La noticia
era repetida por buena parte de los pobladores del barrio. La anciana madre iba
visitando a los amigos en los boliches y cantinas de la zona. En la casa de
conocidos, en los mismos hogares de las amantes de su hijo preguntaba por él,
pero nada, ninguna referencia exacta que llevara a dar con su paradero. A la
búsqueda se fueron sumando voluntarios y curiosos intrigados.
Toda
aquella solidaridad se fue diluyendo y en el devenir se desgastaron los esfuerzos
que hasta habían invadido la realidad de lugares más alejados. La madre acudió
a las autoridades y hasta hizo algún llamado radial, pero todo fue inútil: al
Chueco Pitico se lo había tragado la tierra. Se había esfumado de forma
parecida a la de esos personajes históricos a quienes el imaginario popular
había adjudicado inmortalidades o vida eterna en una dimensión diferente. En
definitiva, como decía el Bocha Molina, desaparecer como lo hizo el Chueco no
era morir aunque fuera descomedido el haberse ido sin decir adiós.
El Bocha,
durante toda su vida, había sido hincha de su admirado Chueco y también relator
de sus hazañas. Fuera del ámbito familiar fue quien más lo quiso y lo echó de
menos. Debido a su ausencia abrupta y misteriosa se quedó sin historias nuevas.
No obstante mantuvo la fidelidad al recuerdo de la trayectoria azarosa del
perdido. Habituado como estaba a vivir contando lo ajeno, era evidente que en
su subconsciente se había instalado por efecto de una admiración extrema una
presencia que convivía con él dormido o despierto. Su manía de revivir la
historia del Chueco se manifestaba principalmente noche a noche en la sede del
Club del barrio.
En los
tiempos inmediatamente posteriores a su ida, muchos se reunían en torno al
Bocha para escuchar las anécdotas sobre las andanzas del perdido, pero el
tiempo es el villano del olvido y la mayoría de los escuchas se fueron
retirando paulatinamente, hartos de oír cuentos repetidos. Otros temas más
actuales y de mayor convocatoria, como el fútbol y la política le fueron
quitando prioridad a la verborragia del Bocha y pese a que se esforzó en
adjudicarle hazañas nuevas al desaparecido ya no lograba atraer la atención, en
particular de los más jóvenes, que lo borraban de frente apenas amenazaba con iniciar
un relato. El narrador se sintió entonces quebrado anímicamente, como
traicionado por el sujeto de su admiración, como un niño al que le quitan su
juguete preferido y de repente tuvo miedo de que su héroe se hubiera muerto de
veras. Aquella ausencia iba superando su limitada fuerza de voluntad. Se sentía
despojado y sin asunto. Ya no habría nuevas historias del Chueco. El perder
auditorio era como ir perdiendo partes de sí mismo y tuvo miedo que todo su yo
se esfumara como el Pitico.
Recordó que
el viejo Toto tenía veleidades de escriba y en un postrer intento de mantener
vivo a su personaje y a su vez
mantenerse vivo a sí mismo se iluminó con una idea y la puso en
práctica. El veterano se acomodaba ante una mesa, junto a una de las ventanas
en la sede el Maravilla Fútbol Club y él lo conminaba:
-Vos empezá
que yo te cuento: una vez fuimos a jugar a la cancha del Orilla. El Chueco sacó
por aire una pelota en el área nuestra, después corrió mirando para arriba y
cuando la guinda ya caía frente al arco contrario, de bolea la clavó en un
ángulo. El pobre golero se quedó quietito como se quedó Carrizo, según Solé, en
aquella final de la Copa América
que Peñarol le ganó a River argentino. Te cuento otra: vos sabés que en las
ruedas de “Yebelé” siempre se avivaba de los dados cargados, armaba piñata y
cuando la tremolina terminaba, él tallaba con sus propios dados aun más
cargados que los otros. Así ganaba guita todos los sábados y domingos en las
canchas del barrio, mientras se jugaban los partidos de fútbol.
De ese modo
quedaron registradas por escrito las andanzas del Chueco, algunas de ellas muy
divertidas pero bastante reprochables, aunque provocaran risa a quienes las
oían y furia a los que fueron perjudicados por ellas. A veces desaparecían
animalitos domésticos como cotorras, palomas, conejos y hasta perros y gatos.
Se decía que el Pitico los robaba con diversos fines: para comérselos o
venderlos según fuera el caso y cuando las desapariciones coincidían con la
llegada de algún circo, se sospechaba que los negociaba para alimento de las
fieras.
Pese a esas
prácticas, nunca se le consideró un delincuente ni despertó animosidad en la
gente, más bien generaba cierta admiración en aquellos que hubieran deseado
tener su audacia. Sus pecados resultaban pintorescos hasta allí y siempre salía
con una fechoría nueva que superaba a las anteriores causando risa o bronca
según fuera el caso.
Pasaba el
tiempo y el Chueco no aparecía. Entonces el Bocha reanudó la búsqueda porque no
podía convencerse de aquella pérdida repentina. Recorría el barrio con la
peregrina esperanza de toparse en cualquier esquina con su antiguo amigo.
Entraba en los boliches y hasta se colaba en las timbas clandestinas, a riesgo
muchas veces de ir preso junto con los subrepticios apostadores. Nada.
La tristeza
y la nostalgia se instalaron definitivamente en el alma del Bocha buscador.
La
desesperanza lo fue venciendo y caminaba cabizbajo y lento por las calles del
barrio. Pero un día en que iba transitando como de costumbre vio de pronto yendo
por la acera a un botija que era un Chueco en miniatura: tenía las piernas
arqueadas y al igual que el Pitico, un pelo lacio del color de las hojas secas.
Recordó entonces a algunas de las ocasionales amantes del perdido y se dedicó a
buscar los domicilios de ellas. Por lo menos en tres casas descubrió Chuecos en
miniatura de edades más o menos aproximadas.
De pronto
se sintió redivivo. Una potente energía lo galvanizó y se le presentó nítida la
figura de su camarada. Él sintió que debía acercarse a aquellos chicos y
atraerlos de alguna manera. Era una apuesta segura a disfrutar de una triple
prolongación del Pitico. Luego de mucho meditar se le ocurrió una técnica
infalible: fundaría una división de fútbol exclusivamente juvenil donde
encajaran perfectamente los tres descendientes del amigo.
No disponía
de mucho peculio, sus ingresos se limitaban a los alquileres que cobraba por
unas modestas construcciones alineadas a los costados de una senda central.
Eran la herencia de sus viejos quienes hubieran querido que el hijo estudiara o
aprendiera un oficio. Pero él nunca tuvo inquietudes ni deseos de progresar.
Siguió viviendo en una de esas casas que fuera de sus padres, como en suspenso,
usufructuando las rentas que pagaban sus inquilinos. En las precarias viviendas
se alojaban desde borrachines, que gastaban todos sus haberes en copas, hasta
un par de putas que no se veían hasta ya entrada la noche, cuando salían muy
pintarrajedas y oliendo a perfume barato.
Ellas, en
el momento de pagar la mensualidad, le proponían hacerlo con favores sexuales.
De ese modo el Bocha se inició en el sexo. Ahora, ya maduro y siendo ellas
bastante entradas en años, rara vez aceptaba aquella forma de pago.
Otras casas
eran ocupadas por changadores, pungas, una pareja de maricas y un tallador de
timbas de la zona. En general no era fácil cobrarles: se escondían o
enfrentaban al propietario con prepotencia, echándole en cara lo alto del alquiler y diciéndole que
tenía que esperar. Por esa razón el Bocha contrató al Chueco para que lo
respaldara cuando iba a golpear puertas en procura del cobro. El Pitico,
precedido de su fama, era temido y respetado. Con la mirada penetrante de sus
ojos azules y una expresión de profundo enojo miraba a los aspirantes a morosos
y les quitaba las ganas de no pagar y cuando las putas le sugerían un trueque
por servicios les decía:
-Yo tengo
conducta, no cojo “yiras”- de ese modo cortaba en seco las proposiciones.
Todos
temían a las represalias del Chueco y bajo aquella presión, aunque bajo
protesta, casi siempre pagaban.
A la
dolorosa ausencia del amigo, ahora se le agregaban al Bocha las dificultades
que pasaba para cobrar las rentas. Hubo casos en que se aburrió de insistir y
dejó de ocuparse. Sucedió que algunos le pagaban de vez en cuando, sin ninguna
regularidad. Él igual se arreglaba: ya era grande, comía pan con mortadela y
semanalmente compartía una comida con los del Maravilla. Su gasto mayor era la
cerveza, esa nunca le faltaba, y así la iba llevando. Algún día que él intuía
lejano, el fisco le remataría su propiedad por no pagar la contribución. No le
importaba ya que no tenía descendencia para dejarles sus cosas.
Con el
entusiasmo de formar el cuadro, buscó en su casa objetos de los cuales podía
prescindir como la máquina de coser de su abuela, o la antigua guitarra de su padre
guitarrero, herramientas varias, un cuadro del “Mago” y unos cuantos
adminículos más. El domingo siguiente se instaló en la feria zonal y a precio
de remate liquidó toda la mercadería. Afortunadamente le alcanzó para comprar
una pelota, un botiquín surtido, doce camisetas y un buzo de golero. Colocó
entonces un pizarrón en la vereda de la cantina y redactó sobre él una convocatoria
a los muchachos del barrio para el siguiente sábado de tarde.
Ese día
sacó una silla y se sentó a la entrada del Club Maravilla. A la hora
establecida comenzaron a presentarse los aspirantes. El Bocha aguardaba
ansiosamente la llegada de los Pitiquitos, que por fin se presentaron y se
mezclaron con los demás. De ahí en adelante los veía dos o tres veces por
semana: en las prácticas, en las charlas técnicas y en los partidos. Con sus
tres preferidos formó el corazón del ataque: ocho, nueve y diez. La verdad es
que los chicos la amasaban, se entendían y se metían pases de memoria y no se
distinguían uno del otro por lo parecidos que eran. Junto a la raya de cal, el
Bocha los orientaba:
-Así, así,
como el Pitico, dale pasala.
En las
charlas semanales mentaba las hazañas deportivas del legendario amigo,
mechándolas con las planificaciones tácticas para sus dirigidos. Los jugadores
se aburrían un poco con tantas referencias al Pitico. Al principio las bancaban
por recibirlas de un referente barrial como el Bocha Molina. El tiempo fue
pasando y éste se puso más reiterativo y denso con el tema del Chueco.
Aquello del
equipo de fútbol duró todo el invierno, pero llegó la primavera y las
instituciones entraron en receso. La muchachada prefería remontar cometas y con
los primeros calores el atractivo principal fueron las playas de Montevideo.
Los mini chuecos se fueron también tras los otros divertimentos más acordes con
el clima.
Solo otra vez, el Bocha comprendió que el
Pitico había sido único.
En su silla
ubicada a las puertas del Club, se acomodó dispuesto a ejecutar sus horas y sus
días acompañado por una botella de cerveza que se empinaba cada tanto, mirando
a lo lejos la calle desierta, sobre cuyo pavimento se alzaban debido al calor
solar unas reverberaciones traslúcidas. Emergiendo de la nebulosa, varias veces
creyó ver a su amigo perdido, pero no venía solo: a su lado caminaba el Gorila
Cantor.
Ambos se
habían hecho compinches poco antes de la desaparición del Chueco. En su fuero
interior el Bocha estaba convencido de que aquel Gorila maldito era responsable
de la inexplicable ausencia del Pitico y de que éste último se hubiera vuelto
más audaz en sus trapisondas. Al mismo tiempo, el chueco se había alejado de
Molina y ya no acudía a tomar cerveza con él. Pasaba siempre apurado y lo
saludaba de lejos con la mano sin detenerse a conversar.
El Gorila no
tenía ese sobrenombre porque sí; si Darwin lo hubiera conocido hubiera sentido
que su teoría era cien por ciento verdadera: el eslabón perdido había
aparecido, tal era su aspecto. Lo de cantor le venía por su afición a la
música. De vez en cuando mandaba al Chueco a que le pidiera la guitarra al
Bocha, que la había heredado de su difunto padre, y se ponía a cantar en el
club o en alguna reunión con mucho entusiasmo, pero poco talento. Su repertorio
era acotado: dos o tres boleros y un tango titulado “Esquinita de mi barrio”
que ni siquiera sabía completo. Otra
faceta de sus aptitudes consistía en que era un ratero conocido, con múltiples
entradas por hurto en la comisaría, prácticamente en todos los rubros: ropa
colgada a secar; gallinas; perros de raza; medidores de agua corriente; grifos
etc.
Sus delitos
iban aumentando de calibre y acabó por convertirse en ladrón de negocios
varios. Llegaba a asaltar a lomo de caballo y revólver en mano, ataba al animal
en una columna del alumbrado público, y consumado el atraco huía a galope
tendido perdiéndose en los arrabales. Se empezó a sospechar que el Chueco
actuaba como cómplice en algunos robos hasta que un día, escapando de una
redada, ambos se internaron en un pastizal que prácticamente los cubría de pies
a cabeza. En esa ocasión se tirotearon con la policía. De ahí en más el Pitico
dejó de verse para siempre y el Bocha quedó sin asunto.
El recuerdo
obsesivo del Chueco no lo dejaba vivir, estaba siempre en su mente tanto de día
como de noche. Soñaba frecuentemente con él, siempre tenía pesadillas en las
que indefectiblemente Pitico aparecía contento, se saludaban y hablaban como
antes pero al avanzar la historia siempre terminaba mal y el Chueco sufría
horribles accidentes o muertes violentas. Algunas veces lo mataba por la
espalda el Gorila Cantor y en otras un policía lo atrapaba y le colocaba las
esposas, después lo llevaba al patrullero golpeándolo y empujándolo. De pronto
se despertaba sobresaltado y sudando copiosamente.
Terminó el
verano y por fin el Bocha se levantó de su silla. El asiento y el respaldar
estaban lustrosos y se sintió más pesado y panzón que cuando inaugurara su
molicie estival. Recomenzó su tarea de director técnico y procedió a reclutar
jugadores, citándolos por medio del mismo pizarrón. El día señalado los
muchachos fueron llegando en pequeños grupos. Cuando acudieron los tres
Piticos, que vinieron juntos, le presentaron a un nuevo aspirante que los
acompañaba.
-Éste es el
Mono.
El Bocha lo
observó detenidamente y creyó reconocer a alguien que odiaba en particular.
-Soy el
hijo del Gorila Cantor- dijo no exento
de cierta petulancia. Sin titubear el Bocha tomó la palabra y anunció:
-Por falta
de rubro el cuadro se disuelve.
A partir de
aquella decisión el Bocha se convirtió en un monumento de carne y hueso.
Ejecutaba sus días sentado en su silla, en la puerta de la cantina, bebiendo su
eterna cerveza y hablando solo. Nombraba frecuentemente al Pitico, como si
hablara con él. Una noche, pasados veinte años, los parroquianos se sorprendieron
al verlo muy quieto. La botella de cerveza estaba caída. Le hablaron y no
contestó.
Nació así
una leyenda urbana creada por algún supersticioso y agrandada por los
mentirosos del barrio, en la que se afirmaba que algunas noches se veía
fugazmente al Bocha sentado y tomando su bebida, esperando para siempre al
amigo Pitico.