lunes, 26 de noviembre de 2012

                       ESPERANDO A UN DIOS CHUECO

La noticia era repetida por buena parte de los pobladores del barrio. La anciana madre iba visitando a los amigos en los boliches y cantinas de la zona. En la casa de conocidos, en los mismos hogares de las amantes de su hijo preguntaba por él, pero nada, ninguna referencia exacta que llevara a dar con su paradero. A la búsqueda se fueron sumando voluntarios y curiosos intrigados.
Toda aquella solidaridad se fue diluyendo y en el devenir se desgastaron los esfuerzos que hasta habían invadido la realidad de lugares más alejados. La madre acudió a las autoridades y hasta hizo algún llamado radial, pero todo fue inútil: al Chueco Pitico se lo había tragado la tierra. Se había esfumado de forma parecida a la de esos personajes históricos a quienes el imaginario popular había adjudicado inmortalidades o vida eterna en una dimensión diferente. En definitiva, como decía el Bocha Molina, desaparecer como lo hizo el Chueco no era morir aunque fuera descomedido el haberse ido sin decir adiós.
El Bocha, durante toda su vida, había sido hincha de su admirado Chueco y también relator de sus hazañas. Fuera del ámbito familiar fue quien más lo quiso y lo echó de menos. Debido a su ausencia abrupta y misteriosa se quedó sin historias nuevas. No obstante mantuvo la fidelidad al recuerdo de la trayectoria azarosa del perdido. Habituado como estaba a vivir contando lo ajeno, era evidente que en su subconsciente se había instalado por efecto de una admiración extrema una presencia que convivía con él dormido o despierto. Su manía de revivir la historia del Chueco se manifestaba principalmente noche a noche en la sede del Club del barrio.
En los tiempos inmediatamente posteriores a su ida, muchos se reunían en torno al Bocha para escuchar las anécdotas sobre las andanzas del perdido, pero el tiempo es el villano del olvido y la mayoría de los escuchas se fueron retirando paulatinamente, hartos de oír cuentos repetidos. Otros temas más actuales y de mayor convocatoria, como el fútbol y la política le fueron quitando prioridad a la verborragia del Bocha y pese a que se esforzó en adjudicarle hazañas nuevas al desaparecido ya no lograba atraer la atención, en particular de los más jóvenes, que lo borraban de frente apenas amenazaba con iniciar un relato. El narrador se sintió entonces quebrado anímicamente, como traicionado por el sujeto de su admiración, como un niño al que le quitan su juguete preferido y de repente tuvo miedo de que su héroe se hubiera muerto de veras. Aquella ausencia iba superando su limitada fuerza de voluntad. Se sentía despojado y sin asunto. Ya no habría nuevas historias del Chueco. El perder auditorio era como ir perdiendo partes de sí mismo y tuvo miedo que todo su yo se esfumara como el Pitico.
Recordó que el viejo Toto tenía veleidades de escriba y en un postrer intento de mantener vivo a su personaje y a su vez  mantenerse vivo a sí mismo se iluminó con una idea y la puso en práctica. El veterano se acomodaba ante una mesa, junto a una de las ventanas en la sede el Maravilla Fútbol Club y él lo conminaba:
-Vos empezá que yo te cuento: una vez fuimos a jugar a la cancha del Orilla. El Chueco sacó por aire una pelota en el área nuestra, después corrió mirando para arriba y cuando la guinda ya caía frente al arco contrario, de bolea la clavó en un ángulo. El pobre golero se quedó quietito como se quedó Carrizo, según Solé, en aquella final de la Copa América que Peñarol le ganó a River argentino. Te cuento otra: vos sabés que en las ruedas de “Yebelé” siempre se avivaba de los dados cargados, armaba piñata y cuando la tremolina terminaba, él tallaba con sus propios dados aun más cargados que los otros. Así ganaba guita todos los sábados y domingos en las canchas del barrio, mientras se jugaban los partidos de fútbol.
De ese modo quedaron registradas por escrito las andanzas del Chueco, algunas de ellas muy divertidas pero bastante reprochables, aunque provocaran risa a quienes las oían y furia a los que fueron perjudicados por ellas. A veces desaparecían animalitos domésticos como cotorras, palomas, conejos y hasta perros y gatos. Se decía que el Pitico los robaba con diversos fines: para comérselos o venderlos según fuera el caso y cuando las desapariciones coincidían con la llegada de algún circo, se sospechaba que los negociaba para alimento de las fieras.
Pese a esas prácticas, nunca se le consideró un delincuente ni despertó animosidad en la gente, más bien generaba cierta admiración en aquellos que hubieran deseado tener su audacia. Sus pecados resultaban pintorescos hasta allí y siempre salía con una fechoría nueva que superaba a las anteriores causando risa o bronca según fuera el caso.
Pasaba el tiempo y el Chueco no aparecía. Entonces el Bocha reanudó la búsqueda porque no podía convencerse de aquella pérdida repentina. Recorría el barrio con la peregrina esperanza de toparse en cualquier esquina con su antiguo amigo. Entraba en los boliches y hasta se colaba en las timbas clandestinas, a riesgo muchas veces de ir preso junto con los subrepticios apostadores. Nada.
La tristeza y la nostalgia se instalaron definitivamente en el alma del Bocha buscador.
La desesperanza lo fue venciendo y caminaba cabizbajo y lento por las calles del barrio. Pero un día en que iba transitando como de costumbre vio de pronto yendo por la acera a un botija que era un Chueco en miniatura: tenía las piernas arqueadas y al igual que el Pitico, un pelo lacio del color de las hojas secas. Recordó entonces a algunas de las ocasionales amantes del perdido y se dedicó a buscar los domicilios de ellas. Por lo menos en tres casas descubrió Chuecos en miniatura de edades más o menos aproximadas.
De pronto se sintió redivivo. Una potente energía lo galvanizó y se le presentó nítida la figura de su camarada. Él sintió que debía acercarse a aquellos chicos y atraerlos de alguna manera. Era una apuesta segura a disfrutar de una triple prolongación del Pitico. Luego de mucho meditar se le ocurrió una técnica infalible: fundaría una división de fútbol exclusivamente juvenil donde encajaran perfectamente los tres descendientes del amigo.
No disponía de mucho peculio, sus ingresos se limitaban a los alquileres que cobraba por unas modestas construcciones alineadas a los costados de una senda central. Eran la herencia de sus viejos quienes hubieran querido que el hijo estudiara o aprendiera un oficio. Pero él nunca tuvo inquietudes ni deseos de progresar. Siguió viviendo en una de esas casas que fuera de sus padres, como en suspenso, usufructuando las rentas que pagaban sus inquilinos. En las precarias viviendas se alojaban desde borrachines, que gastaban todos sus haberes en copas, hasta un par de putas que no se veían hasta ya entrada la noche, cuando salían muy pintarrajedas y oliendo a perfume barato.
Ellas, en el momento de pagar la mensualidad, le proponían hacerlo con favores sexuales. De ese modo el Bocha se inició en el sexo. Ahora, ya maduro y siendo ellas bastante entradas en años, rara vez aceptaba aquella forma de pago.
Otras casas eran ocupadas por changadores, pungas, una pareja de maricas y un tallador de timbas de la zona. En general no era fácil cobrarles: se escondían o enfrentaban al propietario con prepotencia, echándole  en cara lo alto del alquiler y diciéndole que tenía que esperar. Por esa razón el Bocha contrató al Chueco para que lo respaldara cuando iba a golpear puertas en procura del cobro. El Pitico, precedido de su fama, era temido y respetado. Con la mirada penetrante de sus ojos azules y una expresión de profundo enojo miraba a los aspirantes a morosos y les quitaba las ganas de no pagar y cuando las putas le sugerían un trueque por servicios les decía:
-Yo tengo conducta, no cojo “yiras”- de ese modo cortaba en seco las proposiciones.
Todos temían a las represalias del Chueco y bajo aquella presión, aunque bajo protesta, casi siempre pagaban.
A la dolorosa ausencia del amigo, ahora se le agregaban al Bocha las dificultades que pasaba para cobrar las rentas. Hubo casos en que se aburrió de insistir y dejó de ocuparse. Sucedió que algunos le pagaban de vez en cuando, sin ninguna regularidad. Él igual se arreglaba: ya era grande, comía pan con mortadela y semanalmente compartía una comida con los del Maravilla. Su gasto mayor era la cerveza, esa nunca le faltaba, y así la iba llevando. Algún día que él intuía lejano, el fisco le remataría su propiedad por no pagar la contribución. No le importaba ya que no tenía descendencia para dejarles sus cosas.
Con el entusiasmo de formar el cuadro, buscó en su casa objetos de los cuales podía prescindir como la máquina de coser de su abuela, o la antigua guitarra de su padre guitarrero, herramientas varias, un cuadro del “Mago” y unos cuantos adminículos más. El domingo siguiente se instaló en la feria zonal y a precio de remate liquidó toda la mercadería. Afortunadamente le alcanzó para comprar una pelota, un botiquín surtido, doce camisetas y un buzo de golero. Colocó entonces un pizarrón en la vereda de la cantina y redactó sobre él una convocatoria a los muchachos del barrio para el siguiente sábado de tarde.
Ese día sacó una silla y se sentó a la entrada del Club Maravilla. A la hora establecida comenzaron a presentarse los aspirantes. El Bocha aguardaba ansiosamente la llegada de los Pitiquitos, que por fin se presentaron y se mezclaron con los demás. De ahí en adelante los veía dos o tres veces por semana: en las prácticas, en las charlas técnicas y en los partidos. Con sus tres preferidos formó el corazón del ataque: ocho, nueve y diez. La verdad es que los chicos la amasaban, se entendían y se metían pases de memoria y no se distinguían uno del otro por lo parecidos que eran. Junto a la raya de cal, el Bocha los orientaba:
-Así, así, como el Pitico, dale pasala.
En las charlas semanales mentaba las hazañas deportivas del legendario amigo, mechándolas con las planificaciones tácticas para sus dirigidos. Los jugadores se aburrían un poco con tantas referencias al Pitico. Al principio las bancaban por recibirlas de un referente barrial como el Bocha Molina. El tiempo fue pasando y éste se puso más reiterativo y denso con el tema del Chueco.
Aquello del equipo de fútbol duró todo el invierno, pero llegó la primavera y las instituciones entraron en receso. La muchachada prefería remontar cometas y con los primeros calores el atractivo principal fueron las playas de Montevideo. Los mini chuecos se fueron también tras los otros divertimentos más acordes con el clima.
 Solo otra vez, el Bocha comprendió que el Pitico había sido único.
En su silla ubicada a las puertas del Club, se acomodó dispuesto a ejecutar sus horas y sus días acompañado por una botella de cerveza que se empinaba cada tanto, mirando a lo lejos la calle desierta, sobre cuyo pavimento se alzaban debido al calor solar unas reverberaciones traslúcidas. Emergiendo de la nebulosa, varias veces creyó ver a su amigo perdido, pero no venía solo: a su lado caminaba el Gorila Cantor.
Ambos se habían hecho compinches poco antes de la desaparición del Chueco. En su fuero interior el Bocha estaba convencido de que aquel Gorila maldito era responsable de la inexplicable ausencia del Pitico y de que éste último se hubiera vuelto más audaz en sus trapisondas. Al mismo tiempo, el chueco se había alejado de Molina y ya no acudía a tomar cerveza con él. Pasaba siempre apurado y lo saludaba de lejos con la mano sin detenerse a conversar.
El Gorila no tenía ese sobrenombre porque sí; si Darwin lo hubiera conocido hubiera sentido que su teoría era cien por ciento verdadera: el eslabón perdido había aparecido, tal era su aspecto. Lo de cantor le venía por su afición a la música. De vez en cuando mandaba al Chueco a que le pidiera la guitarra al Bocha, que la había heredado de su difunto padre, y se ponía a cantar en el club o en alguna reunión con mucho entusiasmo, pero poco talento. Su repertorio era acotado: dos o tres boleros y un tango titulado “Esquinita de mi barrio” que ni siquiera sabía completo.  Otra faceta de sus aptitudes consistía en que era un ratero conocido, con múltiples entradas por hurto en la comisaría, prácticamente en todos los rubros: ropa colgada a secar; gallinas; perros de raza; medidores de agua corriente; grifos etc.
Sus delitos iban aumentando de calibre y acabó por convertirse en ladrón de negocios varios. Llegaba a asaltar a lomo de caballo y revólver en mano, ataba al animal en una columna del alumbrado público, y consumado el atraco huía a galope tendido perdiéndose en los arrabales. Se empezó a sospechar que el Chueco actuaba como cómplice en algunos robos hasta que un día, escapando de una redada, ambos se internaron en un pastizal que prácticamente los cubría de pies a cabeza. En esa ocasión se tirotearon con la policía. De ahí en más el Pitico dejó de verse para siempre y el Bocha quedó sin asunto.
El recuerdo obsesivo del Chueco no lo dejaba vivir, estaba siempre en su mente tanto de día como de noche. Soñaba frecuentemente con él, siempre tenía pesadillas en las que indefectiblemente Pitico aparecía contento, se saludaban y hablaban como antes pero al avanzar la historia siempre terminaba mal y el Chueco sufría horribles accidentes o muertes violentas. Algunas veces lo mataba por la espalda el Gorila Cantor y en otras un policía lo atrapaba y le colocaba las esposas, después lo llevaba al patrullero golpeándolo y empujándolo. De pronto se despertaba sobresaltado y sudando copiosamente.
Terminó el verano y por fin el Bocha se levantó de su silla. El asiento y el respaldar estaban lustrosos y se sintió más pesado y panzón que cuando inaugurara su molicie estival. Recomenzó su tarea de director técnico y procedió a reclutar jugadores, citándolos por medio del mismo pizarrón. El día señalado los muchachos fueron llegando en pequeños grupos. Cuando acudieron los tres Piticos, que vinieron juntos, le presentaron a un nuevo aspirante que los acompañaba.
-Éste es el Mono.
El Bocha lo observó detenidamente y creyó reconocer a alguien que odiaba en particular.
-Soy el hijo del Gorila  Cantor- dijo no exento de cierta petulancia. Sin titubear el Bocha tomó la palabra y anunció:
-Por falta de rubro el cuadro se disuelve.
A partir de aquella decisión el Bocha se convirtió en un monumento de carne y hueso. Ejecutaba sus días sentado en su silla, en la puerta de la cantina, bebiendo su eterna cerveza y hablando solo. Nombraba frecuentemente al Pitico, como si hablara con él. Una noche, pasados veinte años, los parroquianos se sorprendieron al verlo muy quieto. La botella de cerveza estaba caída. Le hablaron y no contestó.
Nació así una leyenda urbana creada por algún supersticioso y agrandada por los mentirosos del barrio, en la que se afirmaba que algunas noches se veía fugazmente al Bocha sentado y tomando su bebida, esperando para siempre al amigo Pitico.

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