Otto decoraba los frentes de las casas en tiempos en que la perspectiva
arquitectónica daba algo de lugar a lo artístico. Era un maestro artesano quien
ejerció, hasta entrados los cincuenta, su arte de molduras y figuras diversas
enriqueciendo la lisa y monótona condición de las fachadas.
Trabajaba con materiales fuertes que al reticular permitían retirar con
facilidad los moldes de hojalata que los habían contenido. También era de uso
poner escamas de mica en el material de terminación que luego de colocados en
la pared le arrancaban brillos tornasolados a la aridez de los muros cuando les
daba el sol.
Por la misma calle del artesano, unas casas más adelante vivía Andresito
con sus padres y sus cuatro hermanos, de los cuales él era el mayor y como tal,
con sus trece años recién cumplidos experimentó el deber moral y material de
colaborar en algo al sustento del hogar y la familia.
Otto ya estaba jubilado, pero siendo conocido en la zona como un experto albañil
finalista, era convocado aún para realizar algunos trabajos relacionados con su
oficio. Era un hombre pulcro, prolijo y aunque era ya bastante mayor mantenía
una contextura física admirable para su edad y una apariencia agradable. Salvo
unas entradas, conservaba buena parte de su cabellera que había sido rubia
antes y ahora era canosa. Tenía ojos muy celestes y su mirada era penetrante.
Andresito se ofreció como ayudante y Otto lo aceptó. Empezó así a ir con
él a las diferentes changas que se presentaban. El viejo hablaba poco, era muy
serio y mientras trabajaba aunque estuviera muy concentrado murmuraba una
melodía de la cual Andresito nunca pudo entender la letra, si era que la tenía.
Otto tenía como afición la pesca de caña, jamás usó reel ni red grande o
chica, ni medio-mundo, solamente el anzuelo, la línea y la carnada
correspondiente.
Pasado un tiempo aumentó la confianza y se tejió cierto compañerismo
entre el hombre y el muchacho. Un día Otto le dijo que hablaría con los padres
para que le permitieran ir a pescar con él. Andresito aceptó con entusiasmo y
con el permiso concedido se fue de pesca con el veterano. Llegados a la costa,
luego de sortear un roquedal, se apostaron en un sitio apropiado. Otto enganchó
casi enseguida un par de lisas. El chico observó consternado como luego de desprenderlas
del anzuelo, los peces fueron devueltos al agua por el pescador quien,
comprendiendo una pregunta en la expresión del ayudante, le dijo que nunca
comiera ese tipo de pez porque la boca del caño colector de aguas servidas no
estaba lejos de allí y esa especie tenía por hábito comer excremento por lo
que, de consumir su carne, se corría el riesgo de contraer enfermedades. Andrés
observaba al hombre detenidamente y le pareció que por momentos quedaba como
ausente. Sus ojos pestañaban rápido y los músculos de su rostro se contraían
súbitamente. Movía los labios como si gritara, pero sin ruido. El muchacho guardó un respetuoso silencio y
al cabo de unos minutos el rostro del hombre volvió a ser sereno como de
costumbre. Esto se repitió cada vez que salieron de pesca.
Otto era consciente de sus lapsus y después de un tiempo, ante la
perplejidad de su acompañante decidió darle lo que él consideró una
explicación. Señalando hacia el río le dijo: “hace muchos años, cuando tú no
habías nacido aún, acá enfrente mismo, unas leguas adentro, se produjo una
batalla naval” Aquellas palabras no le aclararon mucho al niño, pero no se
atrevió a preguntar detalles, principalmente porque no supo qué indagar.
Fueron muchas veces de pesca y en una ocasión hicieron un viaje más largo
hasta uno de los balnearios de Canelones. Fue en mil novecientos cincuenta y
cuatro. Andrés lo recordaba bien porque en ese mismo año Alemania ganó el
Campeonato Mundial de Fútbol.
Esa vez descendieron en el kilómetro 44. Entonces allí había apenas unas
cuantas construcciones diseminadas entre los arenales y rodeadas de pinares. Recorrieron
unas diez cuadras caminando por las dunas alfombradas de pinocha. Al llegar a
la playa, se encontraron con otros pescadores con quienes Otto se abrazó
efusivamente y compartió una charla en su idioma natal, del cual el niño no
conocía ni una palabra, así que permaneció callado mientras los hombres le
palmeaban los hombros y le sonreían. Luego todos se pusieron a pescar. Pasadas
un par de horas ya tenían varias brótolas y corvinas. El grupo marchó entonces
hacia un chalet de tejas rojizas, muy cerca de la carretera. Allí fueron
recibidos por una señora mayor y un hombre grueso y no muy alto que parecía ser
alguien importante porque todos lo saludaron con gran respeto y especial
deferencia, que hablaba español con un acento raro y marcado. En un patio
techado había un parrillero y en él, luego de abrir los peces por el lomo y
condimentarlos, los pusieron a asar.
Era un grupo de gente mayor y mientras comían y bebían fueron hablando de
sus cosas, temas que a Andresito le
resultaron totalmente ajenos e incomprensibles. Aburrido y para entretenerse,
se dedicó entonces a perseguir mariposas y a cazar escarabajos. A los postres
invitaron al niño a comer un pastel llamado “strudel” o algo parecido. Cuando
aún se relamía los labios, Otto lo invitó a volver a la costa. Fueron todos
menos la señora de la casa. No llevaban ahora los avíos de pesca. Caminaban
cantando una especie de marcha a coro hasta que llegaron a una construcción con
forma de cabeza de águila ante la cual se detuvieron para contemplarla.
Entraron luego por una puerta lateral.
De pronto, los hombres parecieron ponerse furiosos, mirándose entre sí y
comentando algo entre gruñidos y voces airadas. Andresito no comprendió hasta
después qué era lo que les causaba tanto enojo. Enseguida le llegó un olor
potente y nauseabundo a excrementos, orines y basura. En la penumbra reinante
en el lugar hubo quienes no pudieron evitar pisar los deshechos que cubrían el
piso. Era evidente que el lugar había sido recurrentemente usado como excusado.
Aquel olor mezclado de las inmundicias que cubrían el suelo del recinto hizo
que Andresito saliera rápidamente de allí haciendo arcadas. Se retiraron todos
rápidamente y el hombre grueso comenzó a limpiar furiosamente sus zapatos en la
arena con el rostro enrojecido de ira. Sus ojos de un azul oscuro eran como los
de un enajenado.
-¡Es una vergüenza, Torcuato! -dijo al fin, dirigiéndose a uno del grupo.
-Son unos mugrientos bastardos, señor –le contestó su igualmente
enojado
camarada.
Luego de aquel incidente, ya aplacados los ánimos, todos acordaron llevar
a cabo una buena limpieza del lugar en un futuro cercano. Más tarde y en
silencio los hombres permanecieron contemplando el mar hasta que uno de ellos, que parecía el
más joven dijo: “Algún día el mascarón de nuestro nave insignia será rescatado
del fondo del río”
El encuentro llegó a su fin. En el porche del chalet los amigos
procedieron a despedirse. Todos se abrazaron y entonaron la misma marcha que
habían cantado de ida a la costa. Algunos no pudieron evitar las lágrimas y
terminada la canción el hombre grueso de ojos azules, dirigiéndose al grupo
dijo con tono solemne no excento de tristeza: “Acá se termina todo, me marcho
al sur, ya no volveremos a vernos, Auf Wierdensehen. Un automóvil oscuro lo
aguardaba, extendió entonces su brazo con la mano recta y abierta. Los otros
hombres le respondieron con el mismo gesto y el subió al vehículo y se marchó
seguramente para siempre como él mismo afirmara.
Otto y Adresito volvieron a la ruta a tomarse el ómnibus de regreso a
casa. El alemán iba sombrío y callado. El chico respetó su silencio austero.
Mirando brevemente y de a ratos al hombre sentado a su lado, inesperadamente se
le presentó la imagen de Don Jacobo, lo cual no tenía sentido ni venía a cuento
para él aunque las vidas de aquellos dos extranjeros tuvieran algunos detalles
en común.
Con el paso de los años Andresito comprendió lo que realmente le había
pasado a Otto después de la reunión. La causa que lo había traído a estas
tierras y que con el transcurrir del tiempo quizá se le había vuelto ajena,
aunque seguramente el mantenía el corazón dividido, había dejado de ser su
objetivo al cesar la contienda, allá por sus años mozos. Eso leyó el muchacho
al recordar la expresión reconcentrada y abstraída del rostro de Otto.
Jacobo era un judío que huyendo de una guerra ignota, de la cual
Andresito tenía pocos y casi ningún dato. Arribó con su mujer y sus escasas
pertenencias a estas costas. Se alojó en casa de unos parientes y montado en
una vieja bicicleta salió por Montevideo a vender ropa y chucherías. Iba por
los barrios, casa por casa, soportando los insultos de vecinos belicosos y las
atropelladas de los perros fieros. Puso empeño en la tarea y así se fue
consolidando paulatinamente.
Un día de aquellos llamó en la casa de Otto. Al verlo reconoció
inmediatamente en él a un alemán. Pensó en marcharse sin decir palabra, pero su
espíritu de comerciante lo detuvo. Jacobo vendía en cuotas y a Otto le sirvió
la oferta y de ahí en más se hizo cliente del vendedor domiciliario.
Muchas veces Andresito, que andaba siempre en la vuelta, observó cómo
ambos hombres dialogaban largamente. Comprobó entonces que Jacobo nunca se
entretenía con otros compradores como con aquel.
El tiempo fue transcurriendo y Otto envejeció y no trabajó más. Andresito
aprendió bastante trabajando con el alemán, pero no le sirvió mucho porque los
frentes se volvieron lisos, sin relieve y revestidos y aquellas artesanías
quedaron obsoletas. Por eso él se dedicó a otros oficios ajenos a la
albañilería. Veía a veces a su antiguo patrón, con el cual ya no iba a pescar.
Lucía muy anciano cuando salía a caminar lentamente, apoyado en el brazo de su
esposa en los días soleados. Entonces lo saludaba y notaba que él respondía al
saludo vagamente como si apenas lo reconociese. Sus ojos, antes de mirada
brillante y fuerte, estaban llorosos y de color desvaído. Un tiempo después,
Andresito se enteró de que había quedado postrado. No consideró pertinente ir a
visitarlo porque seguramente no lo reconocería. Poco antes de la muerte del
alemán, Andrés, que ya era adulto, vio un lujoso auto estacionado frente a la
casa de aquel hombre. Después, con sorpresa reconoció a Don Jacobo que salía de
allí y se encaminaba hacia el coche. Se dio cuenta de que hacía mucho tiempo
que no lo veía pasar por el barrio pedaleando en su antigua bicicleta. La
expresión del anciano en aquella circunstancia se le volvió inolvidable: tenía
los ojos llorosos y el rostro contraído. Subió al vehículo y se perdió de vista
al doblar en la primera esquina.
Andrés se casaba y fue a comprarse un traje para la boda y a esos fines
entró una tarde en una sastrería del Barrio Reus. Lo atendió una dependiente
joven, pero al mirar hacia el fondo del comercio divisó al envejecido pero
inconfundible Jacobo.
-Don Jacobo… -le dijo.
El otro se levantó de su asiento y se acercó. En los pocos instantes en
que el anciano demoró en llegar hasta él, supo que ya no era Andresito sino
Andrés y que a lo largo de la vida todos somos mucho más que una persona, nos
transformamos en seres diferentes, nos cambian las circunstancias, quienes nos
rodean, y los sentimientos hacia los hechos del pasado. Andrés ya no era el
niño que levantaba los ojos asombrados para mirar a aquellos dos míticos
hombres de su infancia, ahora comprendía porqué aquella relación se le había
vuelto significativa como una especie de moraleja.
-¿Me conoce? Yo era el ayudante de Otto ¿se acuerda?
Conversaron un rato y después Andrés impulsivamente le preguntó
arrepentido al segundo de haberlo hecho:
-Con todo respeto, Don ¿qué le
dijo Otto la última vez que lo visitó?
El viejo quedó en suspenso y luego le contestó:
-Dijo que no pagaría próxima cuota de deuda porque no iba a estar más- Sus
ojos se llenaron de lágrimas- es que hacía mucho que no me debía nada…
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