domingo, 9 de noviembre de 2014

MEDINA, EL CANTAR Y LA LUZ

                                 MEDINA, EL CANTAR Y LA LUZ

-          Mañana hace fecha de Medina ¿Te das cuenta, Betty, cuánto hace que ya no está?
-                     Sí, anoche antes de dormir me puse a pensar en él. Me parece verlo llegando por la bajadita, montado en la bicicleta.¡Cómo tocaba la guitarra mientras pedaleaba, qué cosa increíble! Le volaba la gabardina. Más de una vez le dije que  probara  hacerlo  alrededor de la plaza. ¿Te imaginás, Mauro? Pudo haber sido un record Guinness.
-                     ¡Qué titular para los diarios! “Un uruguayo va en bicicleta tocando la guitarra por horas, días talvez”. Era único, excéntrico, irrepetible... Qué vida tan variada tuvo. Pobre... quiso el destino que se nos fuera de esa forma increíble, tan insólita...
-                     Bueno, no tanto el destino, en verdad tenía sus rayes el inefable Medina; buscando la luz terminó tomándose toda el agua del Río de la Plata. Pero se extraña ¿no? Cuántas tardes se sentó acá mismo con nosotros a tomar mate y conversar... Evidentemente adoraba este lugar, para él volver aquí era recuperar el paraíso perdido. Pensar que no se aparecía, a veces hasta por dos años y después, cualquier día estaba de nuevo por estos lados… Hay días en que espero verlo irrumpir pedaleando con aires de triunfador en este balneario de “quinta”, como él mismo lo llamaba.
-                     Durante su ausencia ni nos acordábamos de que esta casa era suya, pero al verlo nuevamente, era como si siempre hubiera estado con nosotros.
Evocaron la última visita que hizo al balneario. Llegó una vez más, como tantas otras, un día de pleno enero, cuando del otro lado de la bahía las primeras luces de la costa se reflejaban sobre el agua tranquila. Arribó en su vieja bicicleta, algo remozada sin duda, porque le había cambiado los faroles y le había agregado cintas multicolores, que flameaban en las puntas de unas varillas. El recién llegado bajó de su vehículo y los abrazó y besó cariñosamente como siempre.
-                     No me digas que te viniste de México en bicicleta -bromeó Mauro-. Medina soltó la risa:
-                     Eso no hubiera estado nada mal. El problema es que me estoy poniendo viejo igual que vos; en cambio, Betty se ve cada vez mejor y más joven.
-                     No me afiles, atorrante, que no soy tijera.
Siempre traía regalos para ellos:
-                     Para vos, Betty, te traje un huipil bordado a mano por las nativas de allá; este tequila es para Mauro. Aquí tengo artesanías y unos dulces típicos; espero que les gusten.
Era asombroso verlo extraer todo aquello de su deteriorada y pequeña mochila.
-                     ¿ Y cuándo te vas a comprar una valija, para tirar ese esperpento que llamas pomposamente “portafolios”? -le dijo Mauro riendo y señalando la vieja cartera de cuero que acompañaba a Medina desde tiempos inmemoriales y que alguna vez había sido marrón.
-                     A ésta yo no la cambio por nada...  –le contestó él sonriendo y palmeándola con una actitud cómplice, como si se tratara de un viejo amigo.
Medina se instaló en su cuarto, como de costumbre. La ventana estaba  orientada al este. Siempre le había gustado recibir el sol del amanecer a través de ella, se sentó sobre la cama y con la vista ausente recordó las vacaciones de su niñez. El balneario era más lindo; no había más de veinte casas edificadas entre las dunas. Pocos sabían de su existencia y ni siquiera había carteles indicadores a la entrada. Le fascinaba ver desde el dormitorio como los cerros se oscurecían lentamente al atardecer, y cuando había luna llena, imaginaba que los pedregales que blanqueaban en las laderas eran de azúcar derramada.
Esa casa la había construido su padre. Su madre biológica había muerto cuando  él era muy pequeño y Sara, su madrastra,  quizá por no poder engendrar hijos, lo había querido y criado como si fuera propio. Pocas referencias tenía de su verdadera madre, en parte porque aquella evocación no era del agrado de Sara. Su padre era también reticente a hablar del tema; pero pudo enterarse de que su madre y un hermano de ella, habían desaparecido frente a las costas de Rocha, durante una tormenta que los había sorprendido mientras navegaban. Nunca había visto ni siquiera una foto de su mamá.
A Medina y sus amigos les gustaba madrugar. Desde muy temprano se acomodaban para desayunar bajo la enramada de madreselvas y los pájaros se acercaban a picotear las migajas que caían al piso. Otros trinaban entre los árboles o sobre los aleros y techos de la casa.
-                     Mañana llega mi compañera –anunció Medina–, la conocí en Tapo: una terminal de buses en   Ciudad de México. Es Alemana. Cuando la vi por primera vez, andaba como perdida y como yo me defiendo un poco con el alemán y ella sabe algo de español, nos entendimos y después se  podría decir que nos enamoramos.
Se sonrió mostrando unos dientes largos y demasiado parejos para ser naturales. Las aletas de su nariz aguileña se recogieron al hacerlo. Usaba un bigote finito y muy arcaico, que le daba aspecto de cómico de cine mudo.
Efectivamente, al día siguiente vino la alemana. Era pelirroja y usaba el cabello corto; de facciones delicadas, sus ojos eran de un intenso marrón oscuro y su piel muy blanca. Tenía un cuerpo armonioso a pesar de ser bastante alta. Apenas llegó aspiró el aire marino y manifestó: “¡Esto es “fantastisches , wonderful!”
Un rato más tarde, luego de conversar largamente durante la sobremesa, Medina se puso su antigua malla negra de lana, se calzó un sombrero de paja desflecado, unos lentes oscuros pasados de moda  y descolgó su también añeja gabardina gris-verdosa del ropero.
-                     Bajemos a la playa, Karen –la invitó– ya vas a ver que lo que te he dicho sobre ella no es exagerado.
-                     Bueno, espera que yo cambio ropa.
Entró a la casa y reapareció luciendo una diminuta tanga, de cuya entrepierna emergían largos pelos rojizos, no llevaba sostén y mostraba sus senos, que no estaban  demasiado caídos, pese a que era evidente que su primera juventud había pasado hacía bastante. Sus pezones eran largos y rosados, su cintura estrecha y sus caderas anchas. Algunos vecinos salieron asombrados al verla pasar rumbo al mar, con los pechos al desnudo y quedaron criticándola por su audacia. A partir de ese día, todas las tardes se repetía la escena.
Ya en la playa, cuando amainaba la canícula, Karen buscaba un lugar tranquilo y aislado entre las rocas, se quitaba la tanga y se tendía boca arriba sobre su colorida toalla playera.  Abría sus piernas para permitir que los rayos del sol le irradiaran el sexo. Le confió a Betty que esa medida era adecuada para mantener y mejorar la sensibilidad del clítoris y la vagina y le recomendó que lo hiciera. Betty no se consideraba prejuiciosa,  pero ante la idea de tomar sol desnuda y en aquella pose, se alarmó. Pensó que Mauro podía enojarse mucho y también le preocupó la opinión de sus vecinos, ya que ella vivía allí todo el año, no como Karen, que estaba de visita y quien sabe cuando volvería.
A la alemana, por idiosincrasia, poco le importaba la opinión de los demás. Ir a la playa sin sostén le agradaba y lo hacía sin tomar en cuenta las murmuraciones. Además, la divertía ver a los hombres del lugar salir cada vez que ella pasaba, ávidos y noveleros por verle los senos desnudos.
Una tarde observó que la malla de Medina, ensopada luego del baño, colgaba entre sus piernas prometiendo magnitudes irreales. Karen se rió de buena gana y bromeando dijo:
-  Seguí tú hasta el fin de mundo con esperanza de que eso fuera verdad y ¡qué betrug! Lamento ahora, ese bulto es sólo ilusión.
Él, que no hacía gala de poseer mucho sentido del humor y además resentía no tener un pene más grande, se molestó; se puso la descolorida gabardina y se alejó caminando a lo largo de la orilla con largos pasos.
A veces, Medina salía en bicicleta a recorrer el balneario y  Karen lo acompañaba corriendo a su lado por un par de kilómetros; luego se volvía. Él, en cambio seguía pedaleando y se perdía de vista por los polvorientos caminos del lugar.
Un día de esos se cerró la noche y él no apareció. Pasaron las horas y Karen y sus amigos se fueron inquietando cada vez más. Consideraron la posibilidad de salir a buscarlo o de avisar en el destacamento policial de su tardanza.
-                     Mirá si empezó de nuevo con lo de la luz – comentó alarmada Betty.
-                     Ya son las doce de la noche. Si no vuelve en media hora vamos a tener que denunciar –dijo Mauro.
-                     Él  estado en lugares bien peligrosos –recordó Karen– y siempre vuelve.
-                     Eso es cierto – reconoció Betty -¿Te acordás, Mauro, cuando nos escribía desde el sur de Méjico?– y dirigiéndose a Karen agregó: -Fue hace unos cinco años. En ese entonces trabajaba en una factoría curtiendo pieles de tiburón.
-                     ¡Qué cosa más rara! Entiende poco. Repite, por favor.
Betty usó palabras y gestos hasta que la mujer captó, al menos en parte, lo que ella había dicho. Mauro prosiguió, tratando de ser lo más claro posible:
-                     Y eso no es nada, en Australia eran cueros de canguro, en Brasil: de yacaré... un animal parecido al cocodrilo; el hombre tiene un oficio muy especial.
En ese momento sintieron llegar un vehículo que después de detenerse, emitió dos o tres bocinazos. Salieron y vieron que dos policías traían a Medina casi a rastras. Lo sostenían por las axilas mientras él, creyéndose aún sobre la bicicleta, trataba de pedalear. Tenía el rostro desencajado y los dientes apretados por el esfuerzo. Jadeaba y deliraba diciendo: “Ya termina el repecho... allá arriba está ella cantando. La luz, la luz...”
Uno de los agentes explicó:
-                     Hace más de dos horas que andamos con él; preguntando a los vecinos por fin vinimos a dar acá. Un hombre nos acompañó hasta la esquina y nos dijo que el individuo vivía en  esta casa, con una alemana nudista –el policía se dirigió entonces a Karen preguntándole con cierta ironía: -¿Es usted, señora?
Karen tenía dificultades para entender y Mauro le explicó tratando de suavizar las palabras del agente:
-                     Quiere saber si eres algo de él.
-                     Sí –asintió Karen no del todo convencida, porque había notado el gesto burlón del policía– yo soy mujer de él.
-                     Entonces usted sabe que este ciudadano no está en sus cabales. Lo encontramos en el campo, bastante lejos de acá. El casero de los Hernández nos avisó que un toro lo había embestido. Parece que el hombre se metió con la bicicleta  entre el ganado y el animal lo derribó, por suerte no lo lastimó mucho. El pobre es loco ¿no? –dijo haciendo girar el índice junto a su sien.
Aunque Karen no pudo entender todo aquel parlamento, la frase final del agente y su gesto hicieron que ella se indignara.
-                     ¡Pero cómo es atrevido! Mi marido no es loco, para que sabes, es un hombre mucho más inteligente que usted. ¡No tiene derecho insultarnos, dumm!  ¿oye? la diktatura , bündel  de sadisticos, causó a él quedar con amnésica.
-                     Karen, por favor... – intercedió Mauro para que se calmara y no complicara las cosas.
    Ella guardó silencio y abrazó a Medina, diciéndole cariñosamente, como quien habla a un niño:
-                     Ven, mein liebe kind, vamos dentro a curar.
Él se dejó guiar dócilmente, con los ojos entrecerrados y apoyando su cabeza en el hombro de ella.
-                     Bueno vecino, este procedimiento está terminado. Tenga la gentileza de darnos sus datos y los del sujeto que le entregamos –mientras el funcionario anotaba Mauro creyó pertinente agregar:
-                     Mire, no es que mi amigo esté loco... quedó así en el penal. Estuvo un año adentro ¿sabe?
-                     Así que fue subversivo ... –dijo el otro despectivamente, levantando una ceja y  sin dejar de escribir.
-                     No fue así –dijo Mauro– repartíamos unos volantes, nada más. Nos cazaron y nos comimos unos meses adentro...
Con prescindencia, el policía dio por terminado el diálogo diciendo: “-Sírvase sus documentos y buenas noches, señor. ¡Ah! Cuiden al demente, porque en una de esas escapadas la queda.”
Otro agente bajó de la caja de la camioneta la bicicleta algo maltrecha y la dejó apoyada en un árbol del jardín.
Mientras entraba a la casa pensativo, Mauro recordó los días de reclusión junto a Medina. La primera parte del encierro fue brutal, por los terribles castigos que les infirieron durante los interrogatorios; pero algunos meses después la situación ya no fue tan apremiante. Sin embargo, Medina, que empezó a tener delirios en el período más difícil -seguramente como medio de escapar a una realidad insoportable- siguió con sus fantasías. Éstas estaban ligadas a un único libro, que los padres habían logrado traerle sin que los carceleros lo objetaran. Era “ Flor nueva de Romances Viejos” y Medina lo leyó y releyó tantas veces que terminó por aprendérselo de memoria. Se sentaba en la celda a recitar sus poemas favoritos con el libro cerrado, apoyado sobre su pecho. Más adelante agregó melodías no muy apropiadas para aquellos textos y absorto las cantaba suavemente, casi para sí, acompañándose con una guitarra imaginaria. Pero una noche, en su entusiasmo, fue levantando el tono de su voz hasta gritar. Entonces se ganó una paliza fenomenal. A esta circunstancia él agregó otro elemento que sus verdugos encontraron igualmente exasperante:  negaba su primer nombre e insistía en que se llamaba “Arnaldo” algunas veces y otras “Guarino”. Finalmente los encargados de interrogarlo, comprendieron que todo aquello era parte de un delirio y lo dejaron en paz.
El resto de su cautiverio siguió cantando bajito y encarnando alguno de los personajes de su libro. Desde entonces, sólo admitió llamarse “Medina” para ahorrarse contratiempos y golpizas.
De pronto cruzaba la celda con paso majestuoso, hablándole a un ave imaginaria que llevaba posada en el brazo o se desplazaba por el recinto, como si éste estuviera anegado y él avanzara transportando una pesada carga. Hacía innumerables representaciones, a veces no muy claras,  y encarnaba diversos personajes sucesivos, sin que se pudiera adivinar cuando terminaba de ser uno y empezaba a ser otro.
Nombraba de continuo a una piedra zafira “... que tanto relumbra de noche como el sol a medio día.” Insistía en que oía una voz que le enseñaba las  tonadas de sus canciones y se desesperaba  por aprender una que consideraba especial,  pero “la voz” le dijo que no se la iba a revelar hasta que alcanzara la luz y aunque trató muchas veces de explicarle que no podía salir de la celda,  “la voz” era terca y no quería entender; esa situación lo hacía sufrir extremadamente.
Mauro quería hacerlo razonar pero era inútil: cuando estaba en pleno delirio, no lo escuchaba y cuando volvía a la realidad, no recordaba absolutamente nada de lo hecho y dicho durante el trance. Medina no atendía en absoluto a lo que su compañero le relataba, pero, de todas formas ,tenía con él muchas afinidades. Así nació y creció entre ambos una fuerte amistad que los unió por el resto de sus vidas. Fueron liberados en fechas distintas. Con el correr del tiempo y  la ayuda de amigos comunes, pudieron encontrarse finalmente en Francia y reanudaron su trato.
Karen, usando una gasa mojada con  desinfectante, limpió los raspones y tajos que Medina tenía por todo el cuerpo. Se había hecho algunos trabones en la gabardina. La mujer, sin considerar la hora, se puso a coserlos mientras el torero ciclista dormía plácidamente.
A la mañana siguiente no tenía ni idea de lo sucedido la noche anterior. Desayunó con ganas y luego se puso a tocar la guitarra tranquilamente, bajo la glorieta de madreselvas, cantando partes de viejas canciones y algunos versos ininteligibles, seguramente de su autoría. En el dormitorio, la gabardina reparada colgaba en su percha.
Karen conversaba en la cocina con Betty:
-  Contaron unos amigos, conocieron Medina antes de mí, que vio la luz arriba  un árbol muy grande, cerca laguna Bacalar; él sube bien alto. Después luz cayó al suelo. ¿Puedes creer que se tiró  de árbol  para  la agarrar? Claro, no pudo, pero así rompió costillas. Suerte las ramas frenar algo caída y no murió.
-                     La convivencia con una persona así debe ser difícil...
-                     Ich liebe  él, yo lo amo ¿entiendes? No es poco.
Medina y su alemana pasaban casi todo el día en la costa. No volvían a comer al mediodía  y regresaban ya entrada la noche. Se llevaban pan, queso, fruta y vino blanco para almorzar frugalmente. Al caer la tarde solían cantar a dúo frente al mar, a veces en español y otras en alemán. Mientras lo hacían, en ocasiones se abrazaban y lloraban: Karen, seguramente añorando su país y sus seres queridos tan lejanos y  él por penas profundas del pasado.
Sara primero y su padre después habían fallecido hacía unos pocos años. Antes de morir, durante el período fatídico en que él estuvo detenido, el matrimonio invirtió toda su energía y sus ahorros para conseguir su libertad. Sufrieron una gran frustración porque él era un excelente estudiante de química cuando lo encarcelaron, cercenando así una carrera que prometía ser brillante. Encallecieron sus nudillos de tanto golpear puertas. Soportaron la indiferencia y las actitudes sádicas y prepotentes de muchos de los represores y finalmente, al concretarse su liberación, después de que pudieran demostrar que el joven Medina presentaba un cuadro de esquizofrenia, lo enviaron al exterior. Aquella lucha dejó a los padres agotados mental y físicamente, en desmedro de su salud, la que nunca recuperaron del todo. A su vez, él jamás pudo librarse de una angustiosa sensación de responsabilidad frente a ese hecho. Con mucho sacrificio terminó en el extranjero su carrera de Ingeniero Químico, especializado en curtido de pieles. Consideró que esa era una forma de homenajear a sus padres y compensar en parte el sufrimiento que habían experimentado. 
Cuando murió su padre y  con poco tiempo de diferencia también Sara, su sentimiento de culpa volvió con fuerza. La noticia le llegó bastante tarde. En ese momento él trabajaba en el Brasil, en la región del Pantanal, curtiendo cueros de yacaré. Entró en crisis y desesperado por el dolor navegó compulsivamente en una piragua, durante días. Tras varias jornadas agotadoras, encalló la embarcación en una ribera. De manera fortuita, unos pescadores indígenas dieron con él. Estaba sin conocimiento, tendido en el piso del bote, llagado por el sol y las picaduras de los insectos. Sus salvadores lo curaron con cataplasmas e infusiones de yuyos. Finalmente, lo ayudaron a reintegrarse a la civilización, ya restablecido. Él amaba a aquellas gentes sencillas a quienes debía la vida; cada tanto regresaba a visitarlos y se quedaba con ellos por algunas semanas, en sus chozas de ramas.
De su padre heredó, además de la casa de la playa en la cual transcurrieran los veranos inolvidables de su niñez y adolescencia, un apartamento en el Centro de Montevideo.
Él prefería la costa y apenas llegado al país, pasaba brevemente por su vivienda capitalina, para levantar su bicicleta y pedalear en ella los setenta y tantos kilómetros de distancia que  lo separaban del balneario.
Un atardecer en que estaba sentado junto a Karen, contemplando el mar, Medina volvió a oír el cantar y vio la luz  posada sobre las aguas, hacia el este, donde los cerros se iban desdibujando en el ocaso. Entre dientes primero y después a gritos comenzó a cantar parte de una extraña canción: “... por tu vida, el marinero, dime ahora ese cantar...” Se incorporó de un salto y salió corriendo con su gabardina puesta y el brazo extendido. Seguía entonando frases inconexas: “... las velas trae de seda... áncoras tiene de plata...  que la mar ponía en calma, los vientos hace amainar...”
Ella no entendía mucho sus palabras y al verlo sumergirse hasta la altura del pecho con la gabardina puesta, comprendió que algo relacionado con sus delirios lo había impulsado a actuar en forma tan abrupta.
Estaban en una zona rocosa, de fondo irregular y llena de  pozos; Karen, alarmada, olvidando que estaba desnuda, se tiró al agua y nadó tras él. En su desesperación por avanzar, no pudo evitar que el filo de una piedra le hiciera un corte largo y algo profundo a la altura del estómago. No consideró que fuera grave, pero le ardía bastante. Siguió adelante de todos modos. Medina, con la gabardina ya empapada, continuaba alejándose. Se hundía por momentos y trabajosamente sacaba la cabeza de tanto en tanto, resoplando. El dolor que le producía el tajo martirizaba a la mujer, en especial al extender los brazos para nadar más rápido y poder alcanzarlo, luchando contra el oleaje que, incrementándose por momentos, se lo impedía. A poca distancia de ella, el hombre dio  unos desesperados manotones y desapareció definitivamente de la superficie. Cuando llegó hasta el lugar donde él se había sumergido, se convenció que su lucha era inútil, porque por más que buscó entre las aguas, no pudo encontrarlo. Vencida por el esfuerzo y llena de impotencia, Karen se largó a llorar y gritar, mesándose sus cabellos rojos. Apenas podía sostenerse a flote.
Al caer la noche, unos bañistas que pasaban por ahí, la encontraron tendida en las rocas, desmayada y con el vientre ensangrentado.

Medina caminaba sobre el agua trabajosamente, porque la pesada gabardina empapada le dificultaba la marcha. Como pudo se la quitó, lo que facilitó su desplazamiento.
El cantar y la luz provenían de un velero blanco que se divisaba a lo lejos, meciéndose sobre las olas. No sentía miedo ni frío; su único fin era llegar a la nave. Ni siquiera prestó atención a su preciada gabardina, que se alejaba de él con las mangas desplegadas, semejando un ahogado que flotaba boca abajo, con los miembros y la cabeza hundidos en el agua.
Caída ya la noche, la luz lo guiaba desde lo alto del palo mayor y por fin vio a quien cantaba: era una mujer que sentada en la borda, mojaba sus pies en el agua. Tenía la apariencia de una deidad, envuelta en una especie túnica de seda blanca y luciendo una diadema que brillaba iluminada por la lumbrera del mástil. Cuando estuvo junto al casco, ella le tendió las manos ayudándolo a subir a cubierta, sin dejar de entonar su canción sin palabras. Sin embargo él la entendía. La voz era sublime, más dulce y hermosa aún de lo que Medina la recordaba. 
Se recostó y puso su cabeza en el regazo de ella, la miró profundamente a los ojos y le dijo feliz: “Por fin...” Ella lo besó en la frente, la luz se apagó y él se quedó dormido.

Mauro y Betty hicieron la denuncia de la desaparición. Después de dar sus datos personales, el escribiente les pidió que describieran la ropa que el sujeto tenía puesta cuando lo vieron por última vez.
-                     ¿Cómo dice? ¿Se fue a la playa de gabardina? –les preguntó con cierta incredulidad.
-                     Así es –respondió Mauro, molesto.
Pasaron algunos días y no tuvieron ninguna noticia de la policía. El matrimonio y Karen decidieron abrir el portafolios de Medina para ver su contenido. Encontraron el libro de los romances, sumamente desgastado, una réplica de las llaves de la casa del balneario, algunas cajas de medicamentos, tres mil dólares y una libreta de cheques. También había algunas fotos de su padre con Sara y otras de sus viajes: en Australia, junto a un gran canguro; en la selva, con un yacaré muerto que colgaba de un árbol; frente a una choza, con nativos vestidos con pieles y plumas multicolores, que lo rodeaban sonrientes mientras él tocaba la guitarra...
Finalmente los guardacostas les acercaron la gabardina. La habían encontrado en otra playa; estaba todavía mojada, sucia y desgarrada. Karen buscó el bolsillo interior y descorriendo el cierre, extrajo de él las llaves del apartamento de Montevideo.
Allí se instaló a la espera de que naciera el hijo de Medina.
Mauro y su mujer permanecieron en la casa de la playa, donde cada verano llegaban la alemana y su niño; venían de Europa a pasar sus vacaciones.
Karen quería que su hijo hablara el idioma del padre y al venir al Uruguay, la práctica constante lograba que ambos se expresaran en un español bastante aceptable.
Un atardecer de estío sucedió algo que dejó a Karen muy preocupada: Arnaldo jugaba en la arena cuando levantó de pronto la vista, miró a lo lejos y dijo señalando el horizonte:
-                     ¡Mommy, mira allá, atrás de aquel barquito! ¿lo ves? Hay una luz grande arriba del agua. Oigo a una señora que canta...
Karen le contestó con ternura, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas:
-                     Mein liebe Sohn: No mires, hace mal a tus ojitos, ciérralos bien fuerte, así ¿ves? Y cada vez que aparezca, me avisas para que yo tape tus oídos.
El niño la obedeció, pero extrañamente continuó percibiendo la luz a través de los párpados. Las manos de la madre en sus oídos no impidieron que, además, siguiera oyendo la melodía.



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