jueves, 9 de febrero de 2012

ENERO DEL OTRO SIGLO

                                     


En el extremo superior de la vieja columna de hierro, las agujas de las cuatro caras del reloj señalaban las once de la noche. Era pleno mes de enero, mes del calor en estas tierras. La rambla de la playa Ramírez estaba muy concurrida. Era notorio que también el Parque Rodó y el Parque Hotel estaban llenos de público. Sobre la arena permanecían aún algunos bañistas, la mayoría jóvenes, quienes se resistían a irse, evidentemente aspirando a beberse por todos los poros la noche estival y parte de la madrugada, tan tibias y llenas de maravilloso encanto. Para alumbrarse, habían encendido fogatas en el arenal usando papeles, madera y otros elementos combustibles, recolectados en los alrededores.
Juan se sentó en el murallón. El granito conservaba todavía el calor del sol en su superficie y en sus mismas entrañas, calor que devolvía ahora al aire puntualmente, onda por onda, desde lo profundo de su áspero corazón pétreo. Contó por enésima vez sus ganancias del día; los helados se habían vendido, valga la contradicción, como pan caliente. Junto a él descansaba como prueba de ello su caja de “espumaplast” ya vacía. En una mano sostenía una botella de vino y en la otra un refuerzo de salame y queso. Iba consumiendo lentamente sus vituallas, mientras a lo lejos se oía un repique de tambores. El eco amortiguado de las batidas lonjas era traído por la brisa y rebotaba en las montañas de tierra, allá pasando la curva... El sonido parecía llegar encaramado en cada ola que moría mansamente, lánguidamente, en la orilla. Se multiplicaba dentro del Parque y a su  ritmo parecían temblar las hojas de los árboles.
El empecinado chás chás remoto se colaba en los viejos boliches de Palermo y  todo vibraba: las copas vacías en los anaqueles, las llenas sobre las mesas, mientras los fieles parroquianos instintivamente movían los pies o tamborileaban con sus dedos sobre las tablas plagadas de jeroglíficos añejos, hijos de diez mil madrugadas. La sutil esencia del tambor invadía también la intimidad de los hogares, desde el baño a la cocina, y entibiaba el corazón de los abuelos, poniéndoles la piel de gallina y recordándoles viejos tiempos.
El rumor de las lonjas arrancaba desde la antigua sede de Mar de Fondo en Paraguay  y la rambla, cabalgando en las ondas del aire lento y cálido, se abrazaba fraternalmente sobre el río con el ritmo hermano que venía desde los ranchos y los clubes de pesca del lado de Punta Carretas. En la triste cárcel, los hombres pobres y privados de su libertad se adormecían con el son, y con los ojos cerrados, se evadían en sueños de las celdas y sacando en volandas su cuerpo astral, burlando la guardia y los barrotes se hacían libres navegando en el torbellino irreal de la ilusión. Era aquel retumbar el telón de fondo para los juegos: el gusano loco, la rueda gigante, el pulpo y todos los demás y pese al ruido, a los gritos, a las risas y las músicas estridentes, era el tambor y su “borocotó chas chás” lo que prevalecía por encima de todos los demás sonidos. Hasta las personas que saboreaban los churros rellenos de dulce de leche o crema pastelera, el pororó, los “panchos” y las pizzas, se movían al compás del toque mientras comían.
Juan estaba extenuado, por eso se había quedado allí como en trance, mirando vivir a la gente, contemplando el paisaje natural, tan variado y espectacular, que apreciaba completamente desde donde se hallaba en el centro de la hermosa bahía: las doradas arenas salpicadas de luz y sombra; las brillantes constelaciones de neón de los entretenimientos; el perfil  del curvo horizonte sobre el mar, que a penas se adivinaba pues ya había desaparecido de la vista hacía bastante rato entre la oscuridad sin límites, que era un desafío a la imaginación de un poeta que quisiera inventarse un arcano. El ambiente festivo que reinaba en el entorno, el paisaje humano, los sonidos, el olor a salitre del mar, conformaban un todo que para Juan convirtiera a aquella noche en algo especial para disfrutar con los sentidos, al mismo tiempo que liberaba su mente de cualquier pensamiento amargo..
Comía despacio, intercalando los bocados con pequeños tragos de vino, cuando se le acercaron dos trasvestidos que estaban ejerciendo su oficio en la vereda y con sus voces aflautadas le pidieron un trago de bebida. Él les respondió que no era lo que ellos pensaban, sino tinto barato. Entre risitas, insistieron en su pedido y le dieron largos tragos a la botella, dejándola mediada. Le preguntaron qué tal le había ido con la venta y él les contestó que le habían comprado todo.
-Mirá que suertudo este tipo, Lucy. Nosotras hace horas que estamos trillando y no hacemos un mango.
-¿Qué te parece si venís un rato con nostros, papi?
-No se ofendan muchachas, pero no estoy pa’ nadie.
 Mientras conversaban, Juan notó el maquillaje grasoso, exagerado y corrido que trataba de cubrir infructuosamente la barba que ya aparecía insoslayable; las medias con remiendos; las ropa provocativa hecha con telas brillosas que se veían arrugadas y viejas. Las voces estridentes; el olor a perfume de mala calidad, mezclado con el del sudor y el de las prendas percudidas, le saturaron el olfato y la reunión estuvo a punto de arruinar su tranquilidad. En ese momento paró un auto, el chofer les hizo señas invitándolos y los individuos se subieron en el vehículo alegremente, emitiendo carcajadas falsas y escandalosas, y se alejaron a buena velocidad. Juan pensó que quizá se harían de alguna plata que les compensara la flaca ganancia de aquella noche. Pero fundamentalmente, se sintió aliviado de que se hubieran ido.
Luego de aquel suceso, volvió a sentirse feliz en medio de aquella recobrada placidez nocturna… Se quitó entonces las alpargatas “Rueda”; la parte donde se apoyaban la planta del pie se veía opacada por el sudor y lustrosa por el roce permanente de tantas horas de trajín. En los bordes externos del yute le habían crecido al calzado unos incipientes bigotes. Debía acordarse, cuando volviera a la pensión, de pedirle a la encargada unas tijeras para hacerles un recorte. Los pies le ardían tremendamente, los tenía colorados por la irritación, como teñidos de granate. La arena caliente no respetaba la frágil barrera de aquellas zapatillas ecológicas y pese a que había metido los pies en el agua sin sacárselas, sólo obtenía un alivio momentáneo, pero el roce del ir y venir de buena parte de la mañana y toda la tarde, no era fácil de revertir con mojaditas esporádicas; en consecuencia su piel se veía bastante maltratada. Literalmente estaba muerto de cansancio y se derrumbaba de sueño.
Las voces del Parque, la monótona canción del río y el distante batir de las lonjas, lejos de desvelarlo, le producían más modorra aún. Por momentos cabeceaba y tuvo miedo de caerse a la arena, que estaba un par de metros más abajo. Decidió entonces bajar a la playa y mojarse un poco la cara para despejarse.
La flota del Club Montevideo estaba de comilona. La brisa arrastraba el olor del asado y por entre los arbustos se veía arder el fuego de las parrillas. Lerdos soplos de aire caliente traían a intervalos rumores de “cantarolas” procedentes de aquel mismo rumbo. El espíritu del vino se había puesto contento. El hombre con la panza llena canta y está bien. Y el que la tiene vacía a veces canta también, por no llorar. Juan ignoraba si eso era bueno o malo, pero sabía que por lo menos servía de consuelo.
Más despabilado subió a sentarse sobre el muro de la rambla. De espaldas al agua, se puso a observar con detenimiento los juegos del Parque. Entre ellos andaban los niños. Los hijos de los obreros,  que habían llegado desde barrios periféricos en el ciento veintiocho... en el cuatrocientos cinco... Tenían expresión de indescriptible asombro y alegría primigenia, con los ojos agrandados ante aquel espectáculo lleno de bullicio y color, tan poco habitual para ellos. Se veían desbordados de tentaciones y querían disfrutar con los cinco sentidos de aquella oportunidad, tal vez única en mucho tiempo, de poder estar allí.
Se divertían también los hijos de los prósperos, menos asombrados y mejor vestidos. Se deleitaban saboreando algodón de caramelo coloreado y brillantes manzanas acarameladas, tan niños como los otros pero no tan deslumbrados. Iguales risas, similar contento, para una velada que los emparejaba mientras piloteaban un auto chocador, compartían una góndola de cualquiera de los otros entretenimientos giratorios o enfrentaban con igual disimulo el susto en el tren fantasma, atenuándolo con parecidas carcajadas infantiles y nerviosas. Entreverados, circulando entre la concurrencia, andaban en las suya los gurises pedigüeños, con gesto desfachatado, encarando su oficio de “mangueros” bien asesorados por los adultos, que los preparaban para un mundo hostil y los enseñaban a tender la mano con la palma al cielo mientras les durara la infancia. Aquella renuncia a la dignidad significaba ganarse el sustento diario y ahorrase palizas, porque si no aportaban lo esperado, sabiendo que quienes los explotaban los molerían a palos. Mostraban en sus rostros la viveza de la calle; los desdichados no sospechaban, en su inmediatez, que los vivos de verdad son bien diferentes y piensan en grande...
Pasaron las horas, se marcharon los últimos bañistas y abandonadas en la arena quedaron las postreras brasas de los fuegos. Los juegos mecánicos detuvieron sus motores y cesó el movimiento casi abruptamente. Las luces fijas suplantaron a las giratorias e intermitentes. Desaparecieron los niños y sus risas, se esfumaron las voces y los gritos de alegría. Los ómnibus atestados partieron rumbo a los barrios lejanos. Paulatinamente el tránsito disminuyó. Enmudecieron los alegres coros de los clubes. Los taxis llegaban ahora vacíos a la puerta de la “casa de piedra” y poniéndose en fila, esperaban su turno para levantar en la madrugada el mismo pasaje que trajeran en la noche anterior al garito oficial, seguramente más liviano de bolsillos. Sólo permanecía navegando en el aire, el repique de las lonjas de los compadres de Palermo, hijos entrañables de las altas madrugadas, allá por los ranchos y “conventos” de las calles empinadas que morían en la costa.
Creyó sentir al último poeta bohemio que pasaba cantando, inspirado por el vino y el candombe:
Ellos son los creadores de la magia del tambor
De unas palmas ancestrales como herencia les llegó
Fabulosos candomberos que acarician sin cesar
Ese campo endurecido de la bien templada piel
Trasformando en esa luna visceral y estremecida
La esencia y la armonía del sonido original
Puras voces tan profundas, encantadas y sonoras
Recreadas en el ritmo del fiel pino artesanal...
Y aquel loco lindo, trovador de madrugadas insomnes, siguió su ruta. El rumor de las olas en la playa acompañaba su cantar:
Ellos son los viejos magos del misterio del tambor
De las lonjas bien tensadas...
No supo si aquella era la letra original o su mente obnubilada por el sueño le había agregado frases de otras canciones, oídas tantas veces en los boliches o en los tablados... El golpe del agua le marcaba un ritmo cadencioso que parecía agigantarse y producir un profundo eco en la cálida quietud de la noche. Recortadas a contra cielo, se veían la arboladuras iluminadas de algunas naves que se balanceaban mansamente sobre las suaves olas.
Juan permaneció todavía un rato más, sentado en el murallón, experimentando el vencimiento que sienten las personas al estar exhaustas. No le daban las fuerzas ni la voluntad para llegarse hasta el altillo donde vivía. Buscó un lugar donde la elevación de la rambla sobre la arena fuera menor, bajó la caja con cuidado y luego saltó. Se tendió cerca del paredón,  puso las alpargatas de almohada, apoyó la cabeza en ellas y se durmió.
Tuvo un sueño hermoso. Dos sirenas emergían de las aguas y se acomodaron a su lado. Con manos de seda le acariciaron los brazos,  la cara y los pies. Sentía el roce de sus largos cabellos húmedos y sus grandes senos desnudos sobre la piel.  Los rostros le resultaron familiares pero no supo a quienes le recordaban. Al masajear sus tobillos y sus plantas, aquellas manos prodigiosas aliviaron el ardor y la tensión de sus músculos y entró en una fase más profunda del sueño, sin imágenes ni evocaciones.
Se despertó hecho un ovillo y con el cuerpo agarrotado porque un intenso frío húmedo le iba subiendo desde los pies. Soplaba una brisa fuerte proveniente del sur. Sin embargo el río iba retrocediendo lentamente debido a la influencia de la marea baja. Por la humedad de la arena, notó que durante la noche las aguas casi habían llegado al borde del murallón. Sus pantalones estaban mojados hasta la altura de la rodilla. Se sentó e instintivamente se llevó una mano al bolsillo donde había puesto sus ganancias del día anterior. Sintió desazón al comprobar que estaba vuelto hacia fuera. Inmediatamente y entre esperanzado y escéptico buscó con inquietud en el otro; tampoco encontró nada.. Era obvio que le habían robado todo su capital, aunque todavía cabía la remota posibilidad de que se le hubiera caído cerca de donde estaba. Entonces trató de incorporarse y lo hizo a medias porque apenas intentó ponerse de pie, cayó pesadamente de boca sobre la arena. Descubrió que le habían sujetado ambos tobillos con un trozo de nylon. La imagen de las solícitas sirenas se le apareció de pronto y entonces reconoció sus caras. Se puso a llorar y a través de las lágrimas vio que su caja y sus zapatillas flotaban sobre las aguas a poca distancia. Se desató a los tirones y todavía sacudido por el llanto recogió sus pertenencias. Luego subió hacia la rambla, por una escalinata cercana y comenzó a caminar descalzo y muerto de hambre, aterido y lleno de impotencia, rumbo a su mísera pieza. Llegando al Centro, se cruzó con un madrugador que lo miró primero con curiosidad y después se alejó riéndose bajito. Lo mismo le pasó con una señora que llevaba a un niño de la mano. Dedujo que tenía algo gracioso o ridículo en su apariencia. Cuando pasó por una vidriera espejada se detuvo a observase y se vio el reflejo de su imagen, lo que terminó de derrumbar su espíritu: flaco, tiritando, con las ropas hechas una lástima, el pelo largo y enmarañado y la cara surcada de letras, hechas con trozos de carbón de las fogatas apagadas. Se acercó más al vidrio. En su frente leyó: Lucy, y en la mejilla Lau... Se limpió a medias con los faldones de su camisa y después prosiguió su triste y cansina marcha hacia el cuarto de la pensión.
                                                        

jueves, 2 de febrero de 2012

PUENTE STANLEY

                                                  



Stanley había perdido a su madre hacía varios años. Vivía solo desde entonces, y se había vuelto  bastante egoísta por su condición de solterón. Cuidaba sus cosas y su intimidad obsesivamente y detestaba ser invadido en cualquier sentido, ya fuera por la curiosidad de la gente -a su criterio siempre malsana-, como por la codicia que él presumía  llevaba a algunos a acercársele para sacarle algo. No creía en la amistad ni era solidario, solamente apreciaba que lo dejaran en paz con su vida, costumbres y posesiones que, aunque modestas, él preservaba celosamente. En el barrio lo conocían con el apodo de “El Gringo” y muy pocos se molestaban en llamarlo por su verdadero nombre al que consideraban foráneo, demasiado largo y complejo de pronunciar. Era un hombre de mediana estatura, de complexión más bien gruesa, ya cincuentón. Estaba casi calvo y sus ojos eran claros. No tenía una apariencia desagradable, aunque su expresión en el mejor de los casos resultaba algo impersonal; por ella muchos deducían que era desdeñoso y se consideraba por encima de los  demás. Nadie ignoraba que “El Gringo” era el producto de una relación fortuita de su madre con un marinero extranjero de quien él había heredado el empaque. Aquel hombre pasó fugazmente por estas tierras y luego se fue sin sospechar que había engendrado un hijo. Stanley heredó su nombre del padre ignoto.
Un día de fines de julio, en el que había llovido a torrentes durante todo el día, Stanley regresaba de su trabajo cuando comprobó que sus sospechas no eran infundadas: la cañada que debía atravesar para llegar a su casa,  que en los días de buen tiempo era solo un hilo de agua y se cruzaba pisando sobre unas piedras dispuestas para ese fin, a causa de las copiosas lluvias había aumentado su caudal, circunstancia que lo obligaba a realizar un rodeo por una calle paralela para llegar a su vivienda, ubicada en una altura. Por ese camino, había un puente de madera que generalmente superaba, debido a su arqueada estructura, la altura de las crecientes.
Ese día, las aguas discurrían como un poderoso torrente, arrastrando a su paso objetos de toda índole. El puente parecía endeble, poco seguro y pasible de ser arrastrado por la impetuosa corriente. Sin embargo, había estado allí desde hacía largo tiempo y los vecinos lo consideraban como un símbolo del barrio. Compartían además una desidia tácita frente a lo que significaba organizarse para promover el armado de uno nuevo y más sólido. Lo real era que la construcción seguía brindando el servicio para el cual había sido hecha, no obstante lo precario de su estado. Era como un icono, pese a no tener un nombre definitivo.
Anochecía cuando Stanley encaró el cruce del puente. Las aguas bramaban bajo los viejos maderos y lo zarandeaban al chocar contra sus apoyos, hundidos en el inundado barranco. Con medidos y cautelosos pasos fue avanzando por el centro, evitando aferrarse a las desvencijadas barandas que amenazaban con desprenderse de un momento a otro. Sabía que, de ocurrir eso, corría riesgo de lastimarse seriamente o aún ahogarse. Un viento recio soplaba inclemente desde el Sur y la llovizna lo castigaba en la espalda. Su piloto lo protegía a medias. Había avanzado un trecho, hasta la mitad del arco, cuando el tablón sobre el que pisaba cedió inesperadamente. No tuvo tiempo de evitar que su pierna derecha se hundiera completamente en un boquete informe y las astillas irregulares y punzantes del madero rasgaran su pantalón, hundiéndose en su carne e hiriéndola cruelmente todo a lo largo del miembro. Mientras aullaba de dolor, intentó  apoyarse en sus manos para amortiguar la caída en aquella trampa brutal, sin conseguirlo. El más mínimo movimiento para tratar de librarse aumentaba su sufrimiento en forma indescriptible, debido a que los filos de la madera descuajada volvían a recorrer los mismos surcos abiertos en su carne lacerada. Superado su ánimo por aquella acerba realidad, desechó la idea de realizar nuevos intentos y se quedó en suspenso sentado sobre sus nalgas, con la pierna libre estirada hacia delante. Un problema adicional se le presentó con los testículos, que le agregaron un nuevo padecimiento al estar apretados contra el piso. Como pudo, los acomodó llevándolos hacia arriba. Esta acción alivió a penas su tormento.
El puente temblaba y crujía. El viento aumentaba su intensidad y el torrente amenazaba con llevarse la deteriorada estructura. Gritar pidiendo ayuda hubiera sido inútil pues el estruendo del temporal apagaba cualquier otro sonido. Era difícil que a esa hora y con el clima reinante alguien pasara por ahí. A mano izquierda, se extendía un amplio espacio despoblado y cubierto de pastizales; a la derecha, la casa más cercana estaba a unos cincuenta metros y no se distinguían luces encendidas dentro de ella.
Stanley trató de desviar su pensamiento del suplicio insoslayable que padecía y quiso evocar las épocas de cuando era niño y corría por aquel campo cazando pájaros, mariposas y en las cálidas noches del verano, luciérnagas. La cañada entonces no arrastraba bolsas de nylon ni botellas de plástico. En el peor de los casos, llevaba algún bicho muerto o ramas desprendidas de los mimbres y sauces que, desde la orilla, se inclinaban sobre el agua.
Cuando el dolor amenazó con volverse insoportable y lo sacó de sus recuerdos, hizo un tremendo esfuerzo para volver a ellos y trajo a su memoria su primera vez: allí conoció el amor carnal, bajo el arco del puente,  teniendo como testigos los pilotes de madera. De la misma forma “debutaron” la mayoría de los muchachos de los alrededores quienes bautizaron el lugar como “la cañada de los suspiros”. Ese nombre era solamente para uso interno de los involucrados ya que, por sus connotaciones, no se podía compartir con las familias del barrio.
 La fuerza de la corriente le tiraba la pierna hacia atrás y le pareció que algo –un trozo de bolsa o una rama- se le había enredado en el pie. Por esa causa, algunas astillas afiladas se le clavaban más profundamente. Entonces la lluvia amainó, no así el viento que siguió soplando un poco más fuerte que antes. Aguzando el oído le pareció oír el ruido de unas ruedas desplazándose sobre el balastro suelto de la calle. El rumor creció y no tuvo dudas: a sus espaldas, alguien se acercaba conduciendo un carro o algo similar. Volvió la cabeza con dificultad y vio al loco Ramón, un hurgador de la zona, que ya rebasaba la entrada del puente arrastrando su precario vehículo. Stanley le gritó, pero el otro estaba preocupado por ganar impulso para remontar la subida del arco y no lo escuchó. Se le vino arriba pisoteándolo y acto seguido casi le pasó por encima con el carro repleto de basura recolectada por la ciudad. A penas tuvo tiempo para ladearse un poco, pero no pudo evitar que una de las ruedas lo golpeara en el hombro. La llanta desnuda le pisó una de sus manos. Debido a la ciega embestida cayó el loco quien quedó sentado frente a él en el piso, mirándolo incrédulo y sorprendido.
-¡La puta que te parió! –le dijo enojado el bichicome cuando comprendió la situación.
-Encima me puteás, loco, hacé algo ¡Dale! Ayudame a salir de acá –el loco se incorporó y se quedó mirándolo.
-Mirá mi carro, boludo. Se desparramó todo y fue a dar allá abajo –Stanley pareció no escucharlo y tendió su mano, volviendo a pedirle:
-¿No ves cómo estoy? Dame la mano para poder zafar, pero con cuidado: tengo la pierna atracada y bastante lastimada... vamos... –el loco se le aproximó despacio, amagó a asirle por el brazo pero repentinamente revoleó el pie y le propinó un puntapié en el carrillo. El gringo sintió como si la cabeza se le separara del cuerpo y volara hacia arriba. Creyó ver desde las alturas un hueco sangriento entre sus hombros.
-¿Te acordás de aquel partido en la cancha del Ombú ...la patada que me diste? Tengo la marca todavía, hijo de puta. Seré loco pero no bobo, mirá –se levantó un poco el bajo embarrado del pantalón y le mostró una cicatriz alargada que seguramente era de un tapón de zapato de fútbol. Aturdido aún por el golpe, Stanley se repuso y le dijo en tono de súplica:
-Eso fue hace diez años, loco. Ahora ayudame, dejate de joder ¿no ves en la que estoy? Si no me ayudás, acá la quedo... –el loco tomó carrera y lejos de compadecerse se dispuso a patearlo de nuevo.
“El Gringo”, calculando el momento y ya cuando el pie se acercaba peligrosamente a su cara, abrazó con desesperación la pierna de su atacante y le hincó los dientes en la parte de la canilla que quedó al desnudo, con tal energía, que sus postizos permanecieron un momento allí clavados hasta la encía de acrílico. Retuvo al hombre todo lo que pudo y finalmente lo soltó. La dentadura ensangrentada se desprendió de la herida y quedó sobre las tablas como una sonrisa de triunfo que el hurgador interpretó como una burla. Dolorido y rabioso se puso a saltar sobre ella haciéndola añicos, mientras desgranaba los peores insultos hacia su heridor. Luego, cautelosamente para no repetir la experiencia de la mordida, se colocó detrás de él, extrajo su pene y lo meó a conciencia, rebosante de un perverso placer. Por más que Stanley trató de esquivar el chorro, no pudo evitar que parte del líquido tibio bajara por su cuello, llegara a su espalda y le empapara la camiseta. Después de terminada la faena, Ramón cargó su vehículo con la basura desparramada y se alejó a las carcajadas puente abajo.
“El Gringo” permaneció un buen rato a la espera de que algún alma piadosa lo encontrara y liberara de su insoportable situación. Gritó hasta desgañitarse y lloró de rabia e impotencia al comprobar que nadie venía. No supo si había perdido el sentido o se había dormido, pero en un momento despertó de una especie de letargo y percibió que su pierna estaba entumecida: ya no le dolía. En cambio, estaba convencido de que tenía los testículos machucados por la presión del cuerpo contra las tablas porque un gran sufrimiento partía de ellos y se difundía por su vientre en oleadas punzantes. Miró el cielo y vio que de a ratos asomaban algunas estrellas brillantes entre las oscuras nubes  que se iban dispersando. Poco después éstas se colorearon con los tintes fueguinos del amanecer. El infeliz entrampado sabía que al avanzar la mañana era seguro de que alguno pasaría por allí. Efectivamente, ya con el sol más alto, vio un grupo de escolares que se acercaba. Desesperado, los conminó a apresurarse y estando ellos ya muy cerca oyó a uno de los niños decir: “Miren, ahí hay un tipo que perdió la muleta”. Dos o tres del grupo se adelantaron para ayudarlo a levantarse. Sus esfuerzos no dieron fruto porque el más pequeño movimiento producía en el hombre terribles sufrimientos. No todos participaron en el fallido rescate, algunos de los escolares se mantuvieron al margen. Entre ellos reconoció a uno que siempre le saqueaba los frutales de su terreno y al que finalmente, después de varios días de paciente vigilancia, había sorprendido hurtando las frutas. Entonces lo sacó hacia la calle bien asido del cuello y al llegar al portón le aplicó un fuerte puntapié en el culo. El chico también recordó el incidente al verlo y guardando la distancia le dijo a los demás con tono imperativo:
-¡Córranse que yo le voy a dar  a este abusador de mierda! –Se agachó y juntó bosta de las vacas que solían pastar por la zona y con ella formó pelotas que inmediatamente le arrojó a Stanley. La primera le dio en un ojo, otra le pegó en la frente y la tercera en la boca. Luego, el agresor se echó a correr rumbo a la escuela. Sin embargo, otros muchachos fueron solidarios y salieron en busca de algunos vecinos.
El nivel del agua debajo del puente había disminuido hasta el punto que la cañada tenía ahora el aspecto inofensivo de costumbre. La pierna prisionera pendía tumefacta muy por encima del nivel de la corriente. Los que acudieron a ayudarlo encontraron enredadas en su extremidad bolsas de nylon, ramazones y lo que parecía ser una muñeca de trapo empapada y difícil de reconocer como tal por su estado de deterioro. Luego de quitarle aquellos lastres, agrandaron el boquete y liberaron la pierna, que ahora estaba rígida y helada, llena de cortes, magulladuras y con el pantalón adherido a las heridas sanguinolentas. Stanley estaba a penas consciente y fue llevado al dispensario en una camioneta que pasó por allí.
Al poco tiempo la comuna avisó al vecindario que se suplantaría el viejo puente por uno de concreto. Se pidió a los habitantes que, en contrapartida,  se ocuparan de retirar la estructura de madera. Aceptaron, y decidieron desarmarlo. La comisión barrial determinó que fuera rearmado en un predio cercano, que luego se transformó en plaza. Permaneció allí y fue considerado como una especie de monumento de la zona. Al principio, cuando se referían a él decían: “Es el puente donde Stanley tuvo aquel accidente” luego, por razones prácticas se mentó como el “puente de Stanley” y al final se acortó el nombre y quedó “Puente Stanley”.
El hueco por donde había pasado la pierna del “Gringo” fue respetado y no se reparó. Al año justo del incidente, un veintinueve de julio, los vecinos se reunieron en la novel plaza, en derredor del puente y asaron cordero. Trajeron mesas y sillas para el banquete. Luego, comieron y brindaron a la salud de Stanley, que era el invitado de honor por haber propiciado con su infortunio la construcción de un nuevo puente. A los postres, actuó la murga del barrio con cantos alusivos, sacándole dramatismo a aquella desgracia y poniendo una nota de humor, pero con respeto. El “Gringo” entendió la intención de los murguistas y no se sintió ofendido en absoluto. Se sentía diferente ahora, era un hombre más sensible, menos encerrado en sí mismo y quizá más generoso. Durante la comida había observado con un sentimiento de cierta redención al loco Ramón, que lo miraba de vez en cuando de reojo, mientras devoraba la carne de cordero con la avidez de los que viven con hambre crónica, y el rencor por el ataque sufrido durante su peripecia fue desapareciendo. Casi lo mismo le sucedió al ver la carita de alegría del escolar vengativo que contemplaba deslumbrado, con una inocencia conmovedora, la actuación del conjunto. El muchacho, ahora más crecido, había tratado de mantenerse a cierta distancia de Stanley, precaución inútil, porque de todos modos debido a su situación actual, éste no podía perseguirlo ni tenía la más mínima intención de hacerlo.
Al año siguiente el festejo fue mas tibio. Las mujeres trajeron repostería casera y algunas bebidas. No todos concurrieron, porque hacía un frío terrible y a penas terminada la pitanza, se dispersaron rápidamente. El tiempo, que es el villano del olvido, pasados tres o cuatro años, transformó la peripecia del “Gringo” en una historia que se comentaba muy de vez en cuando en la feria o la cantina. El viejo Puente Stanley pasó a ser un armatoste ubicado en un lugar inapropiado, aunque a nadie se le ocurrió quitarlo de su sitio. Allí permaneció entre los árboles que lo rodeaban, los niños que se columpiaban o jugaban a la pelota en los espacios abiertos  y las familias que venían a tomar aire en las tardes de domingo.
Un día acampó, justo debajo del puente, una pareja de marginados carentes de hogar. Se las arreglaron para dormir, cocinar y hasta improvisar un excusado a uno de los extremos, lo que exasperó a los vecinos más cercanos quienes, encarándolos,  insistieron para que se marcharan. Ellos se negaron porque no tenían donde ir. Nadie les ofertó algún otro alojamiento y la cosa quedó por ahí. Allí permanecieron y algunos, que vivían más alejados y para el disgusto de los que vivían cerca, empezaron a traerles alimentos y ropas usadas. Por un sentimiento humanitario, ninguno quiso denunciarlos para que los expulsaran. Poco a poco, los intrusos fueron cerrando el espacio con materiales de deshecho: lonas, chapas, maderas y trozos de nylon. Cuando completaron el cerramiento, ampliaron sus dominios y cercaron con cañas un perímetro en torno al improvisado habitáculo. Allí plantaron algunas legumbres y criaron gallinas. Más tarde, les nació una niña y el agujero causado por la pierna de Stanley les resultó inconveniente porque por ahí entraba la lluvia y el viento frío del invierno, entonces lo remendaron con un pedazo de lata.
Se estableció una inesperada relación entre Stanley y aquella pequeña familia. Él se sentía vinculado con ellos en alguna forma, quizá fuera porque vivían bajo el puente de su desdicha o porque Manuel, el padre de la niña, se le fue acercando un poco por simpatía y otro por necesidad. El hombre le ayudaba con la poda de los frutales o la siembra de legumbres. A su vez, “El Gringo” le daba unos pesitos, fruta o algunos víveres para ir sobreviviendo. Con el correr del tiempo fueron entramando un sincero afecto que duró hasta que Stanley murió de repente, un día cualquiera. Manuel lo encontró en su lecho ya avanzada la mañana. Con una mano aferraba una de sus muletas como si hubiera estado dispuesto a incorporarse antes de fallecer.
Como tributo a quien consideraba su buen amigo, Manuel siguió cuidando del pequeño huerto y ayudado por su mujer aseaban y ventilaban regularmente la casa. Parecía que “El Gringo” iba a volver de un momento a otro de tan cuidadas que estaban sus cosas, tal como a él le habría gustado.
Aquel veintinueve de julio, a unos meses de la muerte de Stanley, llovía a mares. Manuel y su familia permanecían refugiados de la tormenta en su humilde morada cuando la niña, que estaba sentada en su cuna, levantó súbitamente su mirada y tendió sus bracitos hacia el hueco tapiado de lo que ahora era su techo. Al momento, la pequeña comenzó a elevarse en el aire, lloriqueando obstinada mientras trataba de asir algo invisible. Poco después descendió suavemente, sonriendo, para quedar tendida en su lecho, abrazando algo que nadie más podía ver. Los padres quedaron alelados. Decidieron que no contarían aquella maravilla a persona alguna, ante la eventualidad de que  los tomaran por locos o borrachos y los obligaran a irse del barrio. El hecho no volvió a suceder hasta que al año siguiente, en la misma fecha, se repitió el prodigio y también al otro. Para entonces la niña podía hablar y les contó que cada vez que ascendía, lo hacía aferrándose a una pierna que pendía sobre su cama. La pequeña deseaba  alcanzar una muñeca que estaba enredada en la extremidad, a la altura de la rodilla.
Una noche, las lonas y el nylon que habían convertido al puente en hogar tomaron fuego y Manuel tuvo apenas tiempo de huir con su familia del incendio. Luego, desde cierta distancia, quedaron contemplando tristes pero resignados la obra destructiva de las llamas, agradecidos por haber logrado salvar la vida. La niña lloraba por una muñeca que los padres nunca habían visto, y que ella aseguraba tener. Los vecinos habían concurrido para tratar de ayudar, pero fue inútil. El puente y lo que estaba debajo de él se quemaron rápidamente y sin remedio y el fuego se extinguió por sí solo, al amanecer, después de consumirse todo lo combustible. Los árboles circundantes apenas resultaron algo chamuscados por lo breve del  siniestro del que nunca se supo el origen. El hecho quedó en el misterio.
Por sugerencia de algún vecino que no quería que Manuel volviera a construir alguna clase de refugio en la plaza, la familia se instaló definitivamente en la casa de Stanley, que nadie había reclamado desde su muerte, por no haber herederos.
La niña siguió llorando por su muñeca y tanta fue su insistencia, que su madre, para que la dejara tranquila y aunque lo consideraba absurdo, accedió a llevarla al lugar del incendio. Cuando estaban cerca, la pequeña salió corriendo hacia los vestigios del calcinado puente y rescató de entre ellos una muñeca de trapo, algo sucia y estropeada, a la que abrazó con ternura y llevó para su nueva casa dejando atrás los restos carbonizados. Con el tiempo, el viento arrastró lejos las cenizas, creció el pasto y reverdecieron los árboles a la vez que la historia se volvía leyenda.