lunes, 22 de septiembre de 2014

AROMA DE CLAVELES

                                   

Esa noche, como acontecía seguido en los últimos tiempos, se abrió la puerta del guardarropa. Entre tinieblas, Alberto había escuchado el leve y entrecortado sonido que precedía al posterior desplazamiento de la hoja de madera.  Era un mueble muy antiguo por lo cual la cerradura no funcionaba desde épocas inmemoriales, aunque la puerta siempre se había ajustado perfectamente a su marco y nunca antes se había movido por sí misma. Desde el interior del ropero, salió un rancio aroma a claveles marchitos, que se iría atenuando después, con el correr del tiempo. Las primeras veces, Alberto se había asustado pero, con la repetición del fenómeno, se había habituado a él y ya no se sobresaltaba si, medio dormido, se llevaba la puerta por delante cuando se levantaba para ir al baño por lo menos una vez en la noche.
Con los ojos abiertos en la oscuridad, recordó que el hecho había comenzado a producirse a partir de la desaparición de Celina aquel maldito y aciago dos de noviembre. Aunque esa mañana no la había visto salir rumbo al cementerio por estar en el baño, sabía que lo había hecho como de costumbre, abrazando un gran ramo de claveles granates recogidos en el jardín de los fondos. Esas flores se venían plantando desde años atrás para honrar a los parientes muertos, sepultados en el panteón familiar. En aquella ocasión, no se ofreció a acompañarla porque no se sentía bien después de pasar una incómoda noche sobre el piso del porche de entrada.
-Es obvio que no tenés la menor intención de ir conmigo a llevar flores a la tumba de mis padres. En realidad, nunca los pudiste ni ver ¿te parece que no he tenido oportunidad de darme cuenta? Además, mejor así. Con esa gripe y la alergia que te pescaste por andar trasnochando te va a hacer mal, y después soy yo la que tiene que cargar con el fardo. Deberías  ser consciente de tu edad...
Alberto se encerró en el baño precipitadamente después de oír las hirientes palabras de la mujer. De lo contrario, se hubiese suscitado una terrible discusión y él  ya no tenía capacidad para seguir soportando aquellas situaciones. En consecuencia, sabía que no lograría controlarse. Su ira acumulada en tantos años haría  que reaccionase con violencia por primera vez. Afortunada e inesperadamente Celina calló. Desde su encierro creyó oírla salir taconeando su fastidio, como siempre que se molestaba con él. El eco de sus pasos se perdió a medida que se alejaba. No pudo percibir el sonido de  la puerta de entrada al cerrarse tras ella, pero supuso que ya debía haberse marchado. Sin embargo, esperó un poco para asegurarse de que era así y una vez en la habitación acomodó dos o tres cosas, se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza.
El cementerio de la Chacarita no quedaba muy lejos pero llegó el mediodía y de Celina ni noticias. A eso de las tres de la tarde, Alberto ya muy extrañado y afligido decidió ir a buscarla. Traspuso los portones de la necrópolis y cruzó rápidamente el pabellón de entrada, sin detenerse a persignarse ante el Cristo crucificado, al contrario de su costumbre. Caminó con prisa por las calles y senderos flanqueados por adustos y lujosos monumentos fúnebres que parecían pequeñas mansiones y convertían a esa parte del cementerio en una suerte de ciudad de los muertos. Avanzaba con dificultad eludiendo a los numerosos dolientes que transitaban por allí. Sentía que el resfriado le había recrudecido. Tosía y estornudaba de continuo, le lloraban los ojos y le escurría agua de la nariz. Contrariado, mientras se enjugaba las secreciones con el pañuelo ya empapado, tuvo que reconocer que una vez más su mujer había tenido razón al respecto.
Después de un torturante recorrido, llegó al panteón de la familia, ubicado en una zona arbolada y  menos árida por donde circulaban pocas personas. Notó alarmado que los claveles que Celina llevaba al salir no  estaban en los recipientes habituales y en su lugar permanecían los ramos marchitos, puestos en ellos en la visita anterior. Algunos rayos de sol iluminaban la superficie de mármol oscuro, y los destellos de las inscripciones de bronce le herían los ojos irritados acentuando su llanto. Parecía un viudo afligido, lo que no llamaba la atención en aquel lugar tan apropiado para el desconsuelo. Recorrió los alrededores infructuosamente: su mujer no se veía por ningún lado. Supuso que podría haberse encontrado con alguien conocido, como había sucedido en otras oportunidades. No caminó más allá y decidió, en cambio, volver atrás y pararse a esperarla en la entrada.
Caía la tarde y las sombras se adueñaban del lugar. Las formas se iban desdibujando en la penumbra creciente. Los últimos visitantes, la mayoría de más de cincuenta, se retiraban con los semblantes circunspectos, a paso lento, como denotando que allí dejaban jirones de vida pasada. Quizá padecían la culpa de seguir vivos.
Cuando un funcionario se dispuso a cerrar el portón, detrás de los últimos en retirarse, Alberto, con los ojos llorosos (un poco por la angustia y otro poco por su alergia) le preguntó con notoria ansiedad si no quedaba nadie más adentro. El hombre le aseguró que no. La respuesta lo llenó de aprensión y partió de inmediato con paso rápido rumbo a su casa. Sin embargo, al llegar se detuvo frente a ella como si tuviera temor de entrar: la desconocía. La contempló entonces como si fuera por primera vez, impresionado por la imagen de aquella vivienda antigua conformada por dos cubos grises: uno grande (la planta baja) y uno más pequeño que constituía un segundo piso, con sus ventanas rectangulares y altas, cuyas persianas permanecían cerradas en todas las estaciones, aunque se presintieran ojos escrutadores ocultos tras los visillos apenas abiertos. Siempre había considerado que aquel empaque era algo siniestro. Observó los tres escalones de mármol que llevaban al porche de entrada. Estaban gastados en el centro  por el trasiego de personas que los habían pisado durante más de un siglo.
 Lleno de malos presentimientos, caminó hasta la puerta principal e hizo girar la llave con mano temblorosa. Recorrió el pasillo y una vez traspuesta la cancel, gritó: "¡Celina!" Nadie respondió. Repitió varias veces el llamado, mientras recorría la casa oyendo el eco de su propia voz, pero fue inútil. Salió al fondo y buscó allí. En el jardín trasero reinaba el silencio y las plantas se mecían suavemente saturando con su aroma la brisa del anochecer. Tampoco encontró a su mujer en aquel lugar. Entró corriendo y se dirigió al dormitorio.  Se quedó frente a la ropería como dudando qué hacer. Finalmente se decidió y abrió la puerta del colgador. Allí estaba, en su percha, el tapado liviano que sin duda se habría puesto al salir esa misma mañana. Exhalaba un fuerte perfume a flores mustias, que parecía estar impregnado en la tela. Bajó la vista y en el piso del mueble vio esparcidos los claveles que ella había cortado. Pensó que quizá hubiera sucedido un imprevisto que obligara a Celina a volver a la casa de prisa,  mientras él la buscaba en el cementerio. Seguramente, antes, lo habría llamado por teléfono en forma infructuosa   para avisarle del contratiempo. Luego, debía haber salido por el motivo que fuera y regresaría en las próximas horas. No había razón para alarmarse; lo más prudente era esperar un poco más para darle tiempo a volver.
Estaba muy cansado y se tendió en el lecho. En ese momento notó que junto a él descansaba la Venus de ébano. ¿Quién la había sacado del baúl? Simultáneamente, descubrió que el armatoste, donde se la guardaba, había desaparecido de la habitación y sus llaves se encontraban sobre su mesa de noche. ¿Sería posible que Celina hubiera hecho todo esto para confundirlo? Era bien capaz, como lo había demostrado tantas veces antes…
Se quedó dormido de inmediato, sin retirar la estatua de la cama, y fue presa de un sueño profundo. En la madrugada lo despertó el quejido entrecortado de la puerta del guardarropa al abrirse. Un denso y agobiante aroma a claveles marchitándose, que le provocaba desagrado por su intensidad,  invadió el aire y saturó su olfato.
"Celina ha vuelto" pensó e inmediatamente prendió la veladora. Pero ella no estaba, solamente vio frente a él, dentro de la ropería cuya hoja se había abierto por sí sola un momento antes, el tapado colgando de su percha y los claveles mustios desparramados debajo de él.
En los días siguientes nada supo de su mujer, pero pensando que las malas noticias llegan rápido, consideró razonable seguir esperando y mientras tanto se dedicó a recorrer las calles de Buenos Aires sin itinerario fijo. Con mirada atenta, observaba los rostros de las cincuentonas entradas en carne buscando el de su esposa. Llegó incluso a perseguir a cualquier mujer que de espaldas se pareciera a Celina. Cuando llegaba hasta ella, se le ponía al lado y escudriñaba su rostro en forma insistente para comprobar si aquella persona era quien él pensaba. En todos los casos, solo cosechó decepciones y hasta algún improperio debido a su atrevida inspección.
Comía cualquier cosa y muy poco, así fue perdiendo peso día tras día. Por las noches caía rendido luego de sus largas caminatas erráticas. Antes de dormirse completamente, penetraba en un limbo y sucedía lo de la puerta: se abría con una cacofonía como de  uñas al arañar un vidrio. Luego, la hoja se desplazaba con un lamento de alma en agonía y al final el silencio y el olor penetrante que terminaban por despertarlo del todo. Había ideado trabar la puerta con un trozo de papel doblado varias veces. Este recurso nunca funcionó y al cabo de las muchas noches, ya no prendía la luz sino que levantaba a tientas el papel, que siempre caía en el mismo sitio, sosteniéndolo contra el marco con una mano, mientras que con la otra empujaba la puerta rebelde.
Se volvía a acostar pero ya no podía conciliar el sueño ni evitar los recuerdos y consideraciones sobre su vida, que insistían en poblar su vigilia. Desde el noviazgo, Alberto fue menospreciado por aquella familia de engreídos porque no tenía bienes, su sueldo era magro y a juicio de ellos no demostraba ningún afán de progreso. Cuando se casaron, tuvieron que quedarse a vivir con los suegros en aquella casa espaciosa y ajena para él, a la que los noveles esposos no aportaron ni un florero. Los numerosos regalos recibidos en la boda -platería, loza, cristalería, pesados adornos etc.- fueron guardados casi sin desenvolver dentro del arcón de gran tamaño que tapaba la entrada del sótano,  que se ubicaba  debajo del dormitorio de ambos. El pesado cofre quedó para siempre cerrado, porque los padres de Celina consideraban su contenido falto de estilo, redundante o inarmónico con la elegancia en que estaba amoblada y decorada la vivienda. Para Alberto, el objeto era un adefesio; de solo verlo, se sentía ofendido porque dentro de él estaban los despreciados obsequios de sus familiares, los primeros en ser desechados por sus suegros y su mujer, entre los cuales había uno que le gustaba en especial,  al que hubiera querido ver colocado en algún lugar importante del hogar. Se trataba de una estatua de la Venus de Milo, tallada en madera de ébano y por lo tanto bastante atípica debido a su color y también a su tamaño para ser un adorno: medía aproximadamente un metro y por su peso hubiera requerido un pedestal para ser exhibida en la sala. Pero la negación de Celina a su pedido de colocarla allí fue terminante: "Es simplemente espantosa, no vamos a ponerla en ningún lugar, guardala en el baúl con los demás mamarrachos." Era el regalo de Gerardo, su tío más querido. Aquel hombre se había desprendido de la talla (a la cual prodigaba gran admiración y afecto) no sin pena, porque lo había acompañado más de medio siglo. La había traído al regreso de un largo viaje por países lejanos, a los que iba con frecuencia en su juventud, por motivos de trabajo. Ya anciano, sintió que debía regalarla a su sobrino preferido, quien tantas veces le había manifestado su interés por ella.
Desgraciadamente, el tío había muerto de una embolia en la madrugada siguiente a la celebración de la boda, justo después de que llegara a manos de los novios aquel presente tan poco apreciado por la contrayente y su familia. Ni siquiera por el notorio pesar del flamante esposo, tuvo Celina un rasgo de generosidad admitiendo a la Venus en la sala, tampoco trató de consolarlo ni le dio el pésame. Alberto sentía dolor al pensar que la obra de arte había sido menospreciada y no podía dejar de imaginar la indignación que hubiera provocado en su tío el destino oprobioso que había sufrido su estatua al ser encarcelada en un indigno baúl, con el que Alberto tropezaba reiteradamente. Cada vez que eso pasaba, quedaba con las rodillas machucadas, lo que aumentaba su desagrado por aquel infame cajón. Siempre había querido meterlo al sótano, pero no se había atrevido ni a plantearlo, porque en aquella casa todo era inamovible, al menos que su mujer y suegros decidieran el cambio. En realidad anhelaba extraer de él los regalos de sus parientes y muchas veces, durante las duermevelas que experimentaba después del almuerzo apoltronado en uno de los mullidos sillones de la sala, creía ver aquellos presentes ubicados en lugares de la casa de donde, en su imaginación, se habían  removido los originales para sustituirlos por los que él prefería, en especial la Venus. Durante la niñez y juventud había contemplado aquella figura en el despacho de su tío y siempre le había parecido bella, misteriosa y al mismo tiempo cercana, cómplice...
 A las horas de las comidas, todos, incluida su mujer, tenían como tema principal de conversación las falencias de Alberto y su numerosa familia, a la que consideraban mediocre en comparación a ellos, que se sentían casi nobles y casi adinerados. Las frases más mordaces las decía el suegro, mientras hacía tintinear su copa de cristal, golpeándola lenta y repetidamente con una cucharita de plata.
-Es necesario que Ud. comprenda, Alberto, -tlín-, que mi hija está acostumbrada a vivir bien., tlililín ¿Qué sería de ustedes dos sin nuestra protección? –tlín- Después de años sin amor, mi nena lo conoció a usted ¡qué íbamos a hacer! –tlín- No podíamos negarle su felicidad y es más: ya ve cómo hemos apoyado su decisión. Pero eso no significa que usted se deje llevar por la situación y no procure progresar en la vida –tlín- ¡Vamos, hombre, trate de conseguir un empleo mejor! –tlín- Tome ejemplo de nosotros y deje de lado los modelos de su familia...  -lo decía con un insoslayable regocijo interior de poder menoscabarlo y hacerle sentir su condición de mantenido, mientras el insistente tintineo de la copa acentuaba aquellas palabras insidiosas y crueles de aquel hombre de apariencia aristocrática, siempre serio, ceremonioso y bien vestido.
Las opiniones del yerno eran puntualmente desacreditadas y nunca tenidas en cuenta, razón por la cual después de un tiempo, dejó de expresarlas. Entonces, lo tildaron de anodino y falto de personalidad. Tanto los padres como la hija habían encontrado en él el blanco perfecto de su desprecio y  mismo tiempo, les proporcionaba una constante reafirmación de su  pretendida superioridad. Era el último de la fila, el que todos abuchean a la menor oportunidad.
En aquella familia se recibían escasas visitas de amigos o parientes, lo que contribuyó a que entre ellos se estableciera una relación insana y obsesiva en la que  la mujer y los padres se concentraban en inventar ingeniosas formas de obtener diversión a costa de la dignidad del consorte, quien permanecía callado y cabizbajo mientras le llovían comentarios degradantes. No tuvieron hijos porque Celina siempre se negó a ello diciendo que no quería mezclar su sangre patricia con la de un pusilánime. Llevaban varios años de casados cuando murieron los suegros con poca diferencia de tiempo uno de otro. Alberto, que conservaba ciertos pruritos morales, se resistía a asumir su alegría y alivio interiores, hasta llegó a convencerse a sí mismo de que estaba afligido y extrañaba a sus torturadores morales. Fue por esa época que perdió el empleo y ni se molestó en buscar otro. Había suficiente dinero para él y su mujer de por vida: ella había heredado la casa, otras propiedades y rentas de la familia. Él presumió que disminuiría el suplicio del cual había sido objeto durante años, al desaparecer dos de sus  ensañados hostigadores. Sin embargo esto no sucedió, sino todo lo contrario: en su mujer se instalaron, con todo poder, la mordacidad y el desprecio de los padres, como si la hija hubiera sido poseída por aquellos execrables espíritus familiares. Ya no utilizó solo su verborragia hiriente, sino que en ocasiones pasó al plano físico. Le hacía pequeñas maldades humillantes como despertarlo de improviso por las mañanas con gotas de agua helada en la cara o pinchazos en los pies con una aguja, si consideraba que él había dormido más de la cuenta.
-¡Despertate inútil! El que no trabaja no puede estar cansado. Y ahora no vas a desayunar, tenemos que salir de inmediato para la inmobiliaria a buscar mis rentas, de las que vivís tan cómodamente sin aportar nada...
Si aparecía algo roto o se perdía alguna cosa siempre era su culpa. Llegó a sospechar que era ella quien estropeaba u ocultaba los objetos con el fin de mortificarlo y gritarle que era un estúpido atolondrado.
La noche anterior a la desaparición, sucedió algo que le resultó, entre todos los reiterados denuestos el mayor, porque lo expuso al escarnio público. Él se demoró en casa de unos  parientes y no llegó a la hora convenida. Al regresar y tratar de entrar a la casa, no logró abrir la puerta con su llave. Se dio cuenta que Celina la había trancado por dentro con el pasador. Tocó el timbre con insistencia e incluso golpeó repetidamente el llamador de bronce en forma de mano, pero ella no atendió. Al rato la mujer se asomó por una ventana recriminándolo a los gritos por su idiotez; armó tal alboroto que, sin lugar a dudas, fue oída por todos los del barrio. Remató su airado discurso con la frase:
-Perdiste la llave como perdés todo lo demás, Albertito. Ahora, por imbécil vas a dormir afuera.
Los vecinos, que no la apreciaban y sentían por él un desdén acorde a las circunstancias, balconearon la escena divertidos.
Alberto pasó la noche acurrucado en el porche. Se sentía más humillado que de costumbre por haber permanecido allí, a la vista y paciencia de todos, hasta que su mujer abrió por fin la puerta a la mañana siguiente, cuando ya estaba el sol alto y pasaban algunas personas que lo miraron de soslayo, con expresión de desprecio y curiosidad.  Entró muerto de frío y entumecido por la mala noche, mientras ella se reía de su apariencia y se burlaba de él. Celina había puesto el tapado liviano en el respaldo de un sillón y sobre la mesa del comedor el gran ramo de claveles que había juntado momentos antes para llevarlos al cementerio.
Alberto, sin decir palabra, se dirigió con rapidez al dormitorio. Celina fue tras él para seguir atormentándolo con sus ironías. El hombre entró al baño y al salir todo era silencio. Quizá decepcionada, ella comprendió que sus esfuerzos por hacerle perder el control eran inútiles y decidió marcharse. El hombre dio alguna vuelta más, después se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza. Esa fue la última vez que se vieron.
Los prolongados paseos a pie por diversos rincones de la capital hicieron que descubriera que la ciudad tenía ángel. La encontró impregnada de un encanto especial pese a lo vertiginoso de su ritmo. La convivencia con Celina había sido tan absorbente que él había olvidado sus propias vivencias. Ahora, era como si regresara de una larga ausencia y empezara a conocer su ciudad, que había cambiado bastante después de casi veinte años de indiferencia de su parte. Las mujeres se le presentaban más atractivas y desenvueltas, algunos edificios habían surgido y otros ya no estaban. Notó mejoras y deterioros, que seguramente había visto antes, pero en los cuales no había reparado en absoluto. Se habían multiplicado las coloridas luces nocturnas y muchas fachadas, antes monótonas y grises, lucían ahora los tonos más alegres y variados. La gente era definitivamente más agresiva y menos dada a la amabilidad o la educación en el trato, y para nada dispuesta a sostener un diálogo con extraños. También se producían más delitos violentos: tuvo la oportunidad de ver rapiñas a pleno sol y la fortuna de no sufrirlas.
Antes había recorrido la urbe en colectivo o, después de casado, en el auto de su mujer, quien nunca le había permitido ir al volante porque decía que seguramente, con su torpeza, tendrían un accidente. Ahora ya era tarde… Después de tanto tiempo de ser negado como conductor hábil, se había convencido de que no podría manejar sin riesgos y hasta consideró vender el auto en vista de que Celina no aparecía, pero cuando planteó su idea en la escribanía que manejaba los asuntos de su mujer, le dijeron que si ella no lo hacía directamente, no era posible. También empezó a tener problemas con los cobros de las rentas que por un breve lapso había percibido sin dificultad. Desde el principio le preguntaron porqué ella no venía personalmente y, con correr del tiempo,  empezaron a mirarlo con creciente suspicacia hasta que ya no le dieron más el dinero y le exigieron que para percibir los próximos pagos debía presentarse con Celina, o bien traer un poder firmado de puño y letra de ella.
Se cortó la entrada de dinero fácil. La mujer seguía desaparecida, pero él ya no pensaba en su regreso sino en cómo seguir subsistiendo. El primero en irse fue el auto. Puso un aviso en el diario y como la situación del vehículo era irregular, debió venderlo a muy bajo precio a quien aceptó las condiciones sin hacer preguntas. Después se fueron yendo de a uno los  muchos objetos de valor que había en la casa: los cubiertos de plata; la cristalería fina (entre la cual se encontraban los vasos tintineantes que acompañaban las monsergas del difunto suegro); las joyas que Celina tenía en la casa, fuera del cofre del banco por ser de uso permanente; los objetos de arte que eran puntualmente suplantados, uno por uno, por los que habían estado dentro del baúl y tenían mucho menor precio. Conservó la Venus de ébano, la cual a pesar del alto valor que seguramente tenía, permaneció en el lugar en el que había sido colocada: del lado de la cama que fuera de Celina. Como ella, la estatua nunca lo abrazaba, pero era lógico porque no tenía brazos. Sin embargo, era mucho más cariñosa que su mujer y quizá menos dura y rígida. Además nunca lo ofendía ni lo insultaba, sino que le hablaba durante las noches con una vocecita apenas audible, siempre ponderándolo y diciéndole cosas amables, nunca un improperio o una agresión. Ningún otro lugar de la casa le pareció más digno de Venus que el lecho matrimonial. En sus frecuentes diálogos, jamás mencionaban a la esposa ausente aunque él sabía que la mujer de ébano la odió desde el preciso momento en que Celina, personalmente, la sepultó en el baúl.
Ya no estaba la empleada. Nunca más la había visto después de la desaparición de Celina. No le importó demasiado: quizá se había confabulado en contra suya con su ama, como en muchas ocasiones anteriores, o podía ser ella la que tocaba el timbre insistente e infructuosamente por las mañanas durante las dos semanas posteriores a la ausencia de la patrona.  En consecuencia, la casa se transformó en un caos: él no sabía ni quería intentar ordenarla o limpiarla. Se acumulaban los platos sucios, la mugre de toda índole, y el sarro en los aparatos del baño. El aroma a limpio, característico de la vivienda en otros tiempos, cambió por un olor fétido a desperdicios en descomposición. Sin embargo, no se sentía molesto por la mugre y la hediondez imperantes, en épocas de pulcritud había sido tan infeliz que dio la bienvenida al repugnante cambio.
Su vida se convirtió en una rutina que lo hizo sentir como si hubiera ingresado a la eternidad. Amaba sus paseos erráticos, cuya razón ya no era encontrar a su mujer; comía lo que quería a cualquier hora y en cualquier lugar; dormía junto a Venus y ambos se reían del fenómeno de la puerta; tenía sus amados y antes desechados objetos ubicados bien a la vista; dormía largas siestas; ya no oía reproches o denuestos ni debía rendir pleitesía por no aportar dinero a la casa. Perdió la noción del tiempo, dejó de visitar a su familia y de frecuentar a sus conocidos, no contestaba el teléfono ni franqueaba la puerta. Dejaba que, como lo había hecho con la limpiadora, llamaran reiteradamente sin obtener respuesta y después se marcharan. Así desfilaron, sin él constatarlo, algunos parientes de su mujer y otros conocidos. El teléfono sonaba insistentemente al principio, molestándolo con su estridencia. Solucionó el problema arrancando el cable de la pared.  De esa forma quería castigar a Celina por su tardanza en volver. ¿Creía acaso esa infeliz que su ausencia lo había devastado? Ya vería, si es que lograba entrar, que la casa estaba sucia, que él no había desesperado por su ausencia y que había sido reemplazada por otra. Mejor que no regresase ¿quién la necesitaba? Alberto se sentía mucho más cómodo sin ella y no le faltaba nada: ni dinero, ni amor, ni tranquilidad.
Una mañana, cuando apenas clareaba, abrió los ojos medio dormido. La ropería había desaparecido de su lugar frente a la cama. En ese sitio se le presentaba una pared oscura. ¿Sería que Celina había regresado por la noche y retirado el mueble de allí? Trataba de ajustar sus ojos a la penumbra reinante. No, no era posible que su mujer tuviera la fuerza necesaria para mover el pesado armatoste. Quizá había venido con alguien que la ayudó a hacerlo o podía ser que él estuviera todavía medio dormido y soñando... Venus no estaba a su lado y notó que la cama se había vuelto angosta e incómoda. Se  sintió abandonado e inseguro y su consciencia se llenó de amargura. La luz del amanecer le llegaba desde su derecha. Volvió la vista en esa dirección y descubrió las rejas que iban desde el piso al techo. Percibió al principio unos rumores quejumbrosos, suspiros e imprecaciones que fueron subiendo de tono, como si el avance de la luz del día los incentivara hasta volverlos gritos, golpes, insultos, toses: todos ellos sonidos desagradables, tristes, airados que pararon súbitamente al oírse el golpeteo de los bastones de la guardia sobre los barrotes.
- ¡Buenos días reclusos!¡Arriba! En media hora al patio para pasar lista. El que no esté pronto o se haga el vivo se queda sin recreo ¿estamos?- La voz del guardia era dura, autoritaria, sin inflexiones.
Vio que otras personas se incorporaban pesadamente de los camastros vecinos al suyo, escupiendo maldiciones. Uno de ellos se dirigió a él y le dijo con sorna: “Che, mataminas inútil, estirá las jergas y prepará el mate pa’ nosotros. Hay que limpiar el cagadero y tratá de bañarte antes del conteo o te van a dar palo. Ya sabés cómo es acá”.
Mientras, con desconsuelo se disponía a cumplir las órdenes de su feroz compañero de celda, recordó a Celina. ¿Porqué no habría vuelto? Quizá lo hiciera uno de esos días, lo rescataría y podría regresar al hogar de su infortunio, que ahora le parecía un paraíso comparado con su situación actual. Cavilando esto evocó con nostalgia a su minusválida Venus que, aunque nunca pudo abrazarlo, fue quien le dio un atisbo de felicidad a su vida.

Esa noche, cuando todos dormían en la celda, tomó el trapo que oficiaba de sábana y lo fue enrollando lentamente. Luego lo pasó por uno de los barrotes del ventanuco que estaba bien alto sobre su cama, se lo ató al cuello y saltó hacia la única libertad posible.

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