domingo, 11 de diciembre de 2011

LA ESFERA Y EL DESTINO

                  

Por el estrecho espacio rectangular de la pequeña ventana, el “Pirincho” Martínez miraba asombrado y con miedo cómo las humildes y precarias viviendas aledañas iban cediendo al influjo del poderoso vendaval. Tal parecía que una mano gigante las zarandeaba inmisericorde hasta que, por fin, algunas de ellas se entregaban y sus paredes de madera y sus techos de lata acababan desperdigándose por los aires. Las chapas se paraban como animadas, vacilaban un poco, se estremecían violentamente y luego levantaban vuelo desapareciendo de la vista en el tumulto del temporal. Las armazones de palos de eucaliptus se desencajaban; los maderos se partían como mondadientes y se iban dando tumbos para quedar después desparramados entre los otros despojos.
En su propio rancho, varios trozos de las endebles paredes se habían desprendido. El techo, compuesto por chapas juntadas por él en los basureros, se arqueaba en forma inquietante amenazando volarse en cualquier momento. Todo el recinto crujía y de pronto la puerta de entrada se abrió con un chasquido y quedó batiéndose violentamente por unos segundos, hasta desprenderse de sus envejecidos goznes.  Botellas, frascos, tarros de azúcar, arroz, harina fueron arrojados de las estanterías, se estrellaron contra el piso de tierra y derramaron sus contenidos. El perchero, ubicado a un lado de la entrada, inició una insólita danza. Las prendas que pendían de él se convirtieron en alas y fue arrastrado hacia afuera con toda su carga de ropa. Martínez reaccionó y salió tras sus pertenencias, recordando que en el bolsillo de un chaleco estaba su posesión más preciada: un antiguo reloj de leontina que había pertenecido a su tatarabuelo y había pasado de generación en generación hasta llegar a sus manos. Esquivó como pudo los objetos caídos y apoyándose en las paredes corrió tras el perchero y parte de su carga, que se alejaba haciendo piruetas, arrastrado por el ciclón. Midió la distancia y calculó que arrojándose  “en palomita” podría atraparlo. En efecto, logró asirlo por su base, pero con desesperación comprobó que la última prenda que quedaba enganchada en él, el chaleco con el reloj, se desprendía y se perdía elevándose y luego, a buena altura, flotaba graciosamente en el viento huracanado.
El Pirincho, sacando la cara del barro donde había caído de bruces, se quedó contemplando desolado como se perdía de vista. El chaleco en realidad no le importaba pero con él desaparecía su reloj, su más valioso objeto, el único vínculo que tenía con sus orígenes.
Aquella maquinaria noble, fabricada en Suiza, en cuyas entrañas giraban ejes y ruedas montados sobre genuinos rubíes, representaba la continuidad de su familia, la esperanza de recuperar antiguos linajes hipotéticos y supuestas riquezas perdidas, y era lo único que sostenía su dignidad después de la debacle económica de los suyos.
Hasta él había llegado por línea paterna, junto con una historia que seguramente había sido enriquecida con los aportes de las diferentes generaciones. Su padre le había contado que sus antepasados eran nobles y que su bisabuelo en particular, fue un segundón que no había heredado los bienes familiares, y lo único que había recibido de su progenitor era aquel reloj de oro con el que emigró a América, a buscar la fortuna que el destino le había negado. Se contaba que por él había luchado valientemente y a cuchillo con un bandolero que pretendió robárselo. Arribó a esas tierras llevándolo en el bolsillo de un chaleco tan viejo y gastado como el que le arrebató el vendaval al Pirincho. Su antepasado inculcó en sus descendientes la idea de que debían mantenerlo siempre funcionando, aun cuando atravesaran las más adversas circunstancias. Así se estableció en su prole la  creencia mítica de que si se detenía, todo el esfuerzo de su apellido por pervivir estaría irremediablemente perdido.
Ciertamente había otros parientes con igual y legítimo derecho a heredar el reloj, pero las circunstancias lo habían destinado a él, también segundón de una familia de nueve hermanos que, con suerte diversa, habían transitado sus vidas. Su padre tenía grandes diferencias con el mayor de sus hijos por razones políticas y ese hecho terminó por distanciarlos tanto, que el muchacho se fue de la casa y del país y nunca más se supo de él. De esa forma, cuando falleció el padre, el reloj pasó a manos del Pirincho y con él  la responsabilidad que aquel legado entrañaba.
Él había estudiado contabilidad y consiguió empleo para llevar los libros de una estancia. Se casó y le nacieron dos hijos. Vivía cómodamente de su trabajo y parecía que, aunque no hubiera hecho la fortuna que esperaba, tampoco tendría un destino miserable. Pero entonces se quebró cuando su mujer lo abandonó para irse a la Argentina con el capataz, llevándose a los niños. Desesperado, hizo averiguaciones para hallarlos. De lo único que pudo enterarse fue que ella, con su amante y los chicos, había cruzado el Río Uruguay por medio de un botero. No tuvo más noticias y les perdió el rastro para siempre.
Aquellos avatares lo habían empujado a la depresión y al alcoholismo. Dejó su trabajo y lo perdió todo. Malvendió sus pertenencias: sus muebles, su mejor ropa y la vajilla inglesa, regalo de casamiento de sus padres. Vivió un tiempo en una pensión pero finalmente, al acabarse el dinero, tuvo que refugiarse en aquel rancherío al costado del pueblo, donde muchos antes que él y por distintas circunstancias, habían llegado para configurar el cinturón de miseria de la ciudad. Levantó su precaria morada y quedó anclado. Ahora vivía de changas; hacía de ocasional alambrador o de albañil, carpía en las plantaciones y recolectaba frutas o verduras cada tanto y así sobrevivía, aunque muchas veces padecía hambre y frío por falta de recursos. Pero el reloj era sagrado: no se empeñaba ni se vendía, por más necesidad que tuviera.
Sorteó la tormenta con gran dificultad y se llegó hasta su rancho, que milagrosamente seguía en pie. Luchando contra el viento, empapado y aterido pudo, con mucho esfuerzo, levantar la puerta y atracarla con un parante que se había desprendido de la estructura de una de las paredes,  calzando el extremo inferior con un viejo baúl. Se sacó la ropa mojada, se envolvió en una cobija raída; luego se tendió en su catre para calentarse y esperar, tapado hasta la cabeza, que pasara lo peor de la tormenta.
Lloró entonces desconsolado, acordándose de su querido reloj al que dio por perdido para siempre. Aquella valiosa reliquia midió exactamente los tiempos de ser feliz, los anodinos y los de endechar de su familia, después de haber cruzado el Atlántico, sostenido por su cadena de oro y guardado dentro del bolsillo del chaleco de su tatarabuelo. Más tarde fue cuidado con dedicación por cinco generaciones, incluido él mismo. Le dolía haber cumplido mal su misión al perderlo, aunque fuera por causas inesperadas. Se dio cuenta que siempre se había sentido como un usurpador, porque en realidad, una vez llegado a América, los herederos de aquella máquina estupenda e infalible habían sido los primogénitos de cada familia y él no lo era. Quizás por eso, el reloj pareció adquirir vida propia en medio de la tormenta y se fue en busca de sus legítimos dueños: su hermano mayor y su descendencia.
Mientras lo tuvo consigo, sintió que de alguna manera todavía había esperanzas de revertir su suerte, encontrar a sus hijos y entregar el legado al varón, aunque tuviera que atravesar difíciles trances para lograrlo. Verse despojado de él en aquella forma tan insólita e impredecible era un presagio cierto de un destino desconocido y fatal. Siempre se había afirmado, por parte de sus mayores, el carácter casi sagrado de aquella posesión y le pesaba en extremo su pérdida.
Pasado el tiempo, no podía dejar de recordar todas las noches, antes de dormirse, lo terrible de su desgracia y de día, cuando salía al campo, miraba intensamente cada parte del terreno, cada árbol, cada escondrijo, con la absurda esperanza de encontrar el reloj de sus desvelos. A veces le parecía ver el viejo chaleco enganchado en una chirca, sobre el pasto o en una cañada, entre los sarandíes, pero luego al aproximarse se desengañaba. Lo inquietaba particularmente el arroyo, con sus aguas impetuosas en invierno que todo lo arrastraban. Luego, cuando venía la seca, lo recorría desde su naciente hasta su desembocadura en el río, caminando kilómetros bajo el inclemente sol de enero, para ver si en el lecho ahora descubierto yacía su querido fetiche. Cualquier objeto que relumbrara a lo lejos lo llenaba de ilusión, y corría hasta él para comprobar abatido que era solamente una lata o un pedazo de vidrio.
Su mente se desbarrancó casi del todo. Había perdido a su mujer y sus hijos, su bienestar y ahora el destino lo había despojado de lo único que lo ataba a sus referencias. Vagó en vano siempre buscando, experimentó la más atroz de las miserias, mendigó comida y fue el hazmerreír de sus vecinos por su verborragia y sus actos sin sentido. Se convirtió en el “loco del pueblo”, siempre vestido con andrajos, al que los muchachos hacían burlas y apedreaban y los mayores compadecían, pero evitaban.
Aquel período de enajenación y pobreza extrema fue pasando y con los años  recuperó el tino suficiente como para volver a vivir de changas.
Una tarde de fines de invierno, en que estaba disfrutando del calor del sol, sentado en el frente de su vivienda, vio venir por el camino a un hombre joven cuyo porte le pareció familiar. Cuando llegó hasta él, el muchacho se detuvo y lo saludó.
-                 ¿Cómo está, don Martínez?
-                 Disculpe... ¿Sabe que su cara me resulta conocida?... Pero no sé quién es usted...
-                 Papá... ¿Es posible que no me reconozcas? Soy Andresito, tu hijo...
La sorpresa no le permitió articular palabra, pero se incorporó con los ojos agrandados por el asombro y ambos se abrazaron llenos de emoción. Conmovido, Andrés le dijo:
-                 Vengo de Córdoba. Pasé primero por la estancia donde vivíamos y ahí me dijeron que estabas por este lado...
-                 ¿Y Mirtita? – preguntó el padre con los ojos llorosos.
-                 Quedó allá con mamá. Están bien.
Se hizo un silencio en que ambos se miraron profundamente. Después Andrés agregó:
-                 Te traje algo... –buscó dentro de uno de sus bolsillos, extrajo un pequeño paquete y se lo entregó– Sé que es tuyo.
El Pirincho, con dedos nerviosos, rompió el papel y allí estaba, enganchado en su gruesa leontina, el antiguo reloj de oro de su familia. Con manos temblorosas lo acercó a su oído y comprobó que estaba marchando. Miró a su hijo interrogante y él le dijo:
-                 Cuando lo conseguí, estaba funcionando... después le fui dando cuerda.
-                 ¡Es mi reloj! ¿Cómo lo encontraste? ¿En el campo? –preguntó casi incrédulo.
-                 No, lo vi en Córdoba, en la vidriera de un cambalache, pero no tengo la más puta idea de cómo llegó ahí. Cuando lo tuve en mis manos confirmé que  era el tuyo por los angelitos volando entre las ramas, estos que tiene en la tapa, y por la inscripción rara esa, de la contratapa. Dejé una seña para que me lo reservaran; pedían mucha plata por él, porque es de oro ¿viste?
-                 ¿Y como fue que pudiste pagarlo? ¿Sos rico?
-                 ¡Qué voy a ser! Hice lo que hago siempre: le afané la plata a un tipo que iba en flor de camioneta. Por desgracia el que estaba con él me quiso primeriar y tuve que quemarlo... al otro le di un culatazo en la cabeza –el joven hizo un gesto de contrariedad–. Ojalá los dos estén vivos, aunque siempre fui chorro nunca había tenido que matar a nadie... Pero lo hecho, hecho está. En fin... con lo que les saqué, levanté el reloj. No lo robé directamente, porque si los milicos me agarraban, me lo requisaban derecho. Ahora lo tenés vos, nadie te lo va a quitar y después, cuando llegue el momento, me lo das a mí y quedamos cumplidos con la familia.
El padre y el hijo se abrazaron, luego hablaron un buen rato de sus cosas y el muchacho se fue con la promesa de volver cuando pudiera.
Martínez se quedó como fascinado sosteniendo su reloj en la palma de la mano, contento de haberlo recuperado pero al mismo tiempo muy triste por el alto precio que había costado: por él, su hijo quizá fuera un asesino y seguramente sería perseguido por la policía. Pero ahora tenía esperanzas. El reloj volvía a su poder y sabía que protegería su destino.

“¡Dadme todo lo que traes!” le dijo el salteador de caminos al pasajero que viajaba en la carroza. En el pescante, colgando de lado, estaba el infortunado cochero con una puñalada en la espalda. El bandido montaba a caballo,  llevaba un pañuelo negro que le tapaba la cara y esgrimía una daga. Temblando, la víctima le extendió una bolsa con dinero. El asaltante le demandó que le diera lo demás de valor que llevaba: sus anillos, un prendedor de rubí y el reloj de leontina que tenía enganchado en el ojal de su chaleco.
-                 Dejádmelo, os suplico, es muy importante para mí porque...
El bandido no lo dejó terminar, se lo arrebató y lo golpeó violentamente en la sien con el puño cerrado en torno al mango del puñal; el otro quedó desmayado dentro del carruaje. El jinete se alejó a galope tendido mientras se desataba una fuerte tormenta.
Manuel Martínez compró los pasajes para él y su familia. Emigraba a América del Sur en busca de fortuna. Subieron al barco y mientras todos se despedían de los suyos agitando pañuelos, se tanteó el bolsillo para comprobar que su reloj de oro, al que la sangre derramada había convertido en una especie de talismán, iba con él; también lo acompañaba el remordimiento de haber matado a un hombre.
Manuel decidió que nunca se desprendería de aquel objeto que tenía un valor mucho más allá del real, porque lo había obtenido mediante un sacrificio humano, propiciatorio de un cambio radical de suerte. Durante todo el viaje fue elaborando una leyenda para sí mismo y para transmitir a sus descendientes. Lo único que lo contristaba era no poder descifrar aquella inscripción en el reverso de la tapa: “Fata viam invenient.”
Ni él ni sus sucesivos dueños se enteraron del significado: El destino siempre encuentra la forma de cumplirse.

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