va a quitar y después, cuando llegue el momento, me lo das a mí y quedamos cumplidos con la familia.
El padre y el hijo se abrazaron, luego hablaron un buen rato de sus cosas y el muchacho se fue con la promesa de volver cuando pudiera.
Martínez se quedó como fascinado sosteniendo su reloj en la palma de la mano, contento de haberlo recuperado pero al mismo tiempo muy triste por el alto precio que había costado: por él, su hijo quizá fuera un asesino y seguramente sería perseguido por la policía. Pero ahora tenía esperanzas. El reloj volvía a su poder y sabía que protegería su destino.

“¡Dadme todo lo que traes!” le dijo el salteador de caminos al pasajero que viajaba en la carroza. En el pescante, colgando de lado, estaba el infortunado cochero con una puñalada en la espalda. El bandido montaba a caballo,  llevaba un pañuelo negro que le tapaba la cara y esgrimía una daga. Temblando, la víctima le extendió una bolsa con dinero. El asaltante le demandó que le diera lo demás de valor que llevaba: sus anillos, un prendedor de rubí y el reloj de leontina que tenía enganchado en el ojal de su chaleco.
-                 Dejádmelo, os suplico, es muy importante para mí porque...
El bandido no lo dejó terminar, se lo arrebató y lo golpeó violentamente en la sien con el puño cerrado en torno al mango del puñal; el otro quedó desmayado dentro del carruaje. El jinete se alejó a galope tendido mientras se desataba una fuerte tormenta.
Manuel Martínez compró los pasajes para él y su familia. Emigraba a América del Sur en busca de fortuna. Subieron al barco y mientras todos se despedían de los suyos agitando pañuelos, se tanteó el bolsillo para comprobar que su reloj de oro, al que la sangre derramada había convertido en una especie de talismán, iba con él; también lo acompañaba el remordimiento de haber matado a un hombre.
Manuel decidió que nunca se desprendería de aquel objeto que tenía un valor mucho más allá del real, porque lo había obtenido mediante un sacrificio humano, propiciatorio de un cambio radical de suerte. Durante todo el viaje fue elaborando una leyenda para sí mismo y para transmitir a sus descendientes. Lo único que lo contristaba era no poder descifrar aquella inscripción en el reverso de la tapa: “Fata viam invenient.”
Ni él ni sus sucesivos dueños se enteraron del significado: El destino siempre encuentra la forma de cumplirse.

jueves, 8 de diciembre de 2011

UN POEMA DE AMOR


Es una flor, una lágrima en suspenso
Que tiembla y luego
Va rodando por la mejilla
Mansamente
Una pizca de aliento
Prisionero en la escarcha
Se aleja hasta una estrella
Solitaria
Y vuelve como un rayo de sol
Atravesando el cristal de mi ventana
Es como un viento recio
Soplando en la montaña
El trino solitario de un zorzal
Cantándole al crepúsculo
La corriente loca de un torrente
Que resuena rozando los guijarros
Un ansia interior que nos sofoca
Un poema de amor
Es la palabra hecha mujer:
Su abrazo tierno…
Aroma visceral
Piel suave que concuerda
Un adiós, a veces un “por fin”
encuentros y recuerdos
Nunca olvido
Voces repletas de motivos
Ahogados gritos de placer,
Risas, llanto, un susurro
Y un gemido
Un poema de amor
Es lo que busca escribir
Este hombre simple
Sin poder abarcar en su decir
Todo el dulce caudal de sus amores
Que han vivido y hoy viven
Gracias a ti, mujer.

domingo, 4 de diciembre de 2011

AROMA DE CLAVELES

                                        

Esa noche, como acontecía seguido en los últimos tiempos, se abrió la puerta del guardarropa. Entre tinieblas, Alberto había escuchado el leve y entrecortado sonido que precedía al posterior desplazamiento de la hoja de madera.  Era un mueble muy antiguo por lo cual la cerradura no funcionaba desde épocas inmemoriales, aunque la puerta siempre se había ajustado perfectamente a su marco y nunca antes se había movido por sí misma. Desde el interior del ropero, salió un rancio aroma a claveles marchitos, que se iría atenuando después, con el correr del tiempo. Las primeras veces, Alberto se había asustado pero, con la repetición del fenómeno, se había habituado a él y ya no se sobresaltaba si, medio dormido, se llevaba la puerta por delante cuando se levantaba para ir al baño por lo menos una vez en la noche.
Con los ojos abiertos en la oscuridad, recordó que el hecho había comenzado a producirse a partir de la desaparición de Celina aquel maldito y aciago dos de noviembre. Aunque esa mañana no la había visto salir rumbo al cementerio por estar en el baño, sabía que lo había hecho como de costumbre, abrazando un gran ramo de claveles granates recogidos en el jardín de los fondos. Esas flores se venían plantando desde años atrás para honrar a los parientes muertos, sepultados en el panteón familiar. En aquella ocasión, no se ofreció a acompañarla porque no se sentía bien después de pasar una incómoda noche sobre el piso del porche de entrada.
-Es obvio que no tenés la menor intención de ir conmigo a llevar flores a la tumba de mis padres. En realidad, nunca los pudiste ni ver ¿te parece que no he tenido oportunidad de darme cuenta? Además, mejor así. Con esa gripe y la alergia que te pescaste por andar trasnochando te va a hacer mal, y después soy yo la que tiene que cargar con el fardo. Deberías  ser consciente de tu edad...
Alberto se encerró en el baño precipitadamente después de oír las hirientes palabras de la mujer. De lo contrario, se hubiese suscitado una terrible discusión y él  ya no tenía capacidad para seguir soportando aquellas situaciones. En consecuencia, sabía que no lograría controlarse. Su ira acumulada en tantos años haría  que reaccionase con violencia por primera vez. Afortunada e inesperadamente Celina calló. Desde su encierro creyó oírla salir taconeando su fastidio, como siempre que se molestaba con él. El eco de sus pasos se perdió a medida que se alejaba. No pudo percibir el sonido de  la puerta de entrada al cerrarse tras ella, pero supuso que ya debía haberse marchado. Sin embargo, esperó un poco para asegurarse de que era así y una vez en la habitación acomodó dos o tres cosas, se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza.
El cementerio de la Chacarita no quedaba muy lejos pero llegó el mediodía y de Celina ni noticias. A eso de las tres de la tarde, Alberto ya muy extrañado y afligido decidió ir a buscarla. Traspuso los portones de la necrópolis y cruzó rápidamente el pabellón de entrada, sin detenerse a persignarse ante el Cristo crucificado, al contrario de su costumbre. Caminó con prisa por las calles y senderos flanqueados por adustos y lujosos monumentos fúnebres que parecían pequeñas mansiones y convertían a esa parte del cementerio en una suerte de ciudad de los muertos. Avanzaba con dificultad eludiendo a los numerosos dolientes que transitaban por allí. Sentía que el resfriado le había recrudecido. Tosía y estornudaba de continuo, le lloraban los ojos y le escurría agua de la nariz. Contrariado, mientras se enjugaba las secreciones con el pañuelo ya empapado, tuvo que reconocer que una vez más su mujer había tenido razón al respecto.
Después de un torturante recorrido, llegó al panteón de la familia, ubicado en una zona arbolada y  menos árida por donde circulaban pocas personas. Notó alarmado que los claveles que Celina llevaba al salir no  estaban en los recipientes habituales y en su lugar permanecían los ramos marchitos, puestos en ellos en la visita anterior. Algunos rayos de sol iluminaban la superficie de mármol oscuro, y los destellos de las inscripciones de bronce le herían los ojos irritados acentuando su llanto. Parecía un viudo afligido, lo que no llamaba la atención en aquel lugar tan apropiado para el desconsuelo. Recorrió los alrededores infructuosamente: su mujer no se veía por ningún lado. Supuso que podría haberse encontrado con alguien conocido, como había sucedido en otras oportunidades. No caminó más allá y decidió, en cambio, volver atrás y pararse a esperarla en la entrada.
Caía la tarde y las sombras se adueñaban del lugar. Las formas se iban desdibujando en la penumbra creciente. Los últimos visitantes, la mayoría de más de cincuenta, se retiraban con los semblantes circunspectos, a paso lento, como denotando que allí dejaban jirones de vida pasada. Quizá padecían la culpa de seguir vivos.
Cuando un funcionario se dispuso a cerrar el portón, detrás de los últimos en retirarse, Alberto, con los ojos llorosos (un poco por la angustia y otro poco por su alergia) le preguntó con notoria ansiedad si no quedaba nadie más adentro. El hombre le aseguró que no. La respuesta lo llenó de aprensión y partió de inmediato con paso rápido rumbo a su casa. Sin embargo, al llegar se detuvo frente a ella como si tuviera temor de entrar: la desconocía. La contempló entonces como si fuera por primera vez, impresionado por la imagen de aquella vivienda antigua conformada por dos cubos grises: uno grande (la planta baja) y uno más pequeño que constituía un segundo piso, con sus ventanas rectangulares y altas, cuyas persianas permanecían cerradas en todas las estaciones, aunque se presintieran ojos escrutadores ocultos tras los visillos apenas abiertos. Siempre había considerado que aquel empaque era algo siniestro. Observó los tres escalones de mármol que llevaban al porche de entrada. Estaban gastados en el centro  por el trasiego de personas que los habían pisado durante más de un siglo.
 Lleno de malos presentimientos, caminó hasta la puerta principal e hizo girar la llave con mano temblorosa. Recorrió el pasillo y una vez traspuesta la cancel, gritó: "¡Celina!" Nadie respondió. Repitió varias veces el llamado, mientras recorría la casa oyendo el eco de su propia voz, pero fue inútil. Salió al fondo y buscó allí. En el jardín trasero reinaba el silencio y las plantas se mecían suavemente saturando con su aroma la brisa del anochecer. Tampoco encontró a su mujer en aquel lugar. Entró corriendo y se dirigió al dormitorio.  Se quedó frente a la ropería como dudando qué hacer. Finalmente se decidió y abrió la puerta del colgador. Allí estaba, en su percha, el tapado liviano que sin duda se habría puesto al salir esa misma mañana. Exhalaba un fuerte perfume a flores mustias, que parecía estar impregnado en la tela. Bajó la vista y en el piso del mueble vio esparcidos los claveles que ella había cortado. Pensó que quizá hubiera sucedido un imprevisto que obligara a Celina a volver a la casa de prisa,  mientras él la buscaba en el cementerio. Seguramente, antes, lo habría llamado por teléfono en forma infructuosa   para avisarle del contratiempo. Luego, debía haber salido por el motivo que fuera y regresaría en las próximas horas. No había razón para alarmarse; lo más prudente era esperar un poco más para darle tiempo a volver.
Estaba muy cansado y se tendió en el lecho. En ese momento notó que junto a él descansaba la Venus de ébano. ¿Quién la había sacado del baúl? Simultáneamente, descubrió que el armatoste, donde se la guardaba, había desaparecido de la habitación y sus llaves se encontraban sobre su mesa de noche. ¿Sería posible que Celina hubiera hecho todo esto para confundirlo? Era bien capaz, como lo había demostrado tantas veces antes…
Se quedó dormido de inmediato, sin retirar la estatua de la cama, y fue presa de un sueño profundo. En la madrugada lo despertó el quejido entrecortado de la puerta del guardarropa al abrirse. Un denso y agobiante aroma a claveles marchitándose, que le provocaba desagrado por su intensidad,  invadió el aire y saturó su olfato.
"Celina ha vuelto" pensó e inmediatamente prendió la veladora. Pero ella no estaba, solamente vio frente a él, dentro de la ropería cuya hoja se había abierto por sí sola un momento antes, el tapado colgando de su percha y los claveles mustios desparramados debajo de él.
En los días siguientes nada supo de su mujer, pero pensando que las malas noticias llegan rápido, consideró razonable seguir esperando y mientras tanto se dedicó a recorrer las calles de Buenos Aires sin itinerario fijo. Con mirada atenta, observaba los rostros de las cincuentonas entradas en carne buscando el de su esposa. Llegó incluso a perseguir a cualquier mujer que de espaldas se pareciera a Celina. Cuando llegaba hasta ella, se le ponía al lado y escudriñaba su rostro en forma insistente para comprobar si aquella persona era quien él pensaba. En todos los casos, solo cosechó decepciones y hasta algún improperio debido a su atrevida inspección.
Comía cualquier cosa y muy poco, así fue perdiendo peso día tras día. Por las noches caía rendido luego de sus largas caminatas erráticas. Antes de dormirse completamente, penetraba en un limbo y sucedía lo de la puerta: se abría con una cacofonía como de  uñas al arañar un vidrio. Luego, la hoja se desplazaba con un lamento de alma en agonía y al final el silencio y el olor penetrante que terminaban por despertarlo del todo. Había ideado trabar la puerta con un trozo de papel doblado varias veces. Este recurso nunca funcionó y al cabo de las muchas noches, ya no prendía la luz sino que levantaba a tientas el papel, que siempre caía en el mismo sitio, sosteniéndolo contra el marco con una mano, mientras que con la otra empujaba la puerta rebelde.
Se volvía a acostar pero ya no podía conciliar el sueño ni evitar los recuerdos y consideraciones sobre su vida, que insistían en poblar su vigilia. Desde el noviazgo, Alberto fue menospreciado por aquella familia de engreídos porque no tenía bienes, su sueldo era magro y a juicio de ellos no demostraba ningún afán de progreso. Cuando se casaron, tuvieron que quedarse a vivir con los suegros en aquella casa espaciosa y ajena para él, a la que los noveles esposos no aportaron ni un florero. Los numerosos regalos recibidos en la boda -platería, loza, cristalería, pesados adornos etc.- fueron guardados casi sin desenvolver dentro del arcón de gran tamaño que tapaba la entrada del sótano,  que se ubicaba  debajo del dormitorio de ambos. El pesado cofre quedó para siempre cerrado, porque los padres de Celina consideraban su contenido falto de estilo, redundante o inarmónico con la elegancia en que estaba amoblada y decorada la vivienda. Para Alberto, el objeto era un adefesio; de solo verlo, se sentía ofendido porque dentro de él estaban los despreciados obsequios de sus familiares, los primeros en ser desechados por sus suegros y su mujer, entre los cuales había uno que le gustaba en especial,  al que hubiera querido ver colocado en algún lugar importante del hogar. Se trataba de una estatua de la Venus de Milo, tallada en madera de ébano y por lo tanto bastante atípica debido a su color y también a su tamaño para ser un adorno: medía aproximadamente un metro y por su peso hubiera requerido un pedestal para ser exhibida en la sala. Pero la negación de Celina a su pedido de colocarla allí fue terminante: "Es simplemente espantosa, no vamos a ponerla en ningún lugar, guardala en el baúl con los demás mamarrachos." Era el regalo de Gerardo, su tío más querido. Aquel hombre se había desprendido de la talla (a la cual prodigaba gran admiración y afecto) no sin pena, porque lo había acompañado más de medio siglo. La había traído al regreso de un largo viaje por países lejanos, a los que iba con frecuencia en su juventud, por motivos de trabajo. Ya anciano, sintió que debía regalarla a su sobrino preferido, quien tantas veces le había manifestado su interés por ella.
Desgraciadamente, el tío había muerto de una embolia en la madrugada siguiente a la celebración de la boda, justo después de que llegara a manos de los novios aquel presente tan poco apreciado por la contrayente y su familia. Ni siquiera por el notorio pesar del flamante esposo, tuvo Celina un rasgo de generosidad admitiendo a la Venus en la sala, tampoco trató de consolarlo ni le dio el pésame. Alberto sentía dolor al pensar que la obra de arte había sido menospreciada y no podía dejar de imaginar la indignación que hubiera provocado en su tío el destino oprobioso que había sufrido su estatua al ser encarcelada en un indigno baúl, con el que Alberto tropezaba reiteradamente. Cada vez que eso pasaba, quedaba con las rodillas machucadas, lo que aumentaba su desagrado por aquel infame cajón. Siempre había querido meterlo al sótano, pero no se había atrevido ni a plantearlo, porque en aquella casa todo era inamovible, al menos que su mujer y suegros decidieran el cambio. En realidad anhelaba extraer de él los regalos de sus parientes y muchas veces, durante las duermevelas que experimentaba después del almuerzo apoltronado en uno de los mullidos sillones de la sala, creía ver aquellos presentes ubicados en lugares de la casa de donde, en su imaginación, se habían  removido los originales para sustituirlos por los que él prefería, en especial la Venus. Durante la niñez y juventud había contemplado aquella figura en el despacho de su tío y siempre le había parecido bella, misteriosa y al mismo tiempo cercana, cómplice...
 A las horas de las comidas, todos, incluida su mujer, tenían como tema principal de conversación las falencias de Alberto y su numerosa familia, a la que consideraban mediocre en comparación a ellos, que se sentían casi nobles y casi adinerados. Las frases más mordaces las decía el suegro, mientras hacía tintinear su copa de cristal, golpeándola lenta y repetidamente con una cucharita de plata.
-Es necesario que Ud. comprenda, Alberto, -tlín-, que mi hija está acostumbrada a vivir bien., tlililín ¿Qué sería de ustedes dos sin nuestra protección? –tlín- Después de años sin amor, mi nena lo conoció a usted ¡qué íbamos a hacer! –tlín- No podíamos negarle su felicidad y es más: ya ve cómo hemos apoyado su decisión. Pero eso no significa que usted se deje llevar por la situación y no procure progresar en la vida –tlín- ¡Vamos, hombre, trate de conseguir un empleo mejor! –tlín- Tome ejemplo de nosotros y deje de lado los modelos de su familia...  -lo decía con un insoslayable regocijo interior de poder menoscabarlo y hacerle sentir su condición de mantenido, mientras el insistente tintineo de la copa acentuaba aquellas palabras insidiosas y crueles de aquel hombre de apariencia aristocrática, siempre serio, ceremonioso y bien vestido.
Las opiniones del yerno eran puntualmente desacreditadas y nunca tenidas en cuenta, razón por la cual después de un tiempo, dejó de expresarlas. Entonces, lo tildaron de anodino y falto de personalidad. Tanto los padres como la hija habían encontrado en él el blanco perfecto de su desprecio y  mismo tiempo, les proporcionaba una constante reafirmación de su  pretendida superioridad. Era el último de la fila, el que todos abuchean a la menor oportunidad.
En aquella familia se recibían escasas visitas de amigos o parientes, lo que contribuyó a que entre ellos se estableciera una relación insana y obsesiva en la que  la mujer y los padres se concentraban en inventar ingeniosas formas de obtener diversión a costa de la dignidad del consorte, quien permanecía callado y cabizbajo mientras le llovían comentarios degradantes. No tuvieron hijos porque Celina siempre se negó a ello diciendo que no quería mezclar su sangre patricia con la de un pusilánime. Llevaban varios años de casados cuando murieron los suegros con poca diferencia de tiempo uno de otro. Alberto, que conservaba ciertos pruritos morales, se resistía a asumir su alegría y alivio interiores, hasta llegó a convencerse a sí mismo de que estaba afligido y extrañaba a sus torturadores morales. Fue por esa época que perdió el empleo y ni se molestó en buscar otro. Había suficiente dinero para él y su mujer de por vida: ella había heredado la casa, otras propiedades y rentas de la familia. Él presumió que disminuiría el suplicio del cual había sido objeto durante años, al desaparecer dos de sus  ensañados hostigadores. Sin embargo esto no sucedió, sino todo lo contrario: en su mujer se instalaron, con todo poder, la mordacidad y el desprecio de los padres, como si la hija hubiera sido poseída por aquellos execrables espíritus familiares. Ya no utilizó solo su verborragia hiriente, sino que en ocasiones pasó al plano físico. Le hacía pequeñas maldades humillantes como despertarlo de improviso por las mañanas con gotas de agua helada en la cara o pinchazos en los pies con una aguja, si consideraba que él había dormido más de la cuenta.
-¡Despertate inútil! El que no trabaja no puede estar cansado. Y ahora no vas a desayunar, tenemos que salir de inmediato para la inmobiliaria a buscar mis rentas, de las que vivís tan cómodamente sin aportar nada...
Si aparecía algo roto o se perdía alguna cosa siempre era su culpa. Llegó a sospechar que era ella quien estropeaba u ocultaba los objetos con el fin de mortificarlo y gritarle que era un estúpido atolondrado.
La noche anterior a la desaparición, sucedió algo que le resultó, entre todos los reiterados denuestos el mayor, porque lo expuso al escarnio público. Él se demoró en casa de unos  parientes y no llegó a la hora convenida. Al regresar y tratar de entrar a la casa, no logró abrir la puerta con su llave. Se dio cuenta que Celina la había trancado por dentro con el pasador. Tocó el timbre con insistencia e incluso golpeó repetidamente el llamador de bronce en forma de mano, pero ella no atendió. Al rato la mujer se asomó por una ventana recriminándolo a los gritos por su idiotez; armó tal alboroto que, sin lugar a dudas, fue oída por todos los del barrio. Remató su airado discurso con la frase:
-Perdiste la llave como perdés todo lo demás, Albertito. Ahora, por imbécil vas a dormir afuera.
Los vecinos, que no la apreciaban y sentían por él un desdén acorde a las circunstancias, balconearon la escena divertidos.
Alberto pasó la noche acurrucado en el porche. Se sentía más humillado que de costumbre por haber permanecido allí, a la vista y paciencia de todos, hasta que su mujer abrió por fin la puerta a la mañana siguiente, cuando ya estaba el sol alto y pasaban algunas personas que lo miraron de soslayo, con expresión de desprecio y curiosidad.  Entró muerto de frío y entumecido por la mala noche, mientras ella se reía de su apariencia y se burlaba de él. Celina había puesto el tapado liviano en el respaldo de un sillón y sobre la mesa del comedor el gran ramo de claveles que había juntado momentos antes para llevarlos al cementerio.
Alberto, sin decir palabra, se dirigió con rapidez al dormitorio. Celina fue tras él para seguir atormentándolo con sus ironías. El hombre entró al baño y al salir todo era silencio. Quizá decepcionada, ella comprendió que sus esfuerzos por hacerle perder el control eran inútiles y decidió marcharse. El hombre dio alguna vuelta más, después se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza. Esa fue la última vez que se vieron.
Los prolongados paseos a pie por diversos rincones de la capital hicieron que descubriera que la ciudad tenía ángel. La encontró impregnada de un encanto especial pese a lo vertiginoso de su ritmo. La convivencia con Celina había sido tan absorbente que él había olvidado sus propias vivencias. Ahora, era como si regresara de una larga ausencia y empezara a conocer su ciudad, que había cambiado bastante después de casi veinte años de indiferencia de su parte. Las mujeres se le presentaban más atractivas y desenvueltas, algunos edificios habían surgido y otros ya no estaban. Notó mejoras y deterioros, que seguramente había visto antes, pero en los cuales no había reparado en absoluto. Se habían multiplicado las coloridas luces nocturnas y muchas fachadas, antes monótonas y grises, lucían ahora los tonos más alegres y variados. La gente era definitivamente más agresiva y menos dada a la amabilidad o la educación en el trato, y para nada dispuesta a sostener un diálogo con extraños. También se producían más delitos violentos: tuvo la oportunidad de ver rapiñas a pleno sol y la fortuna de no sufrirlas.
Antes había recorrido la urbe en colectivo o, después de casado, en el auto de su mujer, quien nunca le había permitido ir al volante porque decía que seguramente, con su torpeza, tendrían un accidente. Ahora ya era tarde… Después de tanto tiempo de ser negado como conductor hábil, se había convencido de que no podría manejar sin riesgos y hasta consideró vender el auto en vista de que Celina no aparecía, pero cuando planteó su idea en la escribanía que manejaba los asuntos de su mujer, le dijeron que si ella no lo hacía directamente, no era posible. También empezó a tener problemas con los cobros de las rentas que por un breve lapso había percibido sin dificultad. Desde el principio le preguntaron porqué ella no venía personalmente y, con correr del tiempo,  empezaron a mirarlo con creciente suspicacia hasta que ya no le dieron más el dinero y le exigieron que para percibir los próximos pagos debía presentarse con Celina, o bien traer un poder firmado de puño y letra de ella.
Se cortó la entrada de dinero fácil. La mujer seguía desaparecida, pero él ya no pensaba en su regreso sino en cómo seguir subsistiendo. El primero en irse fue el auto. Puso un aviso en el diario y como la situación del vehículo era irregular, debió venderlo a muy bajo precio a quien aceptó las condiciones sin hacer preguntas. Después se fueron yendo de a uno los  muchos objetos de valor que había en la casa: los cubiertos de plata; la cristalería fina (entre la cual se encontraban los vasos tintineantes que acompañaban las monsergas del difunto suegro); las joyas que Celina tenía en la casa, fuera del cofre del banco por ser de uso permanente; los objetos de arte que eran puntualmente suplantados, uno por uno, por los que habían estado dentro del baúl y tenían mucho menor precio. Conservó la Venus de ébano, la cual a pesar del alto valor que seguramente tenía, permaneció en el lugar en el que había sido colocada: del lado de la cama que fuera de Celina. Como ella, la estatua nunca lo abrazaba, pero era lógico porque no tenía brazos. Sin embargo, era mucho más cariñosa que su mujer y quizá menos dura y rígida. Además nunca lo ofendía ni lo insultaba, sino que le hablaba durante las noches con una vocecita apenas audible, siempre ponderándolo y diciéndole cosas amables, nunca un improperio o una agresión. Ningún otro lugar de la casa le pareció más digno de Venus que el lecho matrimonial. En sus frecuentes diálogos, jamás mencionaban a la esposa ausente aunque él sabía que la mujer de ébano la odió desde el preciso momento en que Celina, personalmente, la sepultó en el baúl.
Ya no estaba la empleada. Nunca más la había visto después de la desaparición de Celina. No le importó demasiado: quizá se había confabulado en contra suya con su ama, como en muchas ocasiones anteriores, o podía ser ella la que tocaba el timbre insistente e infructuosamente por las mañanas durante las dos semanas posteriores a la ausencia de la patrona.  En consecuencia, la casa se transformó en un caos: él no sabía ni quería intentar ordenarla o limpiarla. Se acumulaban los platos sucios, la mugre de toda índole, y el sarro en los aparatos del baño. El aroma a limpio, característico de la vivienda en otros tiempos, cambió por un olor fétido a desperdicios en descomposición. Sin embargo, no se sentía molesto por la mugre y la hediondez imperantes, en épocas de pulcritud había sido tan infeliz que dio la bienvenida al repugnante cambio.
Su vida se convirtió en una rutina que lo hizo sentir como si hubiera ingresado a la eternidad. Amaba sus paseos erráticos, cuya razón ya no era encontrar a su mujer; comía lo que quería a cualquier hora y en cualquier lugar; dormía junto a Venus y ambos se reían del fenómeno de la puerta; tenía sus amados y antes desechados objetos ubicados bien a la vista; dormía largas siestas; ya no oía reproches o denuestos ni debía rendir pleitesía por no aportar dinero a la casa. Perdió la noción del tiempo, dejó de visitar a su familia y de frecuentar a sus conocidos, no contestaba el teléfono ni franqueaba la puerta. Dejaba que, como lo había hecho con la limpiadora, llamaran reiteradamente sin obtener respuesta y después se marcharan. Así desfilaron, sin él constatarlo, algunos parientes de su mujer y otros conocidos. El teléfono sonaba insistentemente al principio, molestándolo con su estridencia. Solucionó el problema arrancando el cable de la pared.  De esa forma quería castigar a Celina por su tardanza en volver. ¿Creía acaso esa infeliz que su ausencia lo había devastado? Ya vería, si es que lograba entrar, que la casa estaba sucia, que él no había desesperado por su ausencia y que había sido reemplazada por otra. Mejor que no regresase ¿quién la necesitaba? Alberto se sentía mucho más cómodo sin ella y no le faltaba nada: ni dinero, ni amor, ni tranquilidad.
Una mañana, cuando apenas clareaba, abrió los ojos medio dormido. La ropería había desaparecido de su lugar frente a la cama. En ese sitio se le presentaba una pared oscura. ¿Sería que Celina había regresado por la noche y retirado el mueble de allí? Trataba de ajustar sus ojos a la penumbra reinante. No, no era posible que su mujer tuviera la fuerza necesaria para mover el pesado armatoste. Quizá había venido con alguien que la ayudó a hacerlo o podía ser que él estuviera todavía medio dormido y soñando... Venus no estaba a su lado y notó que la cama se había vuelto angosta e incómoda. Se  sintió abandonado e inseguro y su consciencia se llenó de amargura. La luz del amanecer le llegaba desde su derecha. Volvió la vista en esa dirección y descubrió las rejas que iban desde el piso al techo. Percibió al principio unos rumores quejumbrosos, suspiros e imprecaciones que fueron subiendo de tono, como si el avance de la luz del día los incentivara hasta volverlos gritos, golpes, insultos, toses: todos ellos sonidos desagradables, tristes, airados que pararon súbitamente al oírse el golpeteo de los bastones de la guardia sobre los barrotes.
- ¡Buenos días reclusos!¡Arriba! En media hora al patio para pasar lista. El que no esté pronto o se haga el vivo se queda sin recreo ¿estamos?- La voz del guardia era dura, autoritaria, sin inflexiones.
Vio que otras personas se incorporaban pesadamente de los camastros vecinos al suyo, escupiendo maldiciones. Uno de ellos se dirigió a él y le dijo con sorna: “Che, mataminas inútil, estirá las jergas y prepará el mate pa’ nosotros. Hay que limpiar el cagadero y tratá de bañarte antes del conteo o te van a dar palo. Ya sabés cómo es acá”.
Mientras, con desconsuelo se disponía a cumplir las órdenes de su feroz compañero de celda, recordó a Celina. ¿Porqué no habría vuelto? Quizá lo hiciera uno de esos días, lo rescataría y podría regresar al hogar de su infortunio, que ahora le parecía un paraíso comparado con su situación actual. Cavilando esto evocó con nostalgia a su minusválida Venus que, aunque nunca pudo abrazarlo, fue quien le dio un atisbo de felicidad a su vida.
Esa noche, cuando todos dormían en la celda, tomó el trapo que oficiaba de sábana y lo fue enrollando lentamente. Luego lo pasó por uno de los barrotes del ventanuco que estaba bien alto sobre su cama, se lo ató al cuello y saltó hacia la única libertad posible.