lunes, 26 de noviembre de 2012

                       ESPERANDO A UN DIOS CHUECO

La noticia era repetida por buena parte de los pobladores del barrio. La anciana madre iba visitando a los amigos en los boliches y cantinas de la zona. En la casa de conocidos, en los mismos hogares de las amantes de su hijo preguntaba por él, pero nada, ninguna referencia exacta que llevara a dar con su paradero. A la búsqueda se fueron sumando voluntarios y curiosos intrigados.
Toda aquella solidaridad se fue diluyendo y en el devenir se desgastaron los esfuerzos que hasta habían invadido la realidad de lugares más alejados. La madre acudió a las autoridades y hasta hizo algún llamado radial, pero todo fue inútil: al Chueco Pitico se lo había tragado la tierra. Se había esfumado de forma parecida a la de esos personajes históricos a quienes el imaginario popular había adjudicado inmortalidades o vida eterna en una dimensión diferente. En definitiva, como decía el Bocha Molina, desaparecer como lo hizo el Chueco no era morir aunque fuera descomedido el haberse ido sin decir adiós.
El Bocha, durante toda su vida, había sido hincha de su admirado Chueco y también relator de sus hazañas. Fuera del ámbito familiar fue quien más lo quiso y lo echó de menos. Debido a su ausencia abrupta y misteriosa se quedó sin historias nuevas. No obstante mantuvo la fidelidad al recuerdo de la trayectoria azarosa del perdido. Habituado como estaba a vivir contando lo ajeno, era evidente que en su subconsciente se había instalado por efecto de una admiración extrema una presencia que convivía con él dormido o despierto. Su manía de revivir la historia del Chueco se manifestaba principalmente noche a noche en la sede del Club del barrio.
En los tiempos inmediatamente posteriores a su ida, muchos se reunían en torno al Bocha para escuchar las anécdotas sobre las andanzas del perdido, pero el tiempo es el villano del olvido y la mayoría de los escuchas se fueron retirando paulatinamente, hartos de oír cuentos repetidos. Otros temas más actuales y de mayor convocatoria, como el fútbol y la política le fueron quitando prioridad a la verborragia del Bocha y pese a que se esforzó en adjudicarle hazañas nuevas al desaparecido ya no lograba atraer la atención, en particular de los más jóvenes, que lo borraban de frente apenas amenazaba con iniciar un relato. El narrador se sintió entonces quebrado anímicamente, como traicionado por el sujeto de su admiración, como un niño al que le quitan su juguete preferido y de repente tuvo miedo de que su héroe se hubiera muerto de veras. Aquella ausencia iba superando su limitada fuerza de voluntad. Se sentía despojado y sin asunto. Ya no habría nuevas historias del Chueco. El perder auditorio era como ir perdiendo partes de sí mismo y tuvo miedo que todo su yo se esfumara como el Pitico.
Recordó que el viejo Toto tenía veleidades de escriba y en un postrer intento de mantener vivo a su personaje y a su vez  mantenerse vivo a sí mismo se iluminó con una idea y la puso en práctica. El veterano se acomodaba ante una mesa, junto a una de las ventanas en la sede el Maravilla Fútbol Club y él lo conminaba:
-Vos empezá que yo te cuento: una vez fuimos a jugar a la cancha del Orilla. El Chueco sacó por aire una pelota en el área nuestra, después corrió mirando para arriba y cuando la guinda ya caía frente al arco contrario, de bolea la clavó en un ángulo. El pobre golero se quedó quietito como se quedó Carrizo, según Solé, en aquella final de la Copa América que Peñarol le ganó a River argentino. Te cuento otra: vos sabés que en las ruedas de “Yebelé” siempre se avivaba de los dados cargados, armaba piñata y cuando la tremolina terminaba, él tallaba con sus propios dados aun más cargados que los otros. Así ganaba guita todos los sábados y domingos en las canchas del barrio, mientras se jugaban los partidos de fútbol.
De ese modo quedaron registradas por escrito las andanzas del Chueco, algunas de ellas muy divertidas pero bastante reprochables, aunque provocaran risa a quienes las oían y furia a los que fueron perjudicados por ellas. A veces desaparecían animalitos domésticos como cotorras, palomas, conejos y hasta perros y gatos. Se decía que el Pitico los robaba con diversos fines: para comérselos o venderlos según fuera el caso y cuando las desapariciones coincidían con la llegada de algún circo, se sospechaba que los negociaba para alimento de las fieras.
Pese a esas prácticas, nunca se le consideró un delincuente ni despertó animosidad en la gente, más bien generaba cierta admiración en aquellos que hubieran deseado tener su audacia. Sus pecados resultaban pintorescos hasta allí y siempre salía con una fechoría nueva que superaba a las anteriores causando risa o bronca según fuera el caso.
Pasaba el tiempo y el Chueco no aparecía. Entonces el Bocha reanudó la búsqueda porque no podía convencerse de aquella pérdida repentina. Recorría el barrio con la peregrina esperanza de toparse en cualquier esquina con su antiguo amigo. Entraba en los boliches y hasta se colaba en las timbas clandestinas, a riesgo muchas veces de ir preso junto con los subrepticios apostadores. Nada.
La tristeza y la nostalgia se instalaron definitivamente en el alma del Bocha buscador.
La desesperanza lo fue venciendo y caminaba cabizbajo y lento por las calles del barrio. Pero un día en que iba transitando como de costumbre vio de pronto yendo por la acera a un botija que era un Chueco en miniatura: tenía las piernas arqueadas y al igual que el Pitico, un pelo lacio del color de las hojas secas. Recordó entonces a algunas de las ocasionales amantes del perdido y se dedicó a buscar los domicilios de ellas. Por lo menos en tres casas descubrió Chuecos en miniatura de edades más o menos aproximadas.
De pronto se sintió redivivo. Una potente energía lo galvanizó y se le presentó nítida la figura de su camarada. Él sintió que debía acercarse a aquellos chicos y atraerlos de alguna manera. Era una apuesta segura a disfrutar de una triple prolongación del Pitico. Luego de mucho meditar se le ocurrió una técnica infalible: fundaría una división de fútbol exclusivamente juvenil donde encajaran perfectamente los tres descendientes del amigo.
No disponía de mucho peculio, sus ingresos se limitaban a los alquileres que cobraba por unas modestas construcciones alineadas a los costados de una senda central. Eran la herencia de sus viejos quienes hubieran querido que el hijo estudiara o aprendiera un oficio. Pero él nunca tuvo inquietudes ni deseos de progresar. Siguió viviendo en una de esas casas que fuera de sus padres, como en suspenso, usufructuando las rentas que pagaban sus inquilinos. En las precarias viviendas se alojaban desde borrachines, que gastaban todos sus haberes en copas, hasta un par de putas que no se veían hasta ya entrada la noche, cuando salían muy pintarrajedas y oliendo a perfume barato.
Ellas, en el momento de pagar la mensualidad, le proponían hacerlo con favores sexuales. De ese modo el Bocha se inició en el sexo. Ahora, ya maduro y siendo ellas bastante entradas en años, rara vez aceptaba aquella forma de pago.
Otras casas eran ocupadas por changadores, pungas, una pareja de maricas y un tallador de timbas de la zona. En general no era fácil cobrarles: se escondían o enfrentaban al propietario con prepotencia, echándole  en cara lo alto del alquiler y diciéndole que tenía que esperar. Por esa razón el Bocha contrató al Chueco para que lo respaldara cuando iba a golpear puertas en procura del cobro. El Pitico, precedido de su fama, era temido y respetado. Con la mirada penetrante de sus ojos azules y una expresión de profundo enojo miraba a los aspirantes a morosos y les quitaba las ganas de no pagar y cuando las putas le sugerían un trueque por servicios les decía:
-Yo tengo conducta, no cojo “yiras”- de ese modo cortaba en seco las proposiciones.
Todos temían a las represalias del Chueco y bajo aquella presión, aunque bajo protesta, casi siempre pagaban.
A la dolorosa ausencia del amigo, ahora se le agregaban al Bocha las dificultades que pasaba para cobrar las rentas. Hubo casos en que se aburrió de insistir y dejó de ocuparse. Sucedió que algunos le pagaban de vez en cuando, sin ninguna regularidad. Él igual se arreglaba: ya era grande, comía pan con mortadela y semanalmente compartía una comida con los del Maravilla. Su gasto mayor era la cerveza, esa nunca le faltaba, y así la iba llevando. Algún día que él intuía lejano, el fisco le remataría su propiedad por no pagar la contribución. No le importaba ya que no tenía descendencia para dejarles sus cosas.
Con el entusiasmo de formar el cuadro, buscó en su casa objetos de los cuales podía prescindir como la máquina de coser de su abuela, o la antigua guitarra de su padre guitarrero, herramientas varias, un cuadro del “Mago” y unos cuantos adminículos más. El domingo siguiente se instaló en la feria zonal y a precio de remate liquidó toda la mercadería. Afortunadamente le alcanzó para comprar una pelota, un botiquín surtido, doce camisetas y un buzo de golero. Colocó entonces un pizarrón en la vereda de la cantina y redactó sobre él una convocatoria a los muchachos del barrio para el siguiente sábado de tarde.
Ese día sacó una silla y se sentó a la entrada del Club Maravilla. A la hora establecida comenzaron a presentarse los aspirantes. El Bocha aguardaba ansiosamente la llegada de los Pitiquitos, que por fin se presentaron y se mezclaron con los demás. De ahí en adelante los veía dos o tres veces por semana: en las prácticas, en las charlas técnicas y en los partidos. Con sus tres preferidos formó el corazón del ataque: ocho, nueve y diez. La verdad es que los chicos la amasaban, se entendían y se metían pases de memoria y no se distinguían uno del otro por lo parecidos que eran. Junto a la raya de cal, el Bocha los orientaba:
-Así, así, como el Pitico, dale pasala.
En las charlas semanales mentaba las hazañas deportivas del legendario amigo, mechándolas con las planificaciones tácticas para sus dirigidos. Los jugadores se aburrían un poco con tantas referencias al Pitico. Al principio las bancaban por recibirlas de un referente barrial como el Bocha Molina. El tiempo fue pasando y éste se puso más reiterativo y denso con el tema del Chueco.
Aquello del equipo de fútbol duró todo el invierno, pero llegó la primavera y las instituciones entraron en receso. La muchachada prefería remontar cometas y con los primeros calores el atractivo principal fueron las playas de Montevideo. Los mini chuecos se fueron también tras los otros divertimentos más acordes con el clima.
 Solo otra vez, el Bocha comprendió que el Pitico había sido único.
En su silla ubicada a las puertas del Club, se acomodó dispuesto a ejecutar sus horas y sus días acompañado por una botella de cerveza que se empinaba cada tanto, mirando a lo lejos la calle desierta, sobre cuyo pavimento se alzaban debido al calor solar unas reverberaciones traslúcidas. Emergiendo de la nebulosa, varias veces creyó ver a su amigo perdido, pero no venía solo: a su lado caminaba el Gorila Cantor.
Ambos se habían hecho compinches poco antes de la desaparición del Chueco. En su fuero interior el Bocha estaba convencido de que aquel Gorila maldito era responsable de la inexplicable ausencia del Pitico y de que éste último se hubiera vuelto más audaz en sus trapisondas. Al mismo tiempo, el chueco se había alejado de Molina y ya no acudía a tomar cerveza con él. Pasaba siempre apurado y lo saludaba de lejos con la mano sin detenerse a conversar.
El Gorila no tenía ese sobrenombre porque sí; si Darwin lo hubiera conocido hubiera sentido que su teoría era cien por ciento verdadera: el eslabón perdido había aparecido, tal era su aspecto. Lo de cantor le venía por su afición a la música. De vez en cuando mandaba al Chueco a que le pidiera la guitarra al Bocha, que la había heredado de su difunto padre, y se ponía a cantar en el club o en alguna reunión con mucho entusiasmo, pero poco talento. Su repertorio era acotado: dos o tres boleros y un tango titulado “Esquinita de mi barrio” que ni siquiera sabía completo.  Otra faceta de sus aptitudes consistía en que era un ratero conocido, con múltiples entradas por hurto en la comisaría, prácticamente en todos los rubros: ropa colgada a secar; gallinas; perros de raza; medidores de agua corriente; grifos etc.
Sus delitos iban aumentando de calibre y acabó por convertirse en ladrón de negocios varios. Llegaba a asaltar a lomo de caballo y revólver en mano, ataba al animal en una columna del alumbrado público, y consumado el atraco huía a galope tendido perdiéndose en los arrabales. Se empezó a sospechar que el Chueco actuaba como cómplice en algunos robos hasta que un día, escapando de una redada, ambos se internaron en un pastizal que prácticamente los cubría de pies a cabeza. En esa ocasión se tirotearon con la policía. De ahí en más el Pitico dejó de verse para siempre y el Bocha quedó sin asunto.
El recuerdo obsesivo del Chueco no lo dejaba vivir, estaba siempre en su mente tanto de día como de noche. Soñaba frecuentemente con él, siempre tenía pesadillas en las que indefectiblemente Pitico aparecía contento, se saludaban y hablaban como antes pero al avanzar la historia siempre terminaba mal y el Chueco sufría horribles accidentes o muertes violentas. Algunas veces lo mataba por la espalda el Gorila Cantor y en otras un policía lo atrapaba y le colocaba las esposas, después lo llevaba al patrullero golpeándolo y empujándolo. De pronto se despertaba sobresaltado y sudando copiosamente.
Terminó el verano y por fin el Bocha se levantó de su silla. El asiento y el respaldar estaban lustrosos y se sintió más pesado y panzón que cuando inaugurara su molicie estival. Recomenzó su tarea de director técnico y procedió a reclutar jugadores, citándolos por medio del mismo pizarrón. El día señalado los muchachos fueron llegando en pequeños grupos. Cuando acudieron los tres Piticos, que vinieron juntos, le presentaron a un nuevo aspirante que los acompañaba.
-Éste es el Mono.
El Bocha lo observó detenidamente y creyó reconocer a alguien que odiaba en particular.
-Soy el hijo del Gorila  Cantor- dijo no exento de cierta petulancia. Sin titubear el Bocha tomó la palabra y anunció:
-Por falta de rubro el cuadro se disuelve.
A partir de aquella decisión el Bocha se convirtió en un monumento de carne y hueso. Ejecutaba sus días sentado en su silla, en la puerta de la cantina, bebiendo su eterna cerveza y hablando solo. Nombraba frecuentemente al Pitico, como si hablara con él. Una noche, pasados veinte años, los parroquianos se sorprendieron al verlo muy quieto. La botella de cerveza estaba caída. Le hablaron y no contestó.
Nació así una leyenda urbana creada por algún supersticioso y agrandada por los mentirosos del barrio, en la que se afirmaba que algunas noches se veía fugazmente al Bocha sentado y tomando su bebida, esperando para siempre al amigo Pitico.

sábado, 8 de septiembre de 2012

SOLITARIO ESTABA EL PARQUE


SOLITARIO ESTABA EL PARQUE

Fue casi un tango cruel
Aquel otoño cuando se quebró
Mi corazón enamorado
Que resonó parecido al crujido
De las hojas secas que pisaba
Me dijo: “Fuiste, no estoy más
En la tuya, yo no soy como vos,
No amo el amor, no me apega a vos
Un sentimiento hondo.
Ya fuiste en mi vida.
No estoy en lo tuyo
Ni en la de nadie.
Te digo:
“Más bien busco beberme
El mundo en cada instante.
Alelado, yo miraba más allá
Del entorno castaño de su melena larga
Y mucho más allá de la dulce expresión
De su semblante ausente
Me entretuve mirando sus labios
Que tanto había besado.
Comprobé que se me fugaba
Su amor entre las plantas y sus flores
Como un fugitivo traidor
Que se burlaba de mi arraigado sentimiento-
Solitario estaba el parque,
Solos ella y yo-
Ella se alejó por la senda
Alfombrada de hojas secas.
No puede ser- le grité desesperado.
Hablemos.
-Adiós Charrúa, no te dejes atrapar
Por una torpe obsesión.
La perseguí y agarrándola
De un brazo “soy tu dueño”
Le grité.
Tu ruta no es la mía.
Sin ganas la solté.
Ella caminó unos pasos
Como una reina en retirada
De repente me acordé de mi navaja.
Armada ya mi mano
Como un gato salté sobre su espalda
Y la clavé una o cien veces,
No lo sé.
-¡puta! Le grité sin convicción.
Era un tango antiguo revivido,
En un solo renglón consumado.
Se derrumbó lánguidamente.
Lloré luego sobre su cuerpo ensangrentado
Y yacimos por vez última
Entre las hojas mustias.
Muerta ella por su sangre derramada,
Casi muerto yo por una pasión
Fuera de tiempo.
Así nos hallaron los botones
Que algún alcahuete visceral llamó.
Su recuerdo imborrable me persigue
En cada sueño, en cada pesadilla alterna
Está conmigo-
Yo barrunto que aún la amo
A ella y al amor
Y sin consuelo cuento así
Desde esta celda fría
Un tango cruel
Que matando reviví.

jueves, 24 de mayo de 2012

EL ARMISTICIO - versión modificada

Publico este cuento nuevamente porque en la versión anterior existen omisiones que he corregido en esta oportunidad. Pido disculpas a los lectores y espero que sepan comprender.                           

Otto decoraba los frentes de las casas en tiempos en que la perspectiva arquitectónica daba algo de lugar a lo artístico. Era un maestro artesano quien ejerció, hasta entrados los cincuenta, su arte de molduras y figuras diversas enriqueciendo la lisa y monótona condición de las fachadas.
Trabajaba con materiales fuertes que al reticular permitían retirar con facilidad los moldes de hojalata que los habían contenido. También era de uso poner escamas de mica en el material de terminación que luego de colocados en la pared le arrancaban brillos tornasolados a la aridez de los muros cuando les daba el sol.
Por la misma calle del artesano, unas casas más adelante vivía Andresito con sus padres y sus cuatro hermanos, de los cuales él era el mayor y como tal, con sus trece años recién cumplidos experimentó el deber moral y material de colaborar en algo al sustento del hogar y la familia.
Otto ya estaba jubilado, pero siendo conocido en la zona como un experto albañil finalista, era convocado aún para realizar algunos trabajos relacionados con su oficio. Era un hombre pulcro, prolijo y aunque era ya bastante mayor mantenía una contextura física admirable para su edad y una apariencia agradable. Salvo unas entradas, conservaba buena parte de su cabellera que había sido rubia antes y ahora era canosa. Tenía ojos muy celestes y su mirada era penetrante.
Andresito se ofreció como ayudante y Otto lo aceptó. Empezó así a ir con él a las diferentes changas que se presentaban. El viejo hablaba poco, era muy serio y mientras trabajaba aunque estuviera muy concentrado murmuraba una melodía de la cual Andresito nunca pudo entender la letra, si era que la tenía.
Otto tenía como afición la pesca de caña, jamás usó reel ni red grande o chica, ni medio-mundo, solamente el anzuelo, la línea y la carnada correspondiente.
Pasado un tiempo aumentó la confianza y se tejió cierto compañerismo entre el hombre y el muchacho. Un día Otto le dijo que hablaría con los padres para que le permitieran ir a pescar con él. Andresito aceptó con entusiasmo y con el permiso concedido se fue de pesca con el veterano. Llegados a la costa, luego de sortear un roquedal, se apostaron en un sitio apropiado. Otto enganchó casi enseguida un par de lisas. El chico observó consternado como luego de desprenderlas del anzuelo, los peces fueron devueltos al agua por el pescador quien, comprendiendo una pregunta en la expresión del ayudante, le dijo que nunca comiera ese tipo de pez porque la boca del caño colector de aguas servidas no estaba lejos de allí y esa especie tenía por hábito comer excremento por lo que, de consumir su carne, se corría el riesgo de contraer enfermedades. Andrés observaba al hombre detenidamente y le pareció que por momentos quedaba como ausente. Sus ojos pestañaban rápido y los músculos de su rostro se contraían súbitamente. Movía los labios como si gritara, pero sin ruido.  El muchacho guardó un respetuoso silencio y al cabo de unos minutos el rostro del hombre volvió a ser sereno como de costumbre. Esto se repitió cada vez que salieron de pesca.
Otto era consciente de sus lapsus y después de un tiempo, ante la perplejidad de su acompañante decidió darle lo que él consideró una explicación. Señalando hacia el río le dijo: “hace muchos años, cuando tú no habías nacido aún, acá enfrente mismo, unas leguas adentro, se produjo una batalla naval” Aquellas palabras no le aclararon mucho al niño, pero no se atrevió a preguntar detalles, principalmente porque no supo qué indagar.
Fueron muchas veces de pesca y en una ocasión hicieron un viaje más largo hasta uno de los balnearios de Canelones. Fue en mil novecientos cincuenta y cuatro. Andrés lo recordaba bien porque en ese mismo año Alemania ganó el Campeonato Mundial de Fútbol.
Esa vez descendieron en el kilómetro 44. Entonces allí había apenas unas cuantas construcciones diseminadas entre los arenales y rodeadas de pinares. Recorrieron unas diez cuadras caminando por las dunas alfombradas de pinocha. Al llegar a la playa, se encontraron con otros pescadores con quienes Otto se abrazó efusivamente y compartió una charla en su idioma natal, del cual el niño no conocía ni una palabra, así que permaneció callado mientras los hombres le palmeaban los hombros y le sonreían. Luego todos se pusieron a pescar. Pasadas un par de horas ya tenían varias brótolas y corvinas. El grupo marchó entonces hacia un chalet de tejas rojizas, muy cerca de la carretera. Allí fueron recibidos por una señora mayor y un hombre grueso y no muy alto que parecía ser alguien importante porque todos lo saludaron con gran respeto y especial deferencia, que hablaba español con un acento raro y marcado. En un patio techado había un parrillero y en él, luego de abrir los peces por el lomo y condimentarlos, los pusieron a asar.
Era un grupo de gente mayor y mientras comían y bebían fueron hablando de sus cosas, temas que a  Andresito le resultaron totalmente ajenos e incomprensibles. Aburrido y para entretenerse, se dedicó entonces a perseguir mariposas y a cazar escarabajos. A los postres invitaron al niño a comer un pastel llamado “strudel” o algo parecido. Cuando aún se relamía los labios, Otto lo invitó a volver a la costa. Fueron todos menos la señora de la casa. No llevaban ahora los avíos de pesca. Caminaban cantando una especie de marcha a coro hasta que llegaron a una construcción con forma de cabeza de águila ante la cual se detuvieron para contemplarla. Entraron luego por una puerta lateral.
De pronto, los hombres parecieron ponerse furiosos, mirándose entre sí y comentando algo entre gruñidos y voces airadas. Andresito no comprendió hasta después qué era lo que les causaba tanto enojo. Enseguida le llegó un olor potente y nauseabundo a excrementos, orines y basura. En la penumbra reinante en el lugar hubo quienes no pudieron evitar pisar los deshechos que cubrían el piso. Era evidente que el lugar había sido recurrentemente usado como excusado. Aquel olor mezclado de las inmundicias que cubrían el suelo del recinto hizo que Andresito saliera rápidamente de allí haciendo arcadas. Se retiraron todos rápidamente y el hombre grueso comenzó a limpiar furiosamente sus zapatos en la arena con el rostro enrojecido de ira. Sus ojos de un azul oscuro eran como los de un enajenado.
-¡Es una vergüenza, Torcuato! -dijo al fin, dirigiéndose a uno del grupo.
-Son unos mugrientos bastardos, señor –le contestó su igualmente enojado 
camarada.
Luego de aquel incidente, ya aplacados los ánimos, todos acordaron llevar a cabo una buena limpieza del lugar en un futuro cercano. Más tarde y en silencio los hombres permanecieron contemplando  el mar hasta que uno de ellos, que parecía el más joven dijo: “Algún día el mascarón de nuestro nave insignia será rescatado del fondo del río”
El encuentro llegó a su fin. En el porche del chalet los amigos procedieron a despedirse. Todos se abrazaron y entonaron la misma marcha que habían cantado de ida a la costa. Algunos no pudieron evitar las lágrimas y terminada la canción el hombre grueso de ojos azules, dirigiéndose al grupo dijo con tono solemne no excento de tristeza: “Acá se termina todo, me marcho al sur, ya no volveremos a vernos, Auf Wierdensehen. Un automóvil oscuro lo aguardaba, extendió entonces su brazo con la mano recta y abierta. Los otros hombres le respondieron con el mismo gesto y el subió al vehículo y se marchó seguramente para siempre como él mismo afirmara.
Otto y Adresito volvieron a la ruta a tomarse el ómnibus de regreso a casa. El alemán iba sombrío y callado. El chico respetó su silencio austero. Mirando brevemente y de a ratos al hombre sentado a su lado, inesperadamente se le presentó la imagen de Don Jacobo, lo cual no tenía sentido ni venía a cuento para él aunque las vidas de aquellos dos extranjeros tuvieran algunos detalles en común.
Con el paso de los años Andresito comprendió lo que realmente le había pasado a Otto después de la reunión. La causa que lo había traído a estas tierras y que con el transcurrir del tiempo quizá se le había vuelto ajena, aunque seguramente el mantenía el corazón dividido, había dejado de ser su objetivo al cesar la contienda, allá por sus años mozos. Eso leyó el muchacho al recordar la expresión reconcentrada y abstraída del rostro de Otto.
Jacobo era un judío que huyendo de una guerra ignota, de la cual Andresito tenía pocos y casi ningún dato. Arribó con su mujer y sus escasas pertenencias a estas costas. Se alojó en casa de unos parientes y montado en una vieja bicicleta salió por Montevideo a vender ropa y chucherías. Iba por los barrios, casa por casa, soportando los insultos de vecinos belicosos y las atropelladas de los perros fieros. Puso empeño en la tarea y así se fue consolidando paulatinamente.
Un día de aquellos llamó en la casa de Otto. Al verlo reconoció inmediatamente en él a un alemán. Pensó en marcharse sin decir palabra, pero su espíritu de comerciante lo detuvo. Jacobo vendía en cuotas y a Otto le sirvió la oferta y de ahí en más se hizo cliente del vendedor domiciliario.
Muchas veces Andresito, que andaba siempre en la vuelta, observó cómo ambos hombres dialogaban largamente. Comprobó entonces que Jacobo nunca se entretenía con otros compradores como con aquel.
El tiempo fue transcurriendo y Otto envejeció y no trabajó más. Andresito aprendió bastante trabajando con el alemán, pero no le sirvió mucho porque los frentes se volvieron lisos, sin relieve y revestidos y aquellas artesanías quedaron obsoletas. Por eso él se dedicó a otros oficios ajenos a la albañilería. Veía a veces a su antiguo patrón, con el cual ya no iba a pescar. Lucía muy anciano cuando salía a caminar lentamente, apoyado en el brazo de su esposa en los días soleados. Entonces lo saludaba y notaba que él respondía al saludo vagamente como si apenas lo reconociese. Sus ojos, antes de mirada brillante y fuerte, estaban llorosos y de color desvaído. Un tiempo después, Andresito se enteró de que había quedado postrado. No consideró pertinente ir a visitarlo porque seguramente no lo reconocería. Poco antes de la muerte del alemán, Andrés, que ya era adulto, vio un lujoso auto estacionado frente a la casa de aquel hombre. Después, con sorpresa reconoció a Don Jacobo que salía de allí y se encaminaba hacia el coche. Se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no lo veía pasar por el barrio pedaleando en su antigua bicicleta. La expresión del anciano en aquella circunstancia se le volvió inolvidable: tenía los ojos llorosos y el rostro contraído. Subió al vehículo y se perdió de vista al doblar en la primera esquina.
Andrés se casaba y fue a comprarse un traje para la boda y a esos fines entró una tarde en una sastrería del Barrio Reus. Lo atendió una dependiente joven, pero al mirar hacia el fondo del comercio divisó al envejecido pero inconfundible Jacobo.
-Don Jacobo… -le dijo.
El otro se levantó de su asiento y se acercó. En los pocos instantes en que el anciano demoró en llegar hasta él, supo que ya no era Andresito sino Andrés y que a lo largo de la vida todos somos mucho más que una persona, nos transformamos en seres diferentes, nos cambian las circunstancias, quienes nos rodean, y los sentimientos hacia los hechos del pasado. Andrés ya no era el niño que levantaba los ojos asombrados para mirar a aquellos dos míticos hombres de su infancia, ahora comprendía porqué aquella relación se le había vuelto significativa como una especie de moraleja.
-¿Me conoce? Yo era el ayudante de Otto ¿se acuerda?
Conversaron un rato y después Andrés impulsivamente le preguntó arrepentido al segundo de haberlo hecho:
 -Con todo respeto, Don ¿qué le dijo Otto la última vez que lo visitó?
El viejo quedó en suspenso y luego le contestó:
-Dijo que no pagaría próxima cuota de deuda porque no iba a estar más- Sus ojos se llenaron de lágrimas- es que hacía mucho que no me debía nada…



jueves, 9 de febrero de 2012

ENERO DEL OTRO SIGLO

                                     


En el extremo superior de la vieja columna de hierro, las agujas de las cuatro caras del reloj señalaban las once de la noche. Era pleno mes de enero, mes del calor en estas tierras. La rambla de la playa Ramírez estaba muy concurrida. Era notorio que también el Parque Rodó y el Parque Hotel estaban llenos de público. Sobre la arena permanecían aún algunos bañistas, la mayoría jóvenes, quienes se resistían a irse, evidentemente aspirando a beberse por todos los poros la noche estival y parte de la madrugada, tan tibias y llenas de maravilloso encanto. Para alumbrarse, habían encendido fogatas en el arenal usando papeles, madera y otros elementos combustibles, recolectados en los alrededores.
Juan se sentó en el murallón. El granito conservaba todavía el calor del sol en su superficie y en sus mismas entrañas, calor que devolvía ahora al aire puntualmente, onda por onda, desde lo profundo de su áspero corazón pétreo. Contó por enésima vez sus ganancias del día; los helados se habían vendido, valga la contradicción, como pan caliente. Junto a él descansaba como prueba de ello su caja de “espumaplast” ya vacía. En una mano sostenía una botella de vino y en la otra un refuerzo de salame y queso. Iba consumiendo lentamente sus vituallas, mientras a lo lejos se oía un repique de tambores. El eco amortiguado de las batidas lonjas era traído por la brisa y rebotaba en las montañas de tierra, allá pasando la curva... El sonido parecía llegar encaramado en cada ola que moría mansamente, lánguidamente, en la orilla. Se multiplicaba dentro del Parque y a su  ritmo parecían temblar las hojas de los árboles.
El empecinado chás chás remoto se colaba en los viejos boliches de Palermo y  todo vibraba: las copas vacías en los anaqueles, las llenas sobre las mesas, mientras los fieles parroquianos instintivamente movían los pies o tamborileaban con sus dedos sobre las tablas plagadas de jeroglíficos añejos, hijos de diez mil madrugadas. La sutil esencia del tambor invadía también la intimidad de los hogares, desde el baño a la cocina, y entibiaba el corazón de los abuelos, poniéndoles la piel de gallina y recordándoles viejos tiempos.
El rumor de las lonjas arrancaba desde la antigua sede de Mar de Fondo en Paraguay  y la rambla, cabalgando en las ondas del aire lento y cálido, se abrazaba fraternalmente sobre el río con el ritmo hermano que venía desde los ranchos y los clubes de pesca del lado de Punta Carretas. En la triste cárcel, los hombres pobres y privados de su libertad se adormecían con el son, y con los ojos cerrados, se evadían en sueños de las celdas y sacando en volandas su cuerpo astral, burlando la guardia y los barrotes se hacían libres navegando en el torbellino irreal de la ilusión. Era aquel retumbar el telón de fondo para los juegos: el gusano loco, la rueda gigante, el pulpo y todos los demás y pese al ruido, a los gritos, a las risas y las músicas estridentes, era el tambor y su “borocotó chas chás” lo que prevalecía por encima de todos los demás sonidos. Hasta las personas que saboreaban los churros rellenos de dulce de leche o crema pastelera, el pororó, los “panchos” y las pizzas, se movían al compás del toque mientras comían.
Juan estaba extenuado, por eso se había quedado allí como en trance, mirando vivir a la gente, contemplando el paisaje natural, tan variado y espectacular, que apreciaba completamente desde donde se hallaba en el centro de la hermosa bahía: las doradas arenas salpicadas de luz y sombra; las brillantes constelaciones de neón de los entretenimientos; el perfil  del curvo horizonte sobre el mar, que a penas se adivinaba pues ya había desaparecido de la vista hacía bastante rato entre la oscuridad sin límites, que era un desafío a la imaginación de un poeta que quisiera inventarse un arcano. El ambiente festivo que reinaba en el entorno, el paisaje humano, los sonidos, el olor a salitre del mar, conformaban un todo que para Juan convirtiera a aquella noche en algo especial para disfrutar con los sentidos, al mismo tiempo que liberaba su mente de cualquier pensamiento amargo..
Comía despacio, intercalando los bocados con pequeños tragos de vino, cuando se le acercaron dos trasvestidos que estaban ejerciendo su oficio en la vereda y con sus voces aflautadas le pidieron un trago de bebida. Él les respondió que no era lo que ellos pensaban, sino tinto barato. Entre risitas, insistieron en su pedido y le dieron largos tragos a la botella, dejándola mediada. Le preguntaron qué tal le había ido con la venta y él les contestó que le habían comprado todo.
-Mirá que suertudo este tipo, Lucy. Nosotras hace horas que estamos trillando y no hacemos un mango.
-¿Qué te parece si venís un rato con nostros, papi?
-No se ofendan muchachas, pero no estoy pa’ nadie.
 Mientras conversaban, Juan notó el maquillaje grasoso, exagerado y corrido que trataba de cubrir infructuosamente la barba que ya aparecía insoslayable; las medias con remiendos; las ropa provocativa hecha con telas brillosas que se veían arrugadas y viejas. Las voces estridentes; el olor a perfume de mala calidad, mezclado con el del sudor y el de las prendas percudidas, le saturaron el olfato y la reunión estuvo a punto de arruinar su tranquilidad. En ese momento paró un auto, el chofer les hizo señas invitándolos y los individuos se subieron en el vehículo alegremente, emitiendo carcajadas falsas y escandalosas, y se alejaron a buena velocidad. Juan pensó que quizá se harían de alguna plata que les compensara la flaca ganancia de aquella noche. Pero fundamentalmente, se sintió aliviado de que se hubieran ido.
Luego de aquel suceso, volvió a sentirse feliz en medio de aquella recobrada placidez nocturna… Se quitó entonces las alpargatas “Rueda”; la parte donde se apoyaban la planta del pie se veía opacada por el sudor y lustrosa por el roce permanente de tantas horas de trajín. En los bordes externos del yute le habían crecido al calzado unos incipientes bigotes. Debía acordarse, cuando volviera a la pensión, de pedirle a la encargada unas tijeras para hacerles un recorte. Los pies le ardían tremendamente, los tenía colorados por la irritación, como teñidos de granate. La arena caliente no respetaba la frágil barrera de aquellas zapatillas ecológicas y pese a que había metido los pies en el agua sin sacárselas, sólo obtenía un alivio momentáneo, pero el roce del ir y venir de buena parte de la mañana y toda la tarde, no era fácil de revertir con mojaditas esporádicas; en consecuencia su piel se veía bastante maltratada. Literalmente estaba muerto de cansancio y se derrumbaba de sueño.
Las voces del Parque, la monótona canción del río y el distante batir de las lonjas, lejos de desvelarlo, le producían más modorra aún. Por momentos cabeceaba y tuvo miedo de caerse a la arena, que estaba un par de metros más abajo. Decidió entonces bajar a la playa y mojarse un poco la cara para despejarse.
La flota del Club Montevideo estaba de comilona. La brisa arrastraba el olor del asado y por entre los arbustos se veía arder el fuego de las parrillas. Lerdos soplos de aire caliente traían a intervalos rumores de “cantarolas” procedentes de aquel mismo rumbo. El espíritu del vino se había puesto contento. El hombre con la panza llena canta y está bien. Y el que la tiene vacía a veces canta también, por no llorar. Juan ignoraba si eso era bueno o malo, pero sabía que por lo menos servía de consuelo.
Más despabilado subió a sentarse sobre el muro de la rambla. De espaldas al agua, se puso a observar con detenimiento los juegos del Parque. Entre ellos andaban los niños. Los hijos de los obreros,  que habían llegado desde barrios periféricos en el ciento veintiocho... en el cuatrocientos cinco... Tenían expresión de indescriptible asombro y alegría primigenia, con los ojos agrandados ante aquel espectáculo lleno de bullicio y color, tan poco habitual para ellos. Se veían desbordados de tentaciones y querían disfrutar con los cinco sentidos de aquella oportunidad, tal vez única en mucho tiempo, de poder estar allí.
Se divertían también los hijos de los prósperos, menos asombrados y mejor vestidos. Se deleitaban saboreando algodón de caramelo coloreado y brillantes manzanas acarameladas, tan niños como los otros pero no tan deslumbrados. Iguales risas, similar contento, para una velada que los emparejaba mientras piloteaban un auto chocador, compartían una góndola de cualquiera de los otros entretenimientos giratorios o enfrentaban con igual disimulo el susto en el tren fantasma, atenuándolo con parecidas carcajadas infantiles y nerviosas. Entreverados, circulando entre la concurrencia, andaban en las suya los gurises pedigüeños, con gesto desfachatado, encarando su oficio de “mangueros” bien asesorados por los adultos, que los preparaban para un mundo hostil y los enseñaban a tender la mano con la palma al cielo mientras les durara la infancia. Aquella renuncia a la dignidad significaba ganarse el sustento diario y ahorrase palizas, porque si no aportaban lo esperado, sabiendo que quienes los explotaban los molerían a palos. Mostraban en sus rostros la viveza de la calle; los desdichados no sospechaban, en su inmediatez, que los vivos de verdad son bien diferentes y piensan en grande...
Pasaron las horas, se marcharon los últimos bañistas y abandonadas en la arena quedaron las postreras brasas de los fuegos. Los juegos mecánicos detuvieron sus motores y cesó el movimiento casi abruptamente. Las luces fijas suplantaron a las giratorias e intermitentes. Desaparecieron los niños y sus risas, se esfumaron las voces y los gritos de alegría. Los ómnibus atestados partieron rumbo a los barrios lejanos. Paulatinamente el tránsito disminuyó. Enmudecieron los alegres coros de los clubes. Los taxis llegaban ahora vacíos a la puerta de la “casa de piedra” y poniéndose en fila, esperaban su turno para levantar en la madrugada el mismo pasaje que trajeran en la noche anterior al garito oficial, seguramente más liviano de bolsillos. Sólo permanecía navegando en el aire, el repique de las lonjas de los compadres de Palermo, hijos entrañables de las altas madrugadas, allá por los ranchos y “conventos” de las calles empinadas que morían en la costa.
Creyó sentir al último poeta bohemio que pasaba cantando, inspirado por el vino y el candombe:
Ellos son los creadores de la magia del tambor
De unas palmas ancestrales como herencia les llegó
Fabulosos candomberos que acarician sin cesar
Ese campo endurecido de la bien templada piel
Trasformando en esa luna visceral y estremecida
La esencia y la armonía del sonido original
Puras voces tan profundas, encantadas y sonoras
Recreadas en el ritmo del fiel pino artesanal...
Y aquel loco lindo, trovador de madrugadas insomnes, siguió su ruta. El rumor de las olas en la playa acompañaba su cantar:
Ellos son los viejos magos del misterio del tambor
De las lonjas bien tensadas...
No supo si aquella era la letra original o su mente obnubilada por el sueño le había agregado frases de otras canciones, oídas tantas veces en los boliches o en los tablados... El golpe del agua le marcaba un ritmo cadencioso que parecía agigantarse y producir un profundo eco en la cálida quietud de la noche. Recortadas a contra cielo, se veían la arboladuras iluminadas de algunas naves que se balanceaban mansamente sobre las suaves olas.
Juan permaneció todavía un rato más, sentado en el murallón, experimentando el vencimiento que sienten las personas al estar exhaustas. No le daban las fuerzas ni la voluntad para llegarse hasta el altillo donde vivía. Buscó un lugar donde la elevación de la rambla sobre la arena fuera menor, bajó la caja con cuidado y luego saltó. Se tendió cerca del paredón,  puso las alpargatas de almohada, apoyó la cabeza en ellas y se durmió.
Tuvo un sueño hermoso. Dos sirenas emergían de las aguas y se acomodaron a su lado. Con manos de seda le acariciaron los brazos,  la cara y los pies. Sentía el roce de sus largos cabellos húmedos y sus grandes senos desnudos sobre la piel.  Los rostros le resultaron familiares pero no supo a quienes le recordaban. Al masajear sus tobillos y sus plantas, aquellas manos prodigiosas aliviaron el ardor y la tensión de sus músculos y entró en una fase más profunda del sueño, sin imágenes ni evocaciones.
Se despertó hecho un ovillo y con el cuerpo agarrotado porque un intenso frío húmedo le iba subiendo desde los pies. Soplaba una brisa fuerte proveniente del sur. Sin embargo el río iba retrocediendo lentamente debido a la influencia de la marea baja. Por la humedad de la arena, notó que durante la noche las aguas casi habían llegado al borde del murallón. Sus pantalones estaban mojados hasta la altura de la rodilla. Se sentó e instintivamente se llevó una mano al bolsillo donde había puesto sus ganancias del día anterior. Sintió desazón al comprobar que estaba vuelto hacia fuera. Inmediatamente y entre esperanzado y escéptico buscó con inquietud en el otro; tampoco encontró nada.. Era obvio que le habían robado todo su capital, aunque todavía cabía la remota posibilidad de que se le hubiera caído cerca de donde estaba. Entonces trató de incorporarse y lo hizo a medias porque apenas intentó ponerse de pie, cayó pesadamente de boca sobre la arena. Descubrió que le habían sujetado ambos tobillos con un trozo de nylon. La imagen de las solícitas sirenas se le apareció de pronto y entonces reconoció sus caras. Se puso a llorar y a través de las lágrimas vio que su caja y sus zapatillas flotaban sobre las aguas a poca distancia. Se desató a los tirones y todavía sacudido por el llanto recogió sus pertenencias. Luego subió hacia la rambla, por una escalinata cercana y comenzó a caminar descalzo y muerto de hambre, aterido y lleno de impotencia, rumbo a su mísera pieza. Llegando al Centro, se cruzó con un madrugador que lo miró primero con curiosidad y después se alejó riéndose bajito. Lo mismo le pasó con una señora que llevaba a un niño de la mano. Dedujo que tenía algo gracioso o ridículo en su apariencia. Cuando pasó por una vidriera espejada se detuvo a observase y se vio el reflejo de su imagen, lo que terminó de derrumbar su espíritu: flaco, tiritando, con las ropas hechas una lástima, el pelo largo y enmarañado y la cara surcada de letras, hechas con trozos de carbón de las fogatas apagadas. Se acercó más al vidrio. En su frente leyó: Lucy, y en la mejilla Lau... Se limpió a medias con los faldones de su camisa y después prosiguió su triste y cansina marcha hacia el cuarto de la pensión.
                                                        

jueves, 2 de febrero de 2012

PUENTE STANLEY

                                                  



Stanley había perdido a su madre hacía varios años. Vivía solo desde entonces, y se había vuelto  bastante egoísta por su condición de solterón. Cuidaba sus cosas y su intimidad obsesivamente y detestaba ser invadido en cualquier sentido, ya fuera por la curiosidad de la gente -a su criterio siempre malsana-, como por la codicia que él presumía  llevaba a algunos a acercársele para sacarle algo. No creía en la amistad ni era solidario, solamente apreciaba que lo dejaran en paz con su vida, costumbres y posesiones que, aunque modestas, él preservaba celosamente. En el barrio lo conocían con el apodo de “El Gringo” y muy pocos se molestaban en llamarlo por su verdadero nombre al que consideraban foráneo, demasiado largo y complejo de pronunciar. Era un hombre de mediana estatura, de complexión más bien gruesa, ya cincuentón. Estaba casi calvo y sus ojos eran claros. No tenía una apariencia desagradable, aunque su expresión en el mejor de los casos resultaba algo impersonal; por ella muchos deducían que era desdeñoso y se consideraba por encima de los  demás. Nadie ignoraba que “El Gringo” era el producto de una relación fortuita de su madre con un marinero extranjero de quien él había heredado el empaque. Aquel hombre pasó fugazmente por estas tierras y luego se fue sin sospechar que había engendrado un hijo. Stanley heredó su nombre del padre ignoto.
Un día de fines de julio, en el que había llovido a torrentes durante todo el día, Stanley regresaba de su trabajo cuando comprobó que sus sospechas no eran infundadas: la cañada que debía atravesar para llegar a su casa,  que en los días de buen tiempo era solo un hilo de agua y se cruzaba pisando sobre unas piedras dispuestas para ese fin, a causa de las copiosas lluvias había aumentado su caudal, circunstancia que lo obligaba a realizar un rodeo por una calle paralela para llegar a su vivienda, ubicada en una altura. Por ese camino, había un puente de madera que generalmente superaba, debido a su arqueada estructura, la altura de las crecientes.
Ese día, las aguas discurrían como un poderoso torrente, arrastrando a su paso objetos de toda índole. El puente parecía endeble, poco seguro y pasible de ser arrastrado por la impetuosa corriente. Sin embargo, había estado allí desde hacía largo tiempo y los vecinos lo consideraban como un símbolo del barrio. Compartían además una desidia tácita frente a lo que significaba organizarse para promover el armado de uno nuevo y más sólido. Lo real era que la construcción seguía brindando el servicio para el cual había sido hecha, no obstante lo precario de su estado. Era como un icono, pese a no tener un nombre definitivo.
Anochecía cuando Stanley encaró el cruce del puente. Las aguas bramaban bajo los viejos maderos y lo zarandeaban al chocar contra sus apoyos, hundidos en el inundado barranco. Con medidos y cautelosos pasos fue avanzando por el centro, evitando aferrarse a las desvencijadas barandas que amenazaban con desprenderse de un momento a otro. Sabía que, de ocurrir eso, corría riesgo de lastimarse seriamente o aún ahogarse. Un viento recio soplaba inclemente desde el Sur y la llovizna lo castigaba en la espalda. Su piloto lo protegía a medias. Había avanzado un trecho, hasta la mitad del arco, cuando el tablón sobre el que pisaba cedió inesperadamente. No tuvo tiempo de evitar que su pierna derecha se hundiera completamente en un boquete informe y las astillas irregulares y punzantes del madero rasgaran su pantalón, hundiéndose en su carne e hiriéndola cruelmente todo a lo largo del miembro. Mientras aullaba de dolor, intentó  apoyarse en sus manos para amortiguar la caída en aquella trampa brutal, sin conseguirlo. El más mínimo movimiento para tratar de librarse aumentaba su sufrimiento en forma indescriptible, debido a que los filos de la madera descuajada volvían a recorrer los mismos surcos abiertos en su carne lacerada. Superado su ánimo por aquella acerba realidad, desechó la idea de realizar nuevos intentos y se quedó en suspenso sentado sobre sus nalgas, con la pierna libre estirada hacia delante. Un problema adicional se le presentó con los testículos, que le agregaron un nuevo padecimiento al estar apretados contra el piso. Como pudo, los acomodó llevándolos hacia arriba. Esta acción alivió a penas su tormento.
El puente temblaba y crujía. El viento aumentaba su intensidad y el torrente amenazaba con llevarse la deteriorada estructura. Gritar pidiendo ayuda hubiera sido inútil pues el estruendo del temporal apagaba cualquier otro sonido. Era difícil que a esa hora y con el clima reinante alguien pasara por ahí. A mano izquierda, se extendía un amplio espacio despoblado y cubierto de pastizales; a la derecha, la casa más cercana estaba a unos cincuenta metros y no se distinguían luces encendidas dentro de ella.
Stanley trató de desviar su pensamiento del suplicio insoslayable que padecía y quiso evocar las épocas de cuando era niño y corría por aquel campo cazando pájaros, mariposas y en las cálidas noches del verano, luciérnagas. La cañada entonces no arrastraba bolsas de nylon ni botellas de plástico. En el peor de los casos, llevaba algún bicho muerto o ramas desprendidas de los mimbres y sauces que, desde la orilla, se inclinaban sobre el agua.
Cuando el dolor amenazó con volverse insoportable y lo sacó de sus recuerdos, hizo un tremendo esfuerzo para volver a ellos y trajo a su memoria su primera vez: allí conoció el amor carnal, bajo el arco del puente,  teniendo como testigos los pilotes de madera. De la misma forma “debutaron” la mayoría de los muchachos de los alrededores quienes bautizaron el lugar como “la cañada de los suspiros”. Ese nombre era solamente para uso interno de los involucrados ya que, por sus connotaciones, no se podía compartir con las familias del barrio.
 La fuerza de la corriente le tiraba la pierna hacia atrás y le pareció que algo –un trozo de bolsa o una rama- se le había enredado en el pie. Por esa causa, algunas astillas afiladas se le clavaban más profundamente. Entonces la lluvia amainó, no así el viento que siguió soplando un poco más fuerte que antes. Aguzando el oído le pareció oír el ruido de unas ruedas desplazándose sobre el balastro suelto de la calle. El rumor creció y no tuvo dudas: a sus espaldas, alguien se acercaba conduciendo un carro o algo similar. Volvió la cabeza con dificultad y vio al loco Ramón, un hurgador de la zona, que ya rebasaba la entrada del puente arrastrando su precario vehículo. Stanley le gritó, pero el otro estaba preocupado por ganar impulso para remontar la subida del arco y no lo escuchó. Se le vino arriba pisoteándolo y acto seguido casi le pasó por encima con el carro repleto de basura recolectada por la ciudad. A penas tuvo tiempo para ladearse un poco, pero no pudo evitar que una de las ruedas lo golpeara en el hombro. La llanta desnuda le pisó una de sus manos. Debido a la ciega embestida cayó el loco quien quedó sentado frente a él en el piso, mirándolo incrédulo y sorprendido.
-¡La puta que te parió! –le dijo enojado el bichicome cuando comprendió la situación.
-Encima me puteás, loco, hacé algo ¡Dale! Ayudame a salir de acá –el loco se incorporó y se quedó mirándolo.
-Mirá mi carro, boludo. Se desparramó todo y fue a dar allá abajo –Stanley pareció no escucharlo y tendió su mano, volviendo a pedirle:
-¿No ves cómo estoy? Dame la mano para poder zafar, pero con cuidado: tengo la pierna atracada y bastante lastimada... vamos... –el loco se le aproximó despacio, amagó a asirle por el brazo pero repentinamente revoleó el pie y le propinó un puntapié en el carrillo. El gringo sintió como si la cabeza se le separara del cuerpo y volara hacia arriba. Creyó ver desde las alturas un hueco sangriento entre sus hombros.
-¿Te acordás de aquel partido en la cancha del Ombú ...la patada que me diste? Tengo la marca todavía, hijo de puta. Seré loco pero no bobo, mirá –se levantó un poco el bajo embarrado del pantalón y le mostró una cicatriz alargada que seguramente era de un tapón de zapato de fútbol. Aturdido aún por el golpe, Stanley se repuso y le dijo en tono de súplica:
-Eso fue hace diez años, loco. Ahora ayudame, dejate de joder ¿no ves en la que estoy? Si no me ayudás, acá la quedo... –el loco tomó carrera y lejos de compadecerse se dispuso a patearlo de nuevo.
“El Gringo”, calculando el momento y ya cuando el pie se acercaba peligrosamente a su cara, abrazó con desesperación la pierna de su atacante y le hincó los dientes en la parte de la canilla que quedó al desnudo, con tal energía, que sus postizos permanecieron un momento allí clavados hasta la encía de acrílico. Retuvo al hombre todo lo que pudo y finalmente lo soltó. La dentadura ensangrentada se desprendió de la herida y quedó sobre las tablas como una sonrisa de triunfo que el hurgador interpretó como una burla. Dolorido y rabioso se puso a saltar sobre ella haciéndola añicos, mientras desgranaba los peores insultos hacia su heridor. Luego, cautelosamente para no repetir la experiencia de la mordida, se colocó detrás de él, extrajo su pene y lo meó a conciencia, rebosante de un perverso placer. Por más que Stanley trató de esquivar el chorro, no pudo evitar que parte del líquido tibio bajara por su cuello, llegara a su espalda y le empapara la camiseta. Después de terminada la faena, Ramón cargó su vehículo con la basura desparramada y se alejó a las carcajadas puente abajo.
“El Gringo” permaneció un buen rato a la espera de que algún alma piadosa lo encontrara y liberara de su insoportable situación. Gritó hasta desgañitarse y lloró de rabia e impotencia al comprobar que nadie venía. No supo si había perdido el sentido o se había dormido, pero en un momento despertó de una especie de letargo y percibió que su pierna estaba entumecida: ya no le dolía. En cambio, estaba convencido de que tenía los testículos machucados por la presión del cuerpo contra las tablas porque un gran sufrimiento partía de ellos y se difundía por su vientre en oleadas punzantes. Miró el cielo y vio que de a ratos asomaban algunas estrellas brillantes entre las oscuras nubes  que se iban dispersando. Poco después éstas se colorearon con los tintes fueguinos del amanecer. El infeliz entrampado sabía que al avanzar la mañana era seguro de que alguno pasaría por allí. Efectivamente, ya con el sol más alto, vio un grupo de escolares que se acercaba. Desesperado, los conminó a apresurarse y estando ellos ya muy cerca oyó a uno de los niños decir: “Miren, ahí hay un tipo que perdió la muleta”. Dos o tres del grupo se adelantaron para ayudarlo a levantarse. Sus esfuerzos no dieron fruto porque el más pequeño movimiento producía en el hombre terribles sufrimientos. No todos participaron en el fallido rescate, algunos de los escolares se mantuvieron al margen. Entre ellos reconoció a uno que siempre le saqueaba los frutales de su terreno y al que finalmente, después de varios días de paciente vigilancia, había sorprendido hurtando las frutas. Entonces lo sacó hacia la calle bien asido del cuello y al llegar al portón le aplicó un fuerte puntapié en el culo. El chico también recordó el incidente al verlo y guardando la distancia le dijo a los demás con tono imperativo:
-¡Córranse que yo le voy a dar  a este abusador de mierda! –Se agachó y juntó bosta de las vacas que solían pastar por la zona y con ella formó pelotas que inmediatamente le arrojó a Stanley. La primera le dio en un ojo, otra le pegó en la frente y la tercera en la boca. Luego, el agresor se echó a correr rumbo a la escuela. Sin embargo, otros muchachos fueron solidarios y salieron en busca de algunos vecinos.
El nivel del agua debajo del puente había disminuido hasta el punto que la cañada tenía ahora el aspecto inofensivo de costumbre. La pierna prisionera pendía tumefacta muy por encima del nivel de la corriente. Los que acudieron a ayudarlo encontraron enredadas en su extremidad bolsas de nylon, ramazones y lo que parecía ser una muñeca de trapo empapada y difícil de reconocer como tal por su estado de deterioro. Luego de quitarle aquellos lastres, agrandaron el boquete y liberaron la pierna, que ahora estaba rígida y helada, llena de cortes, magulladuras y con el pantalón adherido a las heridas sanguinolentas. Stanley estaba a penas consciente y fue llevado al dispensario en una camioneta que pasó por allí.
Al poco tiempo la comuna avisó al vecindario que se suplantaría el viejo puente por uno de concreto. Se pidió a los habitantes que, en contrapartida,  se ocuparan de retirar la estructura de madera. Aceptaron, y decidieron desarmarlo. La comisión barrial determinó que fuera rearmado en un predio cercano, que luego se transformó en plaza. Permaneció allí y fue considerado como una especie de monumento de la zona. Al principio, cuando se referían a él decían: “Es el puente donde Stanley tuvo aquel accidente” luego, por razones prácticas se mentó como el “puente de Stanley” y al final se acortó el nombre y quedó “Puente Stanley”.
El hueco por donde había pasado la pierna del “Gringo” fue respetado y no se reparó. Al año justo del incidente, un veintinueve de julio, los vecinos se reunieron en la novel plaza, en derredor del puente y asaron cordero. Trajeron mesas y sillas para el banquete. Luego, comieron y brindaron a la salud de Stanley, que era el invitado de honor por haber propiciado con su infortunio la construcción de un nuevo puente. A los postres, actuó la murga del barrio con cantos alusivos, sacándole dramatismo a aquella desgracia y poniendo una nota de humor, pero con respeto. El “Gringo” entendió la intención de los murguistas y no se sintió ofendido en absoluto. Se sentía diferente ahora, era un hombre más sensible, menos encerrado en sí mismo y quizá más generoso. Durante la comida había observado con un sentimiento de cierta redención al loco Ramón, que lo miraba de vez en cuando de reojo, mientras devoraba la carne de cordero con la avidez de los que viven con hambre crónica, y el rencor por el ataque sufrido durante su peripecia fue desapareciendo. Casi lo mismo le sucedió al ver la carita de alegría del escolar vengativo que contemplaba deslumbrado, con una inocencia conmovedora, la actuación del conjunto. El muchacho, ahora más crecido, había tratado de mantenerse a cierta distancia de Stanley, precaución inútil, porque de todos modos debido a su situación actual, éste no podía perseguirlo ni tenía la más mínima intención de hacerlo.
Al año siguiente el festejo fue mas tibio. Las mujeres trajeron repostería casera y algunas bebidas. No todos concurrieron, porque hacía un frío terrible y a penas terminada la pitanza, se dispersaron rápidamente. El tiempo, que es el villano del olvido, pasados tres o cuatro años, transformó la peripecia del “Gringo” en una historia que se comentaba muy de vez en cuando en la feria o la cantina. El viejo Puente Stanley pasó a ser un armatoste ubicado en un lugar inapropiado, aunque a nadie se le ocurrió quitarlo de su sitio. Allí permaneció entre los árboles que lo rodeaban, los niños que se columpiaban o jugaban a la pelota en los espacios abiertos  y las familias que venían a tomar aire en las tardes de domingo.
Un día acampó, justo debajo del puente, una pareja de marginados carentes de hogar. Se las arreglaron para dormir, cocinar y hasta improvisar un excusado a uno de los extremos, lo que exasperó a los vecinos más cercanos quienes, encarándolos,  insistieron para que se marcharan. Ellos se negaron porque no tenían donde ir. Nadie les ofertó algún otro alojamiento y la cosa quedó por ahí. Allí permanecieron y algunos, que vivían más alejados y para el disgusto de los que vivían cerca, empezaron a traerles alimentos y ropas usadas. Por un sentimiento humanitario, ninguno quiso denunciarlos para que los expulsaran. Poco a poco, los intrusos fueron cerrando el espacio con materiales de deshecho: lonas, chapas, maderas y trozos de nylon. Cuando completaron el cerramiento, ampliaron sus dominios y cercaron con cañas un perímetro en torno al improvisado habitáculo. Allí plantaron algunas legumbres y criaron gallinas. Más tarde, les nació una niña y el agujero causado por la pierna de Stanley les resultó inconveniente porque por ahí entraba la lluvia y el viento frío del invierno, entonces lo remendaron con un pedazo de lata.
Se estableció una inesperada relación entre Stanley y aquella pequeña familia. Él se sentía vinculado con ellos en alguna forma, quizá fuera porque vivían bajo el puente de su desdicha o porque Manuel, el padre de la niña, se le fue acercando un poco por simpatía y otro por necesidad. El hombre le ayudaba con la poda de los frutales o la siembra de legumbres. A su vez, “El Gringo” le daba unos pesitos, fruta o algunos víveres para ir sobreviviendo. Con el correr del tiempo fueron entramando un sincero afecto que duró hasta que Stanley murió de repente, un día cualquiera. Manuel lo encontró en su lecho ya avanzada la mañana. Con una mano aferraba una de sus muletas como si hubiera estado dispuesto a incorporarse antes de fallecer.
Como tributo a quien consideraba su buen amigo, Manuel siguió cuidando del pequeño huerto y ayudado por su mujer aseaban y ventilaban regularmente la casa. Parecía que “El Gringo” iba a volver de un momento a otro de tan cuidadas que estaban sus cosas, tal como a él le habría gustado.
Aquel veintinueve de julio, a unos meses de la muerte de Stanley, llovía a mares. Manuel y su familia permanecían refugiados de la tormenta en su humilde morada cuando la niña, que estaba sentada en su cuna, levantó súbitamente su mirada y tendió sus bracitos hacia el hueco tapiado de lo que ahora era su techo. Al momento, la pequeña comenzó a elevarse en el aire, lloriqueando obstinada mientras trataba de asir algo invisible. Poco después descendió suavemente, sonriendo, para quedar tendida en su lecho, abrazando algo que nadie más podía ver. Los padres quedaron alelados. Decidieron que no contarían aquella maravilla a persona alguna, ante la eventualidad de que  los tomaran por locos o borrachos y los obligaran a irse del barrio. El hecho no volvió a suceder hasta que al año siguiente, en la misma fecha, se repitió el prodigio y también al otro. Para entonces la niña podía hablar y les contó que cada vez que ascendía, lo hacía aferrándose a una pierna que pendía sobre su cama. La pequeña deseaba  alcanzar una muñeca que estaba enredada en la extremidad, a la altura de la rodilla.
Una noche, las lonas y el nylon que habían convertido al puente en hogar tomaron fuego y Manuel tuvo apenas tiempo de huir con su familia del incendio. Luego, desde cierta distancia, quedaron contemplando tristes pero resignados la obra destructiva de las llamas, agradecidos por haber logrado salvar la vida. La niña lloraba por una muñeca que los padres nunca habían visto, y que ella aseguraba tener. Los vecinos habían concurrido para tratar de ayudar, pero fue inútil. El puente y lo que estaba debajo de él se quemaron rápidamente y sin remedio y el fuego se extinguió por sí solo, al amanecer, después de consumirse todo lo combustible. Los árboles circundantes apenas resultaron algo chamuscados por lo breve del  siniestro del que nunca se supo el origen. El hecho quedó en el misterio.
Por sugerencia de algún vecino que no quería que Manuel volviera a construir alguna clase de refugio en la plaza, la familia se instaló definitivamente en la casa de Stanley, que nadie había reclamado desde su muerte, por no haber herederos.
La niña siguió llorando por su muñeca y tanta fue su insistencia, que su madre, para que la dejara tranquila y aunque lo consideraba absurdo, accedió a llevarla al lugar del incendio. Cuando estaban cerca, la pequeña salió corriendo hacia los vestigios del calcinado puente y rescató de entre ellos una muñeca de trapo, algo sucia y estropeada, a la que abrazó con ternura y llevó para su nueva casa dejando atrás los restos carbonizados. Con el tiempo, el viento arrastró lejos las cenizas, creció el pasto y reverdecieron los árboles a la vez que la historia se volvía leyenda.
         

martes, 10 de enero de 2012

MEDINA, EL CANTAR Y LA LUZ

                           

-          Mañana hace fecha de Medina ¿Te das cuenta, Betty, cuánto hace que ya no está?
-                  Sí, anoche antes de dormir me puse a pensar en él. Me parece verlo llegando por la bajadita, montado en la bicicleta.¡Cómo tocaba la guitarra mientras pedaleaba, qué cosa increíble! Le volaba la gabardina. Más de una vez le dije que  probara  hacerlo  alrededor de la plaza. ¿Te imaginás, Mauro? Pudo haber sido un record Guinness.
-                  ¡Qué titular para los diarios! “Un uruguayo va en bicicleta tocando la guitarra por horas, días talvez”. Era único, excéntrico, irrepetible... Qué vida tan variada tuvo. Pobre... quiso el destino que se nos fuera de esa forma increíble, tan insólita...
-                  Bueno, no tanto el destino, en verdad tenía sus rayes el inefable Medina; buscando la luz terminó tomándose toda el agua del Río de la Plata. Pero se extraña ¿no? Cuántas tardes se sentó acá mismo con nosotros a tomar mate y conversar... Evidentemente adoraba este lugar, para él volver aquí era recuperar el paraíso perdido. Pensar que no se aparecía, a veces hasta por dos años y después, cualquier día estaba de nuevo por estos lados… Hay días en que espero verlo irrumpir pedaleando con aires de triunfador en este balneario de “quinta”, como él mismo lo llamaba.
-                  Durante su ausencia ni nos acordábamos de que esta casa era suya, pero al verlo nuevamente, era como si siempre hubiera estado con nosotros.
Evocaron la última visita que hizo al balneario. Llegó una vez más, como tantas otras, un día de pleno enero, cuando del otro lado de la bahía las primeras luces de la costa se reflejaban sobre el agua tranquila. Arribó en su vieja bicicleta, algo remozada sin duda, porque le había cambiado los faroles y le había agregado cintas multicolores, que flameaban en las puntas de unas varillas. El recién llegado bajó de su vehículo y los abrazó y besó cariñosamente como siempre.
-                  No me digas que te viniste de México en bicicleta -bromeó Mauro-. Medina soltó la risa:
-                  Eso no hubiera estado nada mal. El problema es que me estoy poniendo viejo igual que vos; en cambio, Betty se ve cada vez mejor y más joven.
-                  No me afiles, atorrante, que no soy tijera.
Siempre traía regalos para ellos:
-                 Para vos, Betty, te traje un huipil bordado a mano por las nativas de allá; este tequila es para Mauro. Aquí tengo artesanías y unos dulces típicos; espero que les gusten.
Era asombroso verlo extraer todo aquello de su deteriorada y pequeña mochila.
-                  ¿ Y cuándo te vas a comprar una valija, para tirar ese esperpento que llamas pomposamente “portafolios”? -le dijo Mauro riendo y señalando la vieja cartera de cuero que acompañaba a Medina desde tiempos inmemoriales y que alguna vez había sido marrón.
-                  A ésta yo no la cambio por nada...  –le contestó él sonriendo y palmeándola con una actitud cómplice, como si se tratara de un viejo amigo.
Medina se instaló en su cuarto, como de costumbre. La ventana estaba  orientada al este. Siempre le había gustado recibir el sol del amanecer a través de ella, se sentó sobre la cama y con la vista ausente recordó las vacaciones de su niñez. El balneario era más lindo; no había más de veinte casas edificadas entre las dunas. Pocos sabían de su existencia y ni siquiera había carteles indicadores a la entrada. Le fascinaba ver desde el dormitorio como los cerros se oscurecían lentamente al atardecer, y cuando había luna llena, imaginaba que los pedregales que blanqueaban en las laderas eran de azúcar derramada.
Esa casa la había construido su padre. Su madre biológica había muerto cuando  él era muy pequeño y Sara, su madrastra,  quizá por no poder engendrar hijos, lo había querido y criado como si fuera propio. Pocas referencias tenía de su verdadera madre, en parte porque aquella evocación no era del agrado de Sara. Su padre era también reticente a hablar del tema; pero pudo enterarse de que su madre y un hermano de ella, habían desaparecido frente a las costas de Rocha, durante una tormenta que los había sorprendido mientras navegaban. Nunca había visto ni siquiera una foto de su mamá.
A Medina y sus amigos les gustaba madrugar. Desde muy temprano se acomodaban para desayunar bajo la enramada de madreselvas y los pájaros se acercaban a picotear las migajas que caían al piso. Otros trinaban entre los árboles o sobre los aleros y techos de la casa.
-                  Mañana llega mi compañera –anunció Medina–, la conocí en Tapo: una terminal de buses en   Ciudad de México. Es Alemana. Cuando la vi por primera vez, andaba como perdida y como yo me defiendo un poco con el alemán y ella sabe algo de español, nos entendimos y después se  podría decir que nos enamoramos.
Se sonrió mostrando unos dientes largos y demasiado parejos para ser naturales. Las aletas de su nariz aguileña se recogieron al hacerlo. Usaba un bigote finito y muy arcaico, que le daba aspecto de cómico de cine mudo.
Efectivamente, al día siguiente vino la alemana. Era pelirroja y usaba el cabello corto; de facciones delicadas, sus ojos eran de un intenso marrón oscuro y su piel muy blanca. Tenía un cuerpo armonioso a pesar de ser bastante alta. Apenas llegó aspiró el aire marino y manifestó: “¡Esto es “fantastisches , wonderful!”
Un rato más tarde, luego de conversar largamente durante la sobremesa, Medina se puso su antigua malla negra de lana, se calzó un sombrero de paja desflecado, unos lentes oscuros pasados de moda  y descolgó su también añeja gabardina gris-verdosa del ropero.
-                  Bajemos a la playa, Karen –la invitó– ya vas a ver que lo que te he dicho sobre ella no es exagerado.
-                  Bueno, espera que yo cambio ropa.
Entró a la casa y reapareció luciendo una diminuta tanga, de cuya entrepierna emergían largos pelos rojizos, no llevaba sostén y mostraba sus senos, que no estaban  demasiado caídos, pese a que era evidente que su primera juventud había pasado hacía bastante. Sus pezones eran largos y rosados, su cintura estrecha y sus caderas anchas. Algunos vecinos salieron asombrados al verla pasar rumbo al mar, con los pechos al desnudo y quedaron criticándola por su audacia. A partir de ese día, todas las tardes se repetía la escena.
Ya en la playa, cuando amainaba la canícula, Karen buscaba un lugar tranquilo y aislado entre las rocas, se quitaba la tanga y se tendía boca arriba sobre su colorida toalla playera.  Abría sus piernas para permitir que los rayos del sol le irradiaran el sexo. Le confió a Betty que esa medida era adecuada para mantener y mejorar la sensibilidad del clítoris y la vagina y le recomendó que lo hiciera. Betty no se consideraba prejuiciosa,  pero ante la idea de tomar sol desnuda y en aquella pose, se alarmó. Pensó que Mauro podía enojarse mucho y también le preocupó la opinión de sus vecinos, ya que ella vivía allí todo el año, no como Karen, que estaba de visita y quien sabe cuando volvería.
A la alemana, por idiosincrasia, poco le importaba la opinión de los demás. Ir a la playa sin sostén le agradaba y lo hacía sin tomar en cuenta las murmuraciones. Además, la divertía ver a los hombres del lugar salir cada vez que ella pasaba, ávidos y noveleros por verle los senos desnudos.
Una tarde observó que la malla de Medina, ensopada luego del baño, colgaba entre sus piernas prometiendo magnitudes irreales. Karen se rió de buena gana y bromeando dijo:
-  Seguí tú hasta el fin de mundo con esperanza de que eso fuera verdad y ¡qué betrug! Lamento ahora, ese bulto es sólo ilusión.
Él, que no hacía gala de poseer mucho sentido del humor y además resentía no tener un pene más grande, se molestó; se puso la descolorida gabardina y se alejó caminando a lo largo de la orilla con largos pasos.
A veces, Medina salía en bicicleta a recorrer el balneario y  Karen lo acompañaba corriendo a su lado por un par de kilómetros; luego se volvía. Él, en cambio seguía pedaleando y se perdía de vista por los polvorientos caminos del lugar.
Un día de esos se cerró la noche y él no apareció. Pasaron las horas y Karen y sus amigos se fueron inquietando cada vez más. Consideraron la posibilidad de salir a buscarlo o de avisar en el destacamento policial de su tardanza.
-                 Mirá si empezó de nuevo con lo de la luz – comentó alarmada Betty.
-                 Ya son las doce de la noche. Si no vuelve en media hora vamos a tener que denunciar –dijo Mauro.
-                 Él  estado en lugares bien peligrosos –recordó Karen– y siempre vuelve.
-                 Eso es cierto – reconoció Betty -¿Te acordás, Mauro, cuando nos escribía desde el sur de Méjico?– y dirigiéndose a Karen agregó: -Fue hace unos cinco años. En ese entonces trabajaba en una factoría curtiendo pieles de tiburón.
-                 ¡Qué cosa más rara! Entiende poco. Repite, por favor.
Betty usó palabras y gestos hasta que la mujer captó, al menos en parte, lo que ella había dicho. Mauro prosiguió, tratando de ser lo más claro posible:
-                 Y eso no es nada, en Australia eran cueros de canguro, en Brasil: de yacaré... un animal parecido al cocodrilo; el hombre tiene un oficio muy especial.
En ese momento sintieron llegar un vehículo que después de detenerse, emitió dos o tres bocinazos. Salieron y vieron que dos policías traían a Medina casi a rastras. Lo sostenían por las axilas mientras él, creyéndose aún sobre la bicicleta, trataba de pedalear. Tenía el rostro desencajado y los dientes apretados por el esfuerzo. Jadeaba y deliraba diciendo: “Ya termina el repecho... allá arriba está ella cantando. La luz, la luz...”
Uno de los agentes explicó:
-                 Hace más de dos horas que andamos con él; preguntando a los vecinos por fin vinimos a dar acá. Un hombre nos acompañó hasta la esquina y nos dijo que el individuo vivía en  esta casa, con una alemana nudista –el policía se dirigió entonces a Karen preguntándole con cierta ironía: -¿Es usted, señora?
Karen tenía dificultades para entender y Mauro le explicó tratando de suavizar las palabras del agente:
-                 Quiere saber si eres algo de él.
-                 Sí –asintió Karen no del todo convencida, porque había notado el gesto burlón del policía– yo soy mujer de él.
-                 Entonces usted sabe que este ciudadano no está en sus cabales. Lo encontramos en el campo, bastante lejos de acá. El casero de los Hernández nos avisó que un toro lo había embestido. Parece que el hombre se metió con la bicicleta  entre el ganado y el animal lo derribó, por suerte no lo lastimó mucho. El pobre es loco ¿no? –dijo haciendo girar el índice junto a su sien.
Aunque Karen no pudo entender todo aquel parlamento, la frase final del agente y su gesto hicieron que ella se indignara.
-                 ¡Pero cómo es atrevido! Mi marido no es loco, para que sabes, es un hombre mucho más inteligente que usted. ¡No tiene derecho insultarnos, dumm!  ¿oye? la diktatura , bündel  de sadisticos, causó a él quedar con amnésica.
-                 Karen, por favor... – intercedió Mauro para que se calmara y no complicara las cosas.
    Ella guardó silencio y abrazó a Medina, diciéndole cariñosamente, como quien habla a un niño:
-                 Ven, mein liebe kind, vamos dentro a curar.
Él se dejó guiar dócilmente, con los ojos entrecerrados y apoyando su cabeza en el hombro de ella.
-                 Bueno vecino, este procedimiento está terminado. Tenga la gentileza de darnos sus datos y los del sujeto que le entregamos –mientras el funcionario anotaba Mauro creyó pertinente agregar:
-                 Mire, no es que mi amigo esté loco... quedó así en el penal. Estuvo un año adentro ¿sabe?
-                 Así que fue subversivo ... –dijo el otro despectivamente, levantando una ceja y  sin dejar de escribir.
-                 No fue así –dijo Mauro– repartíamos unos volantes, nada más. Nos cazaron y nos comimos unos meses adentro...
Con prescindencia, el policía dio por terminado el diálogo diciendo: “-Sírvase sus documentos y buenas noches, señor. ¡Ah! Cuiden al demente, porque en una de esas escapadas la queda.”
Otro agente bajó de la caja de la camioneta la bicicleta algo maltrecha y la dejó apoyada en un árbol del jardín.
Mientras entraba a la casa pensativo, Mauro recordó los días de reclusión junto a Medina. La primera parte del encierro fue brutal, por los terribles castigos que les infirieron durante los interrogatorios; pero algunos meses después la situación ya no fue tan apremiante. Sin embargo, Medina, que empezó a tener delirios en el período más difícil -seguramente como medio de escapar a una realidad insoportable- siguió con sus fantasías. Éstas estaban ligadas a un único libro, que los padres habían logrado traerle sin que los carceleros lo objetaran. Era “ Flor nueva de Romances Viejos” y Medina lo leyó y releyó tantas veces que terminó por aprendérselo de memoria. Se sentaba en la celda a recitar sus poemas favoritos con el libro cerrado, apoyado sobre su pecho. Más adelante agregó melodías no muy apropiadas para aquellos textos y absorto las cantaba suavemente, casi para sí, acompañándose con una guitarra imaginaria. Pero una noche, en su entusiasmo, fue levantando el tono de su voz hasta gritar. Entonces se ganó una paliza fenomenal. A esta circunstancia él agregó otro elemento que sus verdugos encontraron igualmente exasperante:  negaba su primer nombre e insistía en que se llamaba “Arnaldo” algunas veces y otras “Guarino”. Finalmente los encargados de interrogarlo, comprendieron que todo aquello era parte de un delirio y lo dejaron en paz.
El resto de su cautiverio siguió cantando bajito y encarnando alguno de los personajes de su libro. Desde entonces, sólo admitió llamarse “Medina” para ahorrarse contratiempos y golpizas.
De pronto cruzaba la celda con paso majestuoso, hablándole a un ave imaginaria que llevaba posada en el brazo o se desplazaba por el recinto, como si éste estuviera anegado y él avanzara transportando una pesada carga. Hacía innumerables representaciones, a veces no muy claras,  y encarnaba diversos personajes sucesivos, sin que se pudiera adivinar cuando terminaba de ser uno y empezaba a ser otro.
Nombraba de continuo a una piedra zafira “... que tanto relumbra de noche como el sol a medio día.” Insistía en que oía una voz que le enseñaba las  tonadas de sus canciones y se desesperaba  por aprender una que consideraba especial,  pero “la voz” le dijo que no se la iba a revelar hasta que alcanzara la luz y aunque trató muchas veces de explicarle que no podía salir de la celda,  “la voz” era terca y no quería entender; esa situación lo hacía sufrir extremadamente.
Mauro quería hacerlo razonar pero era inútil: cuando estaba en pleno delirio, no lo escuchaba y cuando volvía a la realidad, no recordaba absolutamente nada de lo hecho y dicho durante el trance. Medina no atendía en absoluto a lo que su compañero le relataba, pero, de todas formas ,tenía con él muchas afinidades. Así nació y creció entre ambos una fuerte amistad que los unió por el resto de sus vidas. Fueron liberados en fechas distintas. Con el correr del tiempo y  la ayuda de amigos comunes, pudieron encontrarse finalmente en Francia y reanudaron su trato.
Karen, usando una gasa mojada con  desinfectante, limpió los raspones y tajos que Medina tenía por todo el cuerpo. Se había hecho algunos trabones en la gabardina. La mujer, sin considerar la hora, se puso a coserlos mientras el torero ciclista dormía plácidamente.
A la mañana siguiente no tenía ni idea de lo sucedido la noche anterior. Desayunó con ganas y luego se puso a tocar la guitarra tranquilamente, bajo la glorieta de madreselvas, cantando partes de viejas canciones y algunos versos ininteligibles, seguramente de su autoría. En el dormitorio, la gabardina reparada colgaba en su percha.
Karen conversaba en la cocina con Betty:
-  Contaron unos amigos, conocieron Medina antes de mí, que vio la luz arriba  un árbol muy grande, cerca laguna Bacalar; él sube bien alto. Después luz cayó al suelo. ¿Puedes creer que se tiró  de árbol  para  la agarrar? Claro, no pudo, pero así rompió costillas. Suerte las ramas frenar algo caída y no murió.
-                 La convivencia con una persona así debe ser difícil...
-                 Ich liebe  él, yo lo amo ¿entiendes? No es poco.
Medina y su alemana pasaban casi todo el día en la costa. No volvían a comer al mediodía  y regresaban ya entrada la noche. Se llevaban pan, queso, fruta y vino blanco para almorzar frugalmente. Al caer la tarde solían cantar a dúo frente al mar, a veces en español y otras en alemán. Mientras lo hacían, en ocasiones se abrazaban y lloraban: Karen, seguramente añorando su país y sus seres queridos tan lejanos y  él por penas profundas del pasado.
Sara primero y su padre después habían fallecido hacía unos pocos años. Antes de morir, durante el período fatídico en que él estuvo detenido, el matrimonio invirtió toda su energía y sus ahorros para conseguir su libertad. Sufrieron una gran frustración porque él era un excelente estudiante de química cuando lo encarcelaron, cercenando así una carrera que prometía ser brillante. Encallecieron sus nudillos de tanto golpear puertas. Soportaron la indiferencia y las actitudes sádicas y prepotentes de muchos de los represores y finalmente, al concretarse su liberación, después de que pudieran demostrar que el joven Medina presentaba un cuadro de esquizofrenia, lo enviaron al exterior. Aquella lucha dejó a los padres agotados mental y físicamente, en desmedro de su salud, la que nunca recuperaron del todo. A su vez, él jamás pudo librarse de una angustiosa sensación de responsabilidad frente a ese hecho. Con mucho sacrificio terminó en el extranjero su carrera de Ingeniero Químico, especializado en curtido de pieles. Consideró que esa era una forma de homenajear a sus padres y compensar en parte el sufrimiento que habían experimentado. 
Cuando murió su padre y  con poco tiempo de diferencia también Sara, su sentimiento de culpa volvió con fuerza. La noticia le llegó bastante tarde. En ese momento él trabajaba en el Brasil, en la región del Pantanal, curtiendo cueros de yacaré. Entró en crisis y desesperado por el dolor navegó compulsivamente en una piragua, durante días. Tras varias jornadas agotadoras, encalló la embarcación en una ribera. De manera fortuita, unos pescadores indígenas dieron con él. Estaba sin conocimiento, tendido en el piso del bote, llagado por el sol y las picaduras de los insectos. Sus salvadores lo curaron con cataplasmas e infusiones de yuyos. Finalmente, lo ayudaron a reintegrarse a la civilización, ya restablecido. Él amaba a aquellas gentes sencillas a quienes debía la vida; cada tanto regresaba a visitarlos y se quedaba con ellos por algunas semanas, en sus chozas de ramas.
De su padre heredó, además de la casa de la playa en la cual transcurrieran los veranos inolvidables de su niñez y adolescencia, un apartamento en el Centro de Montevideo.
Él prefería la costa y apenas llegado al país, pasaba brevemente por su vivienda capitalina, para levantar su bicicleta y pedalear en ella los setenta y tantos kilómetros de distancia que  lo separaban del balneario.
Un atardecer en que estaba sentado junto a Karen, contemplando el mar, Medina volvió a oír el cantar y vio la luz  posada sobre las aguas, hacia el este, donde los cerros se iban desdibujando en el ocaso. Entre dientes primero y después a gritos comenzó a cantar parte de una extraña canción: “... por tu vida, el marinero, dime ahora ese cantar...” Se incorporó de un salto y salió corriendo con su gabardina puesta y el brazo extendido. Seguía entonando frases inconexas: “... las velas trae de seda... áncoras tiene de plata...  que la mar ponía en calma, los vientos hace amainar...”
Ella no entendía mucho sus palabras y al verlo sumergirse hasta la altura del pecho con la gabardina puesta, comprendió que algo relacionado con sus delirios lo había impulsado a actuar en forma tan abrupta.
Estaban en una zona rocosa, de fondo irregular y llena de  pozos; Karen, alarmada, olvidando que estaba desnuda, se tiró al agua y nadó tras él. En su desesperación por avanzar, no pudo evitar que el filo de una piedra le hiciera un corte largo y algo profundo a la altura del estómago. No consideró que fuera grave, pero le ardía bastante. Siguió adelante de todos modos. Medina, con la gabardina ya empapada, continuaba alejándose. Se hundía por momentos y trabajosamente sacaba la cabeza de tanto en tanto, resoplando. El dolor que le producía el tajo martirizaba a la mujer, en especial al extender los brazos para nadar más rápido y poder alcanzarlo, luchando contra el oleaje que, incrementándose por momentos, se lo impedía. A poca distancia de ella, el hombre dio  unos desesperados manotones y desapareció definitivamente de la superficie. Cuando llegó hasta el lugar donde él se había sumergido, se convenció que su lucha era inútil, porque por más que buscó entre las aguas, no pudo encontrarlo. Vencida por el esfuerzo y llena de impotencia, Karen se largó a llorar y gritar, mesándose sus cabellos rojos. Apenas podía sostenerse a flote.
Al caer la noche, unos bañistas que pasaban por ahí, la encontraron tendida en las rocas, desmayada y con el vientre ensangrentado.

Medina caminaba sobre el agua trabajosamente, porque la pesada gabardina empapada le dificultaba la marcha. Como pudo se la quitó, lo que facilitó su desplazamiento.
El cantar y la luz provenían de un velero blanco que se divisaba a lo lejos, meciéndose sobre las olas. No sentía miedo ni frío; su único fin era llegar a la nave. Ni siquiera prestó atención a su preciada gabardina, que se alejaba de él con las mangas desplegadas, semejando un ahogado que flotaba boca abajo, con los miembros y la cabeza hundidos en el agua.
Caída ya la noche, la luz lo guiaba desde lo alto del palo mayor y por fin vio a quien cantaba: era una mujer que sentada en la borda, mojaba sus pies en el agua. Tenía la apariencia de una deidad, envuelta en una especie túnica de seda blanca y luciendo una diadema que brillaba iluminada por la lumbrera del mástil. Cuando estuvo junto al casco, ella le tendió las manos ayudándolo a subir a cubierta, sin dejar de entonar su canción sin palabras. Sin embargo él la entendía. La voz era sublime, más dulce y hermosa aún de lo que Medina la recordaba. 
Se recostó y puso su cabeza en el regazo de ella, la miró profundamente a los ojos y le dijo feliz: “Por fin...” Ella lo besó en la frente, la luz se apagó y él se quedó dormido.

Mauro y Betty hicieron la denuncia de la desaparición. Después de dar sus datos personales, el escribiente les pidió que describieran la ropa que el sujeto tenía puesta cuando lo vieron por última vez.
-                 ¿Cómo dice? ¿Se fue a la playa de gabardina? –les preguntó con cierta incredulidad.
-                 Así es –respondió Mauro, molesto.
Pasaron algunos días y no tuvieron ninguna noticia de la policía. El matrimonio y Karen decidieron abrir el portafolios de Medina para ver su contenido. Encontraron el libro de los romances, sumamente desgastado, una réplica de las llaves de la casa del balneario, algunas cajas de medicamentos, tres mil dólares y una libreta de cheques. También había algunas fotos de su padre con Sara y otras de sus viajes: en Australia, junto a un gran canguro; en la selva, con un yacaré muerto que colgaba de un árbol; frente a una choza, con nativos vestidos con pieles y plumas multicolores, que lo rodeaban sonrientes mientras él tocaba la guitarra...
Finalmente los guardacostas les acercaron la gabardina. La habían encontrado en otra playa; estaba todavía mojada, sucia y desgarrada. Karen buscó el bolsillo interior y descorriendo el cierre, extrajo de él las llaves del apartamento de Montevideo.
Allí se instaló a la espera de que naciera el hijo de Medina.
Mauro y su mujer permanecieron en la casa de la playa, donde cada verano llegaban la alemana y su niño; venían de Europa a pasar sus vacaciones.
Karen quería que su hijo hablara el idioma del padre y al venir al Uruguay, la práctica constante lograba que ambos se expresaran en un español bastante aceptable.
Un atardecer de estío sucedió algo que dejó a Karen muy preocupada: Arnaldo jugaba en la arena cuando levantó de pronto la vista, miró a lo lejos y dijo señalando el horizonte:
-                 ¡Mommy, mira allá, atrás de aquel barquito! ¿lo ves? Hay una luz grande arriba del agua. Oigo a una señora que canta...
Karen le contestó con ternura, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas:
-                 Mein liebe Sohn: No mires, hace mal a tus ojitos, ciérralos bien fuerte, así ¿ves? Y cada vez que aparezca, me avisas para que yo tape tus oídos.
El niño la obedeció, pero extrañamente continuó percibiendo la luz a través de los párpados. Las manos de la madre en sus oídos no impidieron que, además, siguiera oyendo la melodía.