jueves, 9 de febrero de 2012

ENERO DEL OTRO SIGLO

                                     


En el extremo superior de la vieja columna de hierro, las agujas de las cuatro caras del reloj señalaban las once de la noche. Era pleno mes de enero, mes del calor en estas tierras. La rambla de la playa Ramírez estaba muy concurrida. Era notorio que también el Parque Rodó y el Parque Hotel estaban llenos de público. Sobre la arena permanecían aún algunos bañistas, la mayoría jóvenes, quienes se resistían a irse, evidentemente aspirando a beberse por todos los poros la noche estival y parte de la madrugada, tan tibias y llenas de maravilloso encanto. Para alumbrarse, habían encendido fogatas en el arenal usando papeles, madera y otros elementos combustibles, recolectados en los alrededores.
Juan se sentó en el murallón. El granito conservaba todavía el calor del sol en su superficie y en sus mismas entrañas, calor que devolvía ahora al aire puntualmente, onda por onda, desde lo profundo de su áspero corazón pétreo. Contó por enésima vez sus ganancias del día; los helados se habían vendido, valga la contradicción, como pan caliente. Junto a él descansaba como prueba de ello su caja de “espumaplast” ya vacía. En una mano sostenía una botella de vino y en la otra un refuerzo de salame y queso. Iba consumiendo lentamente sus vituallas, mientras a lo lejos se oía un repique de tambores. El eco amortiguado de las batidas lonjas era traído por la brisa y rebotaba en las montañas de tierra, allá pasando la curva... El sonido parecía llegar encaramado en cada ola que moría mansamente, lánguidamente, en la orilla. Se multiplicaba dentro del Parque y a su  ritmo parecían temblar las hojas de los árboles.
El empecinado chás chás remoto se colaba en los viejos boliches de Palermo y  todo vibraba: las copas vacías en los anaqueles, las llenas sobre las mesas, mientras los fieles parroquianos instintivamente movían los pies o tamborileaban con sus dedos sobre las tablas plagadas de jeroglíficos añejos, hijos de diez mil madrugadas. La sutil esencia del tambor invadía también la intimidad de los hogares, desde el baño a la cocina, y entibiaba el corazón de los abuelos, poniéndoles la piel de gallina y recordándoles viejos tiempos.
El rumor de las lonjas arrancaba desde la antigua sede de Mar de Fondo en Paraguay  y la rambla, cabalgando en las ondas del aire lento y cálido, se abrazaba fraternalmente sobre el río con el ritmo hermano que venía desde los ranchos y los clubes de pesca del lado de Punta Carretas. En la triste cárcel, los hombres pobres y privados de su libertad se adormecían con el son, y con los ojos cerrados, se evadían en sueños de las celdas y sacando en volandas su cuerpo astral, burlando la guardia y los barrotes se hacían libres navegando en el torbellino irreal de la ilusión. Era aquel retumbar el telón de fondo para los juegos: el gusano loco, la rueda gigante, el pulpo y todos los demás y pese al ruido, a los gritos, a las risas y las músicas estridentes, era el tambor y su “borocotó chas chás” lo que prevalecía por encima de todos los demás sonidos. Hasta las personas que saboreaban los churros rellenos de dulce de leche o crema pastelera, el pororó, los “panchos” y las pizzas, se movían al compás del toque mientras comían.
Juan estaba extenuado, por eso se había quedado allí como en trance, mirando vivir a la gente, contemplando el paisaje natural, tan variado y espectacular, que apreciaba completamente desde donde se hallaba en el centro de la hermosa bahía: las doradas arenas salpicadas de luz y sombra; las brillantes constelaciones de neón de los entretenimientos; el perfil  del curvo horizonte sobre el mar, que a penas se adivinaba pues ya había desaparecido de la vista hacía bastante rato entre la oscuridad sin límites, que era un desafío a la imaginación de un poeta que quisiera inventarse un arcano. El ambiente festivo que reinaba en el entorno, el paisaje humano, los sonidos, el olor a salitre del mar, conformaban un todo que para Juan convirtiera a aquella noche en algo especial para disfrutar con los sentidos, al mismo tiempo que liberaba su mente de cualquier pensamiento amargo..
Comía despacio, intercalando los bocados con pequeños tragos de vino, cuando se le acercaron dos trasvestidos que estaban ejerciendo su oficio en la vereda y con sus voces aflautadas le pidieron un trago de bebida. Él les respondió que no era lo que ellos pensaban, sino tinto barato. Entre risitas, insistieron en su pedido y le dieron largos tragos a la botella, dejándola mediada. Le preguntaron qué tal le había ido con la venta y él les contestó que le habían comprado todo.
-Mirá que suertudo este tipo, Lucy. Nosotras hace horas que estamos trillando y no hacemos un mango.
-¿Qué te parece si venís un rato con nostros, papi?
-No se ofendan muchachas, pero no estoy pa’ nadie.
 Mientras conversaban, Juan notó el maquillaje grasoso, exagerado y corrido que trataba de cubrir infructuosamente la barba que ya aparecía insoslayable; las medias con remiendos; las ropa provocativa hecha con telas brillosas que se veían arrugadas y viejas. Las voces estridentes; el olor a perfume de mala calidad, mezclado con el del sudor y el de las prendas percudidas, le saturaron el olfato y la reunión estuvo a punto de arruinar su tranquilidad. En ese momento paró un auto, el chofer les hizo señas invitándolos y los individuos se subieron en el vehículo alegremente, emitiendo carcajadas falsas y escandalosas, y se alejaron a buena velocidad. Juan pensó que quizá se harían de alguna plata que les compensara la flaca ganancia de aquella noche. Pero fundamentalmente, se sintió aliviado de que se hubieran ido.
Luego de aquel suceso, volvió a sentirse feliz en medio de aquella recobrada placidez nocturna… Se quitó entonces las alpargatas “Rueda”; la parte donde se apoyaban la planta del pie se veía opacada por el sudor y lustrosa por el roce permanente de tantas horas de trajín. En los bordes externos del yute le habían crecido al calzado unos incipientes bigotes. Debía acordarse, cuando volviera a la pensión, de pedirle a la encargada unas tijeras para hacerles un recorte. Los pies le ardían tremendamente, los tenía colorados por la irritación, como teñidos de granate. La arena caliente no respetaba la frágil barrera de aquellas zapatillas ecológicas y pese a que había metido los pies en el agua sin sacárselas, sólo obtenía un alivio momentáneo, pero el roce del ir y venir de buena parte de la mañana y toda la tarde, no era fácil de revertir con mojaditas esporádicas; en consecuencia su piel se veía bastante maltratada. Literalmente estaba muerto de cansancio y se derrumbaba de sueño.
Las voces del Parque, la monótona canción del río y el distante batir de las lonjas, lejos de desvelarlo, le producían más modorra aún. Por momentos cabeceaba y tuvo miedo de caerse a la arena, que estaba un par de metros más abajo. Decidió entonces bajar a la playa y mojarse un poco la cara para despejarse.
La flota del Club Montevideo estaba de comilona. La brisa arrastraba el olor del asado y por entre los arbustos se veía arder el fuego de las parrillas. Lerdos soplos de aire caliente traían a intervalos rumores de “cantarolas” procedentes de aquel mismo rumbo. El espíritu del vino se había puesto contento. El hombre con la panza llena canta y está bien. Y el que la tiene vacía a veces canta también, por no llorar. Juan ignoraba si eso era bueno o malo, pero sabía que por lo menos servía de consuelo.
Más despabilado subió a sentarse sobre el muro de la rambla. De espaldas al agua, se puso a observar con detenimiento los juegos del Parque. Entre ellos andaban los niños. Los hijos de los obreros,  que habían llegado desde barrios periféricos en el ciento veintiocho... en el cuatrocientos cinco... Tenían expresión de indescriptible asombro y alegría primigenia, con los ojos agrandados ante aquel espectáculo lleno de bullicio y color, tan poco habitual para ellos. Se veían desbordados de tentaciones y querían disfrutar con los cinco sentidos de aquella oportunidad, tal vez única en mucho tiempo, de poder estar allí.
Se divertían también los hijos de los prósperos, menos asombrados y mejor vestidos. Se deleitaban saboreando algodón de caramelo coloreado y brillantes manzanas acarameladas, tan niños como los otros pero no tan deslumbrados. Iguales risas, similar contento, para una velada que los emparejaba mientras piloteaban un auto chocador, compartían una góndola de cualquiera de los otros entretenimientos giratorios o enfrentaban con igual disimulo el susto en el tren fantasma, atenuándolo con parecidas carcajadas infantiles y nerviosas. Entreverados, circulando entre la concurrencia, andaban en las suya los gurises pedigüeños, con gesto desfachatado, encarando su oficio de “mangueros” bien asesorados por los adultos, que los preparaban para un mundo hostil y los enseñaban a tender la mano con la palma al cielo mientras les durara la infancia. Aquella renuncia a la dignidad significaba ganarse el sustento diario y ahorrase palizas, porque si no aportaban lo esperado, sabiendo que quienes los explotaban los molerían a palos. Mostraban en sus rostros la viveza de la calle; los desdichados no sospechaban, en su inmediatez, que los vivos de verdad son bien diferentes y piensan en grande...
Pasaron las horas, se marcharon los últimos bañistas y abandonadas en la arena quedaron las postreras brasas de los fuegos. Los juegos mecánicos detuvieron sus motores y cesó el movimiento casi abruptamente. Las luces fijas suplantaron a las giratorias e intermitentes. Desaparecieron los niños y sus risas, se esfumaron las voces y los gritos de alegría. Los ómnibus atestados partieron rumbo a los barrios lejanos. Paulatinamente el tránsito disminuyó. Enmudecieron los alegres coros de los clubes. Los taxis llegaban ahora vacíos a la puerta de la “casa de piedra” y poniéndose en fila, esperaban su turno para levantar en la madrugada el mismo pasaje que trajeran en la noche anterior al garito oficial, seguramente más liviano de bolsillos. Sólo permanecía navegando en el aire, el repique de las lonjas de los compadres de Palermo, hijos entrañables de las altas madrugadas, allá por los ranchos y “conventos” de las calles empinadas que morían en la costa.
Creyó sentir al último poeta bohemio que pasaba cantando, inspirado por el vino y el candombe:
Ellos son los creadores de la magia del tambor
De unas palmas ancestrales como herencia les llegó
Fabulosos candomberos que acarician sin cesar
Ese campo endurecido de la bien templada piel
Trasformando en esa luna visceral y estremecida
La esencia y la armonía del sonido original
Puras voces tan profundas, encantadas y sonoras
Recreadas en el ritmo del fiel pino artesanal...
Y aquel loco lindo, trovador de madrugadas insomnes, siguió su ruta. El rumor de las olas en la playa acompañaba su cantar:
Ellos son los viejos magos del misterio del tambor
De las lonjas bien tensadas...
No supo si aquella era la letra original o su mente obnubilada por el sueño le había agregado frases de otras canciones, oídas tantas veces en los boliches o en los tablados... El golpe del agua le marcaba un ritmo cadencioso que parecía agigantarse y producir un profundo eco en la cálida quietud de la noche. Recortadas a contra cielo, se veían la arboladuras iluminadas de algunas naves que se balanceaban mansamente sobre las suaves olas.
Juan permaneció todavía un rato más, sentado en el murallón, experimentando el vencimiento que sienten las personas al estar exhaustas. No le daban las fuerzas ni la voluntad para llegarse hasta el altillo donde vivía. Buscó un lugar donde la elevación de la rambla sobre la arena fuera menor, bajó la caja con cuidado y luego saltó. Se tendió cerca del paredón,  puso las alpargatas de almohada, apoyó la cabeza en ellas y se durmió.
Tuvo un sueño hermoso. Dos sirenas emergían de las aguas y se acomodaron a su lado. Con manos de seda le acariciaron los brazos,  la cara y los pies. Sentía el roce de sus largos cabellos húmedos y sus grandes senos desnudos sobre la piel.  Los rostros le resultaron familiares pero no supo a quienes le recordaban. Al masajear sus tobillos y sus plantas, aquellas manos prodigiosas aliviaron el ardor y la tensión de sus músculos y entró en una fase más profunda del sueño, sin imágenes ni evocaciones.
Se despertó hecho un ovillo y con el cuerpo agarrotado porque un intenso frío húmedo le iba subiendo desde los pies. Soplaba una brisa fuerte proveniente del sur. Sin embargo el río iba retrocediendo lentamente debido a la influencia de la marea baja. Por la humedad de la arena, notó que durante la noche las aguas casi habían llegado al borde del murallón. Sus pantalones estaban mojados hasta la altura de la rodilla. Se sentó e instintivamente se llevó una mano al bolsillo donde había puesto sus ganancias del día anterior. Sintió desazón al comprobar que estaba vuelto hacia fuera. Inmediatamente y entre esperanzado y escéptico buscó con inquietud en el otro; tampoco encontró nada.. Era obvio que le habían robado todo su capital, aunque todavía cabía la remota posibilidad de que se le hubiera caído cerca de donde estaba. Entonces trató de incorporarse y lo hizo a medias porque apenas intentó ponerse de pie, cayó pesadamente de boca sobre la arena. Descubrió que le habían sujetado ambos tobillos con un trozo de nylon. La imagen de las solícitas sirenas se le apareció de pronto y entonces reconoció sus caras. Se puso a llorar y a través de las lágrimas vio que su caja y sus zapatillas flotaban sobre las aguas a poca distancia. Se desató a los tirones y todavía sacudido por el llanto recogió sus pertenencias. Luego subió hacia la rambla, por una escalinata cercana y comenzó a caminar descalzo y muerto de hambre, aterido y lleno de impotencia, rumbo a su mísera pieza. Llegando al Centro, se cruzó con un madrugador que lo miró primero con curiosidad y después se alejó riéndose bajito. Lo mismo le pasó con una señora que llevaba a un niño de la mano. Dedujo que tenía algo gracioso o ridículo en su apariencia. Cuando pasó por una vidriera espejada se detuvo a observase y se vio el reflejo de su imagen, lo que terminó de derrumbar su espíritu: flaco, tiritando, con las ropas hechas una lástima, el pelo largo y enmarañado y la cara surcada de letras, hechas con trozos de carbón de las fogatas apagadas. Se acercó más al vidrio. En su frente leyó: Lucy, y en la mejilla Lau... Se limpió a medias con los faldones de su camisa y después prosiguió su triste y cansina marcha hacia el cuarto de la pensión.
                                                        

1 comentario:

  1. Muy bueno y montevideanísimo. Me hace acordar al Parque Rodó que vi en los '80.
    Ahora, mala prensa pa' los travestis, menos mal que había vendido todo el helado.
    En fin, buenas descripciones y muy oportuno para la época del año.

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