LA FRATERNIDAD DE
LA RISA
Los
veteranos hermanos Risso vivían sobre una callecita cortada, en una añeja
casona que había pertenecido a sus progenitores, fallecidos años atrás.
El barrio era uno de los tantos antiguos
y bucólicos que abundaban en aquella ciudad. En él se alineaban casas vetustas
con altos zaguanes, amplias habitaciones, patio central con claraboya y fondo
con parral. Las personas que las habitaban eran en su mayoría ancianos, al
igual que los hermanos, y los más longevos eran francamente viejos
decrépitos. Para ellos todos los días
transcurrían como los domingos: por la mañana ya se sentía la inquietud del fin
de semana casi terminado y por la tarde la languidez de la siesta era el
preámbulo de la desazón del ocaso y la cercanía del ominoso lunes. Pero el
lunes amenazante nunca llegaba a los jubilados, aunque persistiera en ellos la
sensación de su regreso, y a un domingo le sucedía otro, configurando semanas
de siete domingos vacíos, sin alivio al tedio y llenos de presagios
desafortunados. También había unos pocos jóvenes y niños, pero eran tan escasos
que no alcanzaban para cambiar la atmósfera decadente de aquel barrio.
En invierno era desolador ver el
pavimento húmedo; las grises baldosas flojas salpicaban al pisarlas; los añosos
árboles de la cuadra habían desnivelado las veredas al desarrollar ávidas
raíces y sus ramas desnudas elevaban como brazos escuálidos, implorando
clemencia al frío, al cielo como plomo, al viento helado de las seis de la
tarde, a las calles desiertas...
En todas las estaciones las persianas
permanecían cerradas, aunque en primavera empezaban a entreabrirse tímidamente
sus tablillas movibles. Cuando regresaban las frondas, el ambiente se volvía
dulcemente recoleto y se atenuaba la melancolía; entonces, aquella tranquilidad permitía que
se sintiera el arrullo de las palomas o el escándalo de los gorriones al
atardecer, cuando se acomodaban para dormir en las copas de los árboles.
El fondo de los Risso era particularmente amplio y allí
tenían un galpón donde, por generaciones, se habían depositado los objetos que
iban quedando en desuso: viejas máquinas de coser, mesas y sillas a las que le
faltaba alguna pata, antiguas camas de bronce con los elásticos vencidos por
aguantar tantos cuerpos agitados por el amor o con pesos exagerados; pero mucho
más trabajados por la alegría de los nacimientos o la agonía de la muerte.
Abundaban las veladoras de diversos aspectos; las cortinas desechadas; las
viejas radios destripadas, con sus válvulas cubiertas por una gruesa capa de
polvo y los cables salidos; los colchones de lana achatados, con el cotín
manchado de herrumbre y humores; las arañas de metal patinado de mugre; los
armarios de cocina; los cacharros agujereados; los estúpidos y desamparados
adornitos de loza: floreritos, falderos regalones, damas antiguas con el encaje
de porcelana hecho una lástima; complejos conjuntos de frutas y flores de
imitación, decorando vajilla desportillada... Se destacaba solitaria, colgada
de una de las paredes, la máquina de fumigar de cobre, manchada de moho verde,
que pesaba un quintal, con su cánula y su palanca, que todavía los hermanos
usaban a la espalda algún año que otro, para curar el parral. Había muchos
objetos más, algunos reconocibles y otros no. Flotaba en el ambiente un denso
olor a encierro, metales corroídos y humedad.
Un día, Mauro, uno de los mellizos, se
paró en medio de los trastos a contemplar con melancolía aquella acumulación de
nostalgias arrumbadas. De cada uno de los objetos se desprendía una historia,
amable a veces, agridulce la mayoría. Al rato llegó su hermano Luis y sin
dialogar supieron que ambos pensaban lo mismo, como frecuentemente sucede a los
gemelos. Se miraron y al mismo tiempo dijeron: “¿Vamos a vender todos estos
cachivaches?”
Mauro reflexionó:
-
Renovarse es vivir.
-
Me da un poco de pena
que nos deshagamos de algunas cosas como, por ejemplo, el piano de mamá... la
escopeta de papá... las cañas de pescar...
– dijo Luis pensativo.
-
Ya somos viejos y no
tenemos hijos ni más hermanos, solamente parientes lejanos con los que nos
relacionamos poco y nada. Muchos ni viven en el país... ¿Quién va a querer
todos estos trastos cuando nosotros no estemos más? La mayoría van a ir a parar
al basurero y la familia se repartirá las pocas cosas de valor que hay...
-
Está decidido. Mañana
mismo llamamos al rematador.
El trámite fue rápido y en la tarde del
día siguiente llegó un camión que partió como a las tres horas cargado a tope.
Debió regresar al otro día para llevarse el resto de los objetos.
Por
fin, sobre el piso de color indefinido, quedaron esparcidos trozos de madera,
hojas amarillentas de periódicos viejos, antiguos almanaques del Banco de
Seguros y otros deshechos que fueron a parar al fuego.
Los
hermanos barrieron y baldearon el suelo
del amplio local. Cuando terminaron, se pararon en medio del recinto vacío, se
miraron y al unísono soltaron la risa. Las carcajadas fueron tan fuertes que no
solamente hicieron temblar los vidrios de las banderolas, sino que las mismas
paredes parecieron conmoverse, a pesar de estar construidas con sólidos y
antiguos ladrillos. A los hombres ya se les saltaban las lágrimas y les faltaba
el aliento. Debieron hacer un esfuerzo para dejar de reír. Salieron al patio y
lograron recomponerse. Un minuto después, apenas entraron, ya no pudieron
contenerse y volvieron a soltar estruendosas risas con iguales resultados.
Tomándose algún respiro, miraron a su alrededor, creyendo que alguien más había
llegado y se sumaba a sus carcajadas; tal era el volumen de los ecos que el
sonido producía al rebotar contra los
despojados muros.
Entonces sonó el timbre de la casa, que
estaba conectado al galpón. Mauro fue a atender el llamado y vio que era el
vecino de al lado.
-
¿Qué pasa, muchachos?
Se oyen las risas desde la otra cuadra. Están tan contentos que pensé: ¿se
habrán sacado la lotería?
El mellizo lo condujo al galpón sin darle
explicaciones. No había necesidad de entrar a la casa para ir allí, porque por
el costado de la misma se accedía a él directamente. Una vez dentro, el hombre
comenzó a reír compulsivamente, mientras miraba con asombro a los hermanos que,
como él, se desternillaban sin que ninguno supiera porqué. En conjunto, los
tres sonaban como una multitud jocosa.
En los días
siguientes se fueron sumando los del vecindario quienes, al entrar al recinto,
se integraban inmediatamente al jolgorio compartido, haciendo que se elevara
por los aires un festivo clamor que cada vez se escuchaba desde más lejos. Se
comenzó a correr la voz y la otrora bucólica calle, poblada de viejos
aburridos, cambió y pasó a ser nombrada como la calle feliz o de la carcajada.
El galpón se convirtió en el lugar de la alegría; pero no se podía permanecer
mucho tiempo adentro a riesgo de morir sofocado de risa. Como era verano,
asistía mucha gente a diario, en especial los domingos, cuando llegaban
familias enteras. Los hermanos permitieron entonces que los concurrentes
instalaran mesas y sillas bajo el parral. Allí se acomodaban con víveres y
bebidas diversas que compartían mientras jugaban a las cartas, las damas o el
dominó, siempre con el rostro iluminado por plácidas sonrisas remanentes del
paroxismo, sintiendo que la alegría perduraba en ellos. Cuando se iban poniendo
algo serios con el correr de las horas, reingresaban por turnos al local para
recargar la dicha. Hubo quien dijo que en una sola tarde había hecho reserva de
felicidad como para una semana.
El fondo estaba poblado de árboles que
daban una fresca sombra y al acrecentarse el número de visitantes, también bajo
ellos se ubicaron mesas para acomodarlos. Los niños reían; los enamorados reían
juntos sumando felicidades; los matrimonios y los jubilados reían y los tímidos
e irresolutos, que siempre se habían tapado la boca para reír por temor a la
censura, ahora se carcajeaban abiertamente sin pensar en nada más; muchos mufas
y amargados inveterados se acercaron para experimentar el reír por lo menos una
vez en la vida.
Se combinaban muchas y diversas risas
–las menudas, las altisonantes, las aguardentosas, las que parecían latigazos y
las que se sentían como caricias– cada una con su propio sello, condición y
tonada.
Ya no alcanzaba el predio para alojar
tanta gente. Había improvisadas carpas instaladas para esperar un turno que a
veces demoraba dos días. Se usó primero la vereda y luego la misma calle, que
quedó así definitivamente cerrada al tránsito. Un día, abriéndose paso
dificultosamente entre el gentío, un camión fletero logró finalmente detenerse
frente a la entrada de los Risso. Los changadores, luego de abrir la gran caja,
procedieron a bajar un antiguo piano. Dirigiendo la maniobra de descarga se
afanaba un hombre muy viejo, calvo hasta la nuca, de la que pendía una larga
cabellera blanca. Acarreado por muchas manos, el instrumento llegó en pocos
minutos al centro mismo del salón, donde fue dificultosamente depositado, ya
que quienes lo portaban se reían convulsivamente al influjo del extraño
portento que allí sucedía.
-
Espero que no les
moleste que haya traído este piano –dijo Spinnetti, el de la melena alba a los
mellizos, mientras salía del galpón enjugándose el rostro congestionado por la
risa y las lágrimas–. Lo compré hace unos días en un remate de la Ciudad Vieja , ahora
no solamente reiremos sino que mientras suene la música, los que están afuera
podrán cantar para acompañar tanta alegría.
-
Pero don Spinnetti –le
dijo Mauro- ¿Cómo se las va a arreglar
para tocar mientras ríe? Usted sabe que no se puede estar mucho tiempo ahí
adentro...
-
Ah, no se preocupen, ya
lo tengo pensado: ejecutaré piezas cortas, festivas canciones que duren dos o
tres minutos, luego saldré para recuperarme y entraré nuevamente a tocar... y
así sucesivamente. ¿Qué les parece?
Aquel hombre era un concertista retirado,
quien en sus días de gloria había conocido el halago de los aplausos.
Los hermanos ingresaron al recinto mágico
y entre una carcajada y otra se dieron cuenta de que el instrumento era nada
menos que el que había pertenecido a su propia madre, el mismo que ellos
mandaran a remate un tiempo antes.
Tanta gente junta, con sus aportes, necesidades y miserias
hizo que se quebrara la armonía. Los vecinos más próximos, que habían sido los
primeros en adherirse a la algazara, comenzaron de a poco a retirarse
arrepentidos de haber acompañado en forma irreflexiva aquella loca algarabía
general. Renunciaron a entrar al galpón prodigioso, perdiendo entonces la risa.
Sus rostros volvieron a ser serios y adustos por ausencia de la alegría. Los
disidentes cerraron las puertas de sus zaguanes y, metidos dentro de sus casas,
observaban alarmados lo que ellos habían ayudado a desencadenar.
Pero sus problemas recién empezaban.
Pronto los timbres de sus viviendas y las manos de bronce de los llamadores no
dejaron de sonar ni un minuto, accionadas por los que vivían lejos pero seguían
fieles al culto de la risa. Tenían necesidades impostergables: pedían agua,
permiso para usar el baño, paraguas si llovía, abrigo si hacía frío y muchas
otras cosas más. En principio se dejó pasar a alguno, pero fue tal el abuso y
la inevitable suciedad que el trasiego generó dentro de los hogares, que
optaron por desatender los llamados con la esperanza de que los pedigüeños se
desilusionaran y se fueran a molestar a otro lado. Pero lejos de eso, esa
actitud provocó la ira de unos cuantos que al principio insistieron golpeando las
puertas con el puño cerrado, presionando el timbre de continuo o haciendo
repicar el llamador sin parar y por horas. De nada valió desconectar el timbre
o salir furtivamente, a las cuatro de la mañana, a descolgar las manos de
bronce. Por contrapartida, los de afuera tomaron objetos contundentes –palos,
barretas, piedras etc.- con los que, en venganza, estropearon los revoques, las
ventanas y las entradas de los zaguanes. No conformes con eso, descuajaron las celosías y apedrearon cuanto
vidrio encontraron, hasta hacerlos añicos a todos. Por esa razón los dueños
tapiaron las aberturas con tablones clavados en los marcos. Al no haber
suficientes servicios higiénicos disponibles, los sitiadores no encontraron
mejor solución que hacer sus necesidades en los jardines, orinando los rosales
y jazmineros o defecando sobre el césped a plena luz del sol. Al cabo de algunos días, el hedor era insoportable y
cuando los vecinos debían salir a la calle, lo hacían con todo tipo de
tapabocas. Se veían extravagantes embozados en pleno verano y saltando a la
rayuela como si fueran niños o adultos inmaduros, para esquivar las numerosas
plastas que tapizaban las salidas. A los sitiados se les agregaba otro problema a la hora de hacer
sus compras o salir por cualquier otro motivo,
pues ya desde que transponían el umbral, eran insultados y acusados de egoístas
y desertores.
Los ancianos y los niños lloraban en la
intimidad de sus aposentos. Los jefes de familia y sus mujeres bebían tisanas
de tilo, melisa, pasiflora, o tomaban calmantes para los nervios, procurando
sobrellevar su infortunio con mayor resignación. Como paliativo a lo complicado
del egreso, para ir a trabajar los adultos y al colegio los niños, se decidió
conectar los fondos por medio de portones hacia una salida común de emergencia
que daba a una calle transversal.
Mientras tanto, la presencia de tantas
personas generó inconvenientes varios. Se agregaba al olor nauseabundo de heces
y orines, la fetidez de los desperdicios acumulados que invadían el lugar y se
había formado en la esquina un basural de proporciones, al cual el servicio de
recolección de residuos no podía acceder por estar el tránsito cortado debido a
la invasión. El lugar se llenó de ratas y otras alimañas que a su vez
convocaron a los gatos y perros vagabundos. Los acampados debieron eliminar a
varios canes que se habían puesto agresivos y de hecho habían atacado a algunas
personas. Se formaban espesas nubes de moscas que aqueresaban todo lo pasible
de ser aqueresado e infestaban todo lo que se podía infestar.
Los vecinos, antes de llamar a las
autoridades y por consideración a los tantos años de convivencia con los
mellizos y su familia, tuvieron la esperanza de que por fin los Risso se
hartaran del pandemónium y echaran a la gente con viento fresco. Algunos fueron
comisionados para hablar con ellos y ver cómo estaba la situación. Grande fue
su desilusión cuando los encontraron sentados a una de las mesas que estaban
bajo el parral, comiendo los manjares y bebiendo el vino excelente que le
habían traído sus visitantes. Lejos de verse molestos, estaban encantados con
aquella interminable fiesta, como de gitanos, en la que eran tratados como
reyes y reverenciados como generosos benefactores. Parecían estar ajenos a los
graves inconvenientes que había generado en la zona el fenómeno del galpón
jacarandoso.
La noticia llegó a los países limítrofes,
desde donde vinieron periodistas y visitantes curiosos y ávidos de experimentar
el portento, quienes estaban dispuestos a dejar buenos dineros a los propietarios
para ser admitidos. Se sacaron cientos de fotos dentro del recinto, en el patio
con los dueños de casa, de la multitud, del basural y de cuanta cosa les
parecía interesante, para demostrar a la familia y a los conocidos que
realmente habían estado allí. Hasta hubo un gringo loco, perteneciente a una
secta ecológica, que luego de recomendar un buen aseo, sugirió que el galpón
debía ser declarado patrimonio de la humanidad.
También vinieron detractores convocados
por los vecinos disidentes, que hicieron un último esfuerzo por desalentar
aquella locura antes de llamar a la policía. Apareció una mañana el párroco de
la zona, vestido de ceremonia, acompañado por dos monaguillos asustados. Parado
en una silla dio un sermón sobre los poderes de Satanás, que hacía perder el
paraíso a las cándidas almas que sucumbían a sus tentaciones y diciendo que la
risa insensata era un indicador cierto de la presencia maléfica. Mientras
tanto, los niños balanceaban los incensarios esparciendo olor a santidad.
Señalando el galpón, dijo que allí se había instalado el mal, para confundir a
las gentes con una hilaridad que, en exceso, impedía reflexionar y atraía al
vicio y la deshonra. Sus palabras eran difíciles de entender entre la rechifla
general, pero fue tolerado al punto en que no se le impidió que bajara de la
silla y echara agua bendita dentro del local sacudiendo con fuerza su hisopo
desde la puerta, sin atreverse a entrar por temor a caer en las garras del
Belcebú y ser presa también de la jarana diabólica. Luego, se retiró
majestuoso, transitando una brecha que le abrieron los presentes, que aunque lo
miraban con sonrisas irónicas y hacían algunos comentarios por lo bajo, no le
obstruyeron la salida.
Después aparecieron dos sucesores, con
igual resultado. Uno de ellos era un “Pai de Santo”, quien luego de entrar al
recinto emitió una larga carcajada, giró un par de vueltas sobre sí mismo y
debió salir para no ahogarse de risa. Una vez afuera, emitió un dictamen: en el
lugar había un espíritu burlón, perteneciente a un “caboclo” al que los blancos
habían matado de risa, haciéndole cosquillas en los pies. Ofreció su
colaboración mediante un módico pago, para “limpiar” el terreno y las
instalaciones. Su propuesta cayó como un misil. La concurrencia se enardeció
ante este atentado contra la alegría experimentada o por experimentar. Lo
sacaron en andas y lo tiraron sobre un montón de basura, acumulada en la
esquina.
No le fue mejor a un pastor exorcista,
que gritó frente a la pieza, como si él mismo estuviera poseído: “Fuera diablo,
fuera diablo” hasta colmarle la paciencia
a la gente, con los resultados esperables.
Otro que concurrió para desalentar a los
congregados fue el comisario, que antes de asentar la denuncia, intentó
convencerlos con buenas razones de abandonar aquel lugar pacíficamente.
-
Esto está generando
alarma pública –le dijo a los Risso, que jugaban a los naipes bajo los árboles,
llenos de contento.
Ellos le sugirieron que constatara por sí
mismo que no había nada de ilegal en aquella reunión y el comisario, que estaba
deseoso de saber qué se sentía dentro del galpón, accedió de inmediato. Estuvo
un rato allí y después salió rojo y lacrimoso, tratando de contener la risa.
Les hizo unas recomendaciones sin fundamento y se fue.
En verdad y por acción totalmente humana,
se estaba generando una sucursal del infierno, pero sin fuego, y los mismos
concurrentes pensaron que debían encontrar una solución. Siguiendo el ejemplo
del viejo pianista, decidieron aportar elementos que facilitaran la estadía de
los que se quedaban. Así llegaron las bacinicas por docenas, que fueron
almacenadas en el galpón y que cada uno se comprometió a usar, vaciar en la
cloaca de la casa y lavar después, antes de usarlas nuevamente. Se aportaron
sillas, sillones y mecedoras para la permanencia en el recinto, que se extendía
como promedio unos pocos minutos, pero que algunas personas enfermas o ancianas
no resistían de pie. Acomodaron estos asientos todo a lo largo de las paredes,
como en los velorios. También llegaron grandes cuadros y bustos de músicos
famosos para complacer el gusto del concertista, un tocadiscos con parlantes
para complementar las interpretaciones del viejito, algunas sillas de rueda y
una cama articulada de vaga utilidad; apareció después una gran heladera
compartimentada para conservar alimentos y bebidas, que fue muy apreciada por
todos, se trajo un lote de frazadas para repartir en las noches en que
refrescaba, calderas y ollas, y un botiquín de emergencia. Alguno, argumentando
futuros y peregrinos usos, trajo sus trastos con el fin de librarse de ellos.
Después del primero aparecieron muchos otros con cajas de misterioso contenido,
sin sentir el más mínimo remordimiento, ni la necesidad de dar explicaciones.
Sucedió entonces que las gentes se ubicaban
con dificultad en el lugar porque estaba quedando abarrotado de objetos. Al
mismo tiempo, la urgencia de reír allí dentro iba disminuyendo, junto con el
volumen de las carcajadas. Las personas empezaron a salir decepcionadas, porque
luego de una permanencia de hasta una hora, no habían logrado sino esbozar una
leve sonrisa. Los más entusiastas fueron los últimos en irse y en el lapso de
un mes ya no quedó nadie en el predio ni en sus alrededores, excepto los dos
hermanos.
Se retiró la denuncia policial que
finalmente los vecinos habían presentado hartos de los desmanes, porque ya no
había nada que reclamar. Volvió la calma...
Entraba el otoño con sus fríos incipientes
y su melancolía. El terreno lucía devastado por el exceso de trasiego del
estío. Algunos días grises una llovizna helada y barrida arrancaba las últimas
hojas amarillentas de los árboles. Se quitaron las tapias de puertas y
ventanas, se repusieron los vidrios rotos, se conectaron los timbres y se
colgaron los llamadores de bronce en sus antiguos lugares. Volvieron las
semanas de siete domingos y la desolación. A los vecinos, que tanto habían
luchado por recuperar su tediosa forma de vida, se les presentó una extraña
duda. ¿Estaban mejor ahora, sin risas ni alboroto? ¿Habían sido felices por un
tiempo sin saberlo y luego habían destruido la alegría? Tenían argumentos en
uno u otro sentido, pero no certezas.
Los Risso tuvieron una crisis de depresión
que les duró hasta fines del invierno. Ellos no dudaban de que el pasado verano
había sido el mejor de sus vidas. Mientras duró, poco habían entrado al galpón
porque no necesitaban ser estimulados para reír. Estaban tan contentos,
rodeados de aquellas gentes agradecidas y pródigas, que creían haber ingresado
al paraíso en vida. Todo se derrumbó y meditando largamente, en los tiempos en
que reinaba el frío, ambos ya habían descubierto porqué. Se miraron con
complicidad y se entendieron sin palabras. El verano volvería y había que
prepararse con tiempo. Era momento de llamar al remate.
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