lunes, 19 de diciembre de 2011

POR AMOR A MARÍA

                               

El tiempo es el villano del olvido. Los hombres y las historias, salvo excepciones, van perdiendo vigencia en el devenir inexorable.
Por esta causa, debí apresurarme a escribir esto antes de que se borrara de mi memoria. Soy consciente de que es, en realidad, una historia marginal, desconocida y sin relieve, absolutamente ajena al mundo de los que importan.
 Hace un tiempo, conocí a un hurgador que pasaba a diario por la calle donde vivo. Estando yo sentado en la vereda, bajo la sombra fresca del Jacarandá que está frente a la entrada de mi casa, lo veía pasar cerca del mediodía, cuando él regresaba a su rancho en la periferia de la ciudad, cumplida su tarea recolectora en el casco urbano de Montevideo. Iba contento en su carro con ruedas de automóvil, atestado de bolsas de desperdicios que él había recogido para ser reciclados. De ahí también obtenía el sustento de cada día y el de los animales que lo acompañaban: sus perros y su yegüita tostada, que tiraba del carro haciendo sonar rítmicamente sus cascos sobre el pavimento. De a ratos, él le rozaba las ancas cariñosamente con una varita de mimbre, instándola a apurar el paso:
-  Vamos María –le decía–, no me afloje m’hija ¿Pa’ qué le doy de comer entonce’, eh?.
Y ella apuraba un poquito el tranco para contentarlo. Sonaban alegres los cascabeles que el hombre le había colocado en el apero. A veces, por el calorcito del sol, el tintineo y el vino que llevaba en la panza, el conductor se adormecía por algún trecho, pero en general iba comentando las circunstancias de la ruta a la yegüita.
-A ver... ¿qué será eso que pusieron allá, María? ¡Parece un sillón! Sí, María, es un sillón de cuero y  parece de lo’ bueno’... ya sé que el asiento está un poco roto ¿y qué quiere? ¿Que lo tiren sano? Igual... si no es pa’ sentarse usté, es pa’ mí; lo’ caballo’ no se sientan en lo’ sillone’. ¡Qué va a ser pesado, María! Arrime, arrime al cordón que ya lo cargo. ¿Vió? El patrón ahora tiene asiento de lujo ¿qué me dice, eh?
Uno de esos días caí en la cuenta que desde hacía un tiempo atrás, ya no era una yegua la que arrastraba su carro con pértigo; en su lugar el hombre se desplazaba tirando de uno de mano, notoriamente más chico. El esfuerzo evidentemente era tremendo. Me dio pena verlo remontar el repecho, cinchando como un burro, con el vehículo repleto de bolsas. Al pasar le ofrecí entonces agua fresca. Él bebió con avidez dos o tres vasos. Me miró después, directo a los ojos y me preguntó:
-  ¿Vino, no tenés?
-  Tengo ¿pero no te hará mal?
-  ¿Mal? Dame vinacho; se me terminó hace un rato y vengo suave por falta de combustible.
Le traje un vaso lleno y lo bebió de un trago.
-  Mirame, muchacho –dijo y colocándose rápidamente entre las varas se alejó de improviso, con paso rápido, llevando la carga para su rancho del “cantegril”.
Debido a su repentina partida, me quedé con las ganas de preguntarle por la yegua y el carro perdidos. Al otro día, picado por una infantil curiosidad, aguardé a que él pasara, calculando la hora aproximada en que lo hacía habitualmente. Un poco antes llené un vaso de agua y otro de vino. Cuando llegó le pregunté :
-  ¿Tomás algo?
-  Y... bueno. El agua primero, si la tomo después me saca el gusto a vino.
Me senté en el cordón de la vereda y él me imitó:
-  ¿Qué pasó con la yegua?
Bebió un largo sorbo y me miró de reojo.
-  En confianza te v’iá contar, pero que quede entre nosotro’ ¿tamo’? La yegüita voló al cielo, ‘tá en una estrella –me dijo en tono confidencial, después siguió con tristeza en la voz: -Fue el veintitrés de agosto, el día del viento fuerte ¿te acordás? El techo de mi rancho se voló. Al otro día anduve peliando con lo´ vecino’ pa’ juntarme con las chapas; al último por suerte las recuperé todas. A ella no, la María se me desapareció y no la encontré ma’. Pensé que me la habían robado, pero Ramón me aseguró que se la había llevado el viento. A él el viento tamién le había llevado cosas: la palangana, latas de las paredes del rancho y un perro, el má’ flaco de todos.
Según me siguió contando cuando Ramón, temerariamente, se había asomado por un hueco dejado por las latas desprendidas, vio pasar volando puertas, ropa, gallinas, chapas, ramas y palos. También contempló asombrado dos o tres caballos empujados por el viento. Entre ellos pudo ver a María, la yegüita de Toto, que en un momento dado se elevó inesperadamente perdiéndose luego entre las bajas nubes de tormenta.
Yo hice un notorio gesto de incredulidad.
-  Ramón sabe mucho, es mi primo y tamién mi amigo –me aseguró– si él dice que la vio, la vio nomá’.
No nos encontramos por un tiempo y un día en que pasaba, volvimos a conversar del tema. Me contó que desde que desapareció María, cada vez que había una noche clara, él la buscaba entre las miles de estrellas para ver si la descubría en alguna. Pero por más que puso su empeño en escrutar el cielo, no la  pudo divisar. Después de muchas veladas y por causa de la posición forzada, le sobrevino una  tortícolis crónica. Desesperado y dolorido le planteó el  problema a su primo, a quien consideraba muy sabido porque había ido hasta quinto de escuela:
-  Mirá, Ramón: busco y busco, miro y miro, pero no puedo encontrar a mi yegüita. No está en las estrellas, como vos me dijiste...
Ramón le reveló entonces un secreto:
-  Lo que pasa es que hay una parte grande del cielo que de acá no se ve. De este lado ya no alcanzan las estrellas para guardar tanta gente y tanto caballo volado. También están los gatos, los perros: todos los que fueron buenos en este mundo, sean bichos o cristianos, van a parar allá arriba ¡imaginate! Y es igual en todos los países ¡son muchos millones!
-  Ramón... ¿vo’ no me estarás mintiendo? Porque en todas esas noches que me pasé mirando no vi a nadie en las estrellas: ni gente, ni perros, ni nada.
-  Pa’ que lo veas, tiene que ser algo tuyo, Toto. Cada uno encuentra lo que quiso de verdad acá abajo ¿entendés? Cada uno con lo suyo. Además, aunque te parezca mentira, del otro lado del cielo hay más lugar. Es una fija que tu yegua ha ido a parar ahí. Dame tiempo que te vi’a averiguar.
En sucesivas conversaciones, me fui enterando de que el mentado Ramón era bastante más joven que Toto y disponía solamente de un carro de mano para juntar la basura. Vivía con su mujer e hijos en un rancho cercano al de su primo, construido con latas y cartones, mucho más precario aún que el del otro. Por algunos detalles deduje que consideraba injusto que al Toto le hubieran tocado la vivienda y el caballo del abuelo, siendo que él también tenía derecho a tenerlos, aunque se viera forzado a irse de la casa al poco tiempo de juntarse con la Shirley. Toto me contó que ella era “bravísima” y de mal genio. Las riñas entre ellos y con el viejo, que llegaron a ser muy violentas e incluyeron algunos golpes, fueron el pan de cada día y motivaron que el abuelo los echara de la casa.
Sus relatos me permitieron ir hilando la historia de su familia y la suya propia. Entre sorbo y sorbo me narró que Ramón y él pertenecían a una tercera generación de marginados. El abuelo había venido a Montevideo corrido por el hambre, desde un pueblucho del interior. Llegó con su numerosa familia, luego de extenuantes jornadas en su carro tirado por dos caballos, uno de los cuales murió por el camino y el otro apenas llegó vivo. Se afincó en el único lugar que estaba a su alcance: un caserío levantado en terrenos fiscales, convirtiéndose de peón rural en hurgador; desde entonces el oficio fue pasando de padres a hijos.
Toto había nacido cuando su madre era casi una niña y de padre desconocido. Como era muy lento para razonar, la familia le dio poca importancia y lo calificó de “retrasado”. Al tiempo, la madre se fue con una pareja a otro asentamiento de la zona. Hasta hacía unos años solía cruzársela en la calle; la mujer iba en un carro tirado por una mula, acompañada por una caterva de niños de diversas edades y aspectos. Algunas veces se saludaban, manteniendo luego un corto diálogo, como si fueran parientes lejanos. Después la dejó de ver, sus medio hermanos crecieron y se desperdigaron. No estaba muy seguro de qué habría pasado con ellos.
En realidad, la única referencia familiar importante de aquel hombre fue su abuelo. Después de que se fuera Ramón, ambos se acompañaron y compartieron el trabajo hasta que el anciano murió, a los ochenta años. Un poco antes tuvieron que comprar a la yegüita, que por entonces era una potranca, porque la mula “Lola” se les había muerto de vieja. Toto le preguntó al abuelo:
-  ¿Me dejás ponerle el nombre?
-  Cómo no, m’hijo, si total va a ser suya cuando yo ya no esté... Y ¿cómo la va a llamar?
-  María.
Poco a poco noté que Toto pasaba cada vez menos por mi barrio. En una de las escasas veces en que lo volví a ver iba triste, con la cabeza gacha, llevando penosamente el carro. En esa ocasión conversé con él y me dijo:
-  Yo la quería mucho y el viento se la llevó. Te juro que no me dan gana’ ni de chupar vino; no hay día en que no piense en la María y en todo lo que hicimo’ junto’. ¡Qué linda era! Tenía ojo’ grande y el pelo suavecito. No’ mirábamo y ya no’ entendíamo’.  Vo’ sabé que una vez cayeron a mi casa los milicos que andaban de “rásia” por el “cantegril”. Yo estaba con ella en el fondo, mimándola. Uno de los cana’ me preguntó si yo me la cogía. Yo le contesté que era mía y que podía hacer con ella lo que se me antojara. Pero se lo dije por joderlo nomá, pa’ que no se metiera en lo que no le importaba. Yo era güeno con mi yegüita, nunca le pegaba y ella tamién me quería ¿sabé? Por eso la extraño tanto...
Se le quebró la voz y bajó la cabeza.
La última vez que hablé con Toto me aseguró que ya sabía donde estaba María:
-  El Ramón averiguó que está arriba de Francia –me confió muy serio– Y vo’ fijate: ¿Cuándo voy a ir yo a Francia? ¡Andá a saber en que estrella le tocó! Meno’ mal que lo’ francese’ no la van a poder agarrar porque ellos comen caballo’, según me contó Ramón.
El primo le había sugerido que se consiguiera otra potranca pero él le contestó que con lo que sacaba no le daba para nada, además él era hombre de una sola yegua.
Durante un tiempo esperé al infeliz con agua y vino, pero dejó definitivamente de venir. Meses después empecé a ver pasar a un hombre  joven y vigoroso, llevando un carro que yo reconocí como  el precario vehículo de Toto y le pregunté qué había pasado con él. El hombre se encogió de hombros y me dijo:
-  Y... aquel está en el loquero... se rayó. Le daba  por dormir siempre afuera, en el suelo nomá, boca arriba y envuelto en una cobija. Así todas las noches en que el cielo estaba claro. Estaba quedando seco de no comer y al final, un día que amaneció con un frío machazo,  me lo encuentro acostado en el patio, medio morao, hasta escarcha en el pelo tenía y agarré y llamé la ambulancia. Cuando vinieron y lo levantaron parecía muerto; estaba duro como un fierro, con los ojos bien abiertos, babeándose y diciendo pura pavada. Yo, que soy el primo, me apuré a mudarme al rancho d’él pá cuidarle las cosas porque sinó , usté sabe como es la gente... se le mete cualquiera y se le queda con todo.
-  Él quedó mal por lo de María... – le dije mirándolo directamente a los ojos y él desviando la mirada me contestó:
-  Pobre yegüita, quién sabe donde fue a parar... Capá’ que se la robaron aprovechando el barullo de la tormenta pa’ venderla por ahí. Bueno, nos vemo’ Don, cualquier cosa a la orden. Me llamo Ramón.
Ese día comprobé que el cinismo no es patrimonio exclusivo de algunos políticos, tampoco el amor es solamente para los poetas románticos.
Yo no sé si el Toto enloqueció por el hambre y el frío o por el amor perdido, pero comprendí  por aquellos detalles, que sufrió algo parecido a una inconsolable viudez, destruido para siempre y de esa forma, el escaso margen de entendimiento que le quedaba.

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