Luis se
había mudado hacía poco tiempo a aquel barrio de casitas iguales. Eran
construcciones sencillas pero sólidas y prolijas, hechas para ser habitadas por
el personal de la compañía inglesa,
propietaria de la empresa ferroviaria allá por los finales del siglo
diecinueve.
Ocupó la
vivienda que había sido de su difunto tío, quien había vivido allí desde su
construcción. A su muerte, le
correspondió a Luis por ser el único heredero vivo de aquella familia.
Fue una suerte para él, porque en Argentina, donde había nacido y permanecido
hasta ese momento, su situación era más que precaria: con cuarenta y cinco años
estaba solo, sobrevivía haciendo changas y su casa era ruinosa. Apenas se
enteró de la noticia, juntó los pocos pesos que tenía y se vino con una mano
atrás y otra adelante, a este país donde las leyes lo habilitaban a ser
ciudadano natural, por ser hijo de uruguayos. Nuevamente lo favoreció la
fortuna y encontró trabajo de inmediato con un conocido que tenía un negocio.
No ganaba mucho, pero le daba para ir viviendo y tenía una casa decente. Era
asombroso el grado de conservación de aquella vivienda a pesar de que había
transcurrido más de un siglo desde su construcción. Luis era de naturaleza
jovial y optimista y cayó simpático a sus nuevos vecinos. Se hizo amigo de uno
de ellos en especial, que vivía contiguo y con quien entablaba largos diálogos
vespertinos, luego de la jornada de trabajo, cuando ambos sacaban sus banquitos
a la vereda. En ocasiones se les sumaban otras personas de la cuadra. Todos
hablaban y debatían sobre diversos temas hasta la hora de la cena, en la que
cada cual regresaba a su hogar. Tres veces por semana, Walter, el vecino de
puerta de Luis, se iba al bar a tomarse unas copas y jugar a los naipes. Luis
no compartía su afición y se quedaba solo o charlando con los otros hasta la
noche.
Frecuentemente
surgían temas que involucraban las diferencias entre argentinos y uruguayos, en
las que el porteño defendía con fervor su lugar de origen. El tema de Gardel
era uno de los más discutidos. Cuando se enardecían los ánimos, Walter acusaba
a los argentinos de preferir la idea de que el cantante había sido francés a
admitir que había nacido en América. Luis a su vez sostenía el origen europeo
del artista. Así también discutían por otros temas: el dulce de leche, el tango
y en especial La
Cumparsita... Los demás intervenían diciendo que los
argentinos se adjudicaban todas las originalidades y los triunfos:
-
¿Y qué me decís del día del amigo, Luis? A qué no
sabés quién lo inventó –lo desafió cierta vez uno de ellos con un poco de
malicia.
-
Fue un tipo del Once, en el sesenta y nueve, cuando el
hombre llegó a la luna.
-
Ahí tenés, no fue un bonaerense, fue un paraguayo en
el año cincuenta y ocho, para que veas... y además no se sabe si los gringos
llegaron a la luna o fue un cuento, mirá vos...
-
No inventes cosas raras –le contestó Luis despectivo-
¿De dónde sacaste esas macanas? ¿eh? -Como el otro no supo especificar sus
fuentes, quedó para siempre la duda, porque ya se había hecho tarde y al otro
día había que madrugar.
Una tarde de sábado, Walter se puso a
tomar mate a la puerta de su casa y apareció Luis con aspecto abatido. Su amigo
le preguntó si tenía algún problema y el otro le dijo que los sábados le
resultaban cada vez más tristes. Poco antes de venirse al Uruguay había
enviudado. Mientras estuvo atareado con los preparativos del viaje y luego la
llegada, no había tenido tiempo para extrañar o deprimirse. Ahora, ya instalado
en su nueva situación, con más tiempo para pensar en su pérdida, sentía que lo
iba tomando la tristeza. Su mujer había muerto un sábado veintiocho como aquel:
frío y nublado, y los recuerdos se habían adueñado de su ánimo. Se le llenaron
los ojos de lágrimas y Walter le palmeó la espalda:
-Vamos,
vamos amigo, no hay que ponerse así, son cosas de la vida, qué se le va a
hacer... –Estaba sorprendido porque nunca había sospechado que aquel hombre tan
alegre y extrovertido, había sobrellevado un drama de aquella magnitud, sin dejar
traslucir, hasta ese momento, su dolor.
-
Desde hace unos días me viene pareciendo que nunca me
voy a reponer, te juro. ¡Y para peor mañana es veintinueve: día de ñoquis!
Dirás que soy ridículo, pero también es una jornada amarga para mí. Es que con
mi mujer éramos devotos de San Pantaleón, mejor dicho nos volvimos creyentes
después que ella se enfermó y cada veintinueve íbamos a la capilla del Santo,
allá en Buenos Aires, para pedirle por salud, porque es el protector de los
enfermos ¿sabés? A la vuelta preparábamos los ñoquis y como andábamos cortos de
plata por los tratamientos, poníamos los pocos pesitos que teníamos debajo de
los platos, para que se multiplicaran al siguiente mes –dos gruesas lágrimas le
rodaron por las mejillas.
-
Acá también hacemos lo mismo, mirá que coincidencia
–le dijo Walter y agregó, tratando de mostrarse jovial-: tengo una idea: qué
tal si te venís mañana a almorzar con nosotros, así te sentís más acompañado.
El otro
levantó la cabeza y sonrió tristemente.
- No quiero incomodarlos con mis penas...
no sé que decirte...
-
Dejate de pavadas, Elvira va a estar encantada. No te
imaginás lo rico que prepara los ñoquis. Todo casero ¿eh? La pasta y el tuco.
Luis se mostró súbitamente más animado, se secó con el pañuelo los ojos y las
lágrimas que le corrían por la cara, luego se sonó la naríz y agregó:
-
Siendo así no me puedo negar pero ¿estás seguro que
Elvira va a estar de acuerdo?
-
Si yo te lo digo...
A la mañana
siguiente Elvira se levantó temprano. Preparó el tuco con cebolla, morrón,
zanahoria, chorizo colorado y cuando el sofrito estuvo pronto agregó salsa de
tomate y especias. Lo puso a cocinar a fuego lento mientras preparaba la masa.
Pisó con cuidado las papas hervidas y les agregó queso, huevo y harina. Era una
experta en elaborarla a la perfección: ni demasiado dura ni demasiado blanda.
Formó con rapidez y facilidad los largos cilindros que luego cortaría en trozos
pequeños, todos tan iguales que parecían haber sido hechos con una máquina y
luego pasó cada uno por un tenedor para formarles las hendeduras
características de esa preparación. Trabajaba con mucho entusiasmo, pensando en
que tenía un huésped a quien agasajar. Su mesa era siempre para dos, desde que
Silvita se había casado en el exterior y no había vuelto ni había perspectivas
de que lo hiciera alguna vez. Era extraño, pensaba en su hija y apenas podía
evocar su rostro o recordar qué le gustaba hacer, o alguna conversación con
ella en especial. La zozobra que sintió cuando, muy joven, se fue de la casa
con el novio en busca de mejores horizontes, se había ido diluyendo en el
tiempo. Al principio se comunicaban muy seguido por teléfono y también se
mandaban largas cartas, pero lentamente el intercambio se fue haciendo cada vez
más espaciado: los muchachos trabajaban muchas horas y los padres tenían pocas
novedades que contar. No había niños de por medio... Elvira se apartó un mechón
de los ojos: se sintió culpable de ser una madre desnaturalizada pero la
verdad, que solamente admitía en su fuero íntimo, era que ya casi no extrañaba
a Silvita. Su vida era monótona y sin alicientes: había perdido hacía unos
meses el trabajo, y aunque había buscado
otro, no era fácil conseguirlo a su edad; Walter era un hombre rutinario:
miraba televisión largas horas, sus salidas eran al café o la cancha -no le
gustaba ir a ningún otro lado-; para colmo, se había puesto muy tacaño desde
que ella quedara sin empleo, amedrentado por la idea de que no pudieran hacer
frente a lo gastos de la casa, no era definitivamente hosco pero se gastaba
toda su labia con los compañeros de tarea,
los conocidos del barrio o los amigos del café y cuando llegaba a casa
los temas ya se le habían agotado...
Después que terminó de
elaborar los ñoquis, puso el agua a hervir. A las doce en punto llegó Luis,
trayendo una botella de vino de dos litros. La trajo descorchada y explicó que
al vino le hacía bien tomar un poco de aire antes de ser bebido. También trajo
una cerveza.
Elvira puso
la mesa y dijo: -Ah, nos falta lo principal...
Acto
seguido se fue al dormitorio a buscar el dinero para poner bajo los platos,
como es la tradición en Uruguay y Argentina. Tenía una buena suma escondida en
el ropero, porque no confiaban en los bancos. Walter y ella habían estado
juntando para visitar a Silvita en el exterior, prácticamente desde el momento
en que la hija partiera. Por una razón u otra el viaje siempre se postergaba y
los ahorros seguían creciendo lentamente, año tras año, en el fondo del mueble.
Volvió y
repartió los billetes entre los tres y cada uno ubicó su parte bajo el plato.
-¿Vos no
tomás vino? –Preguntó Walter al amigo cuando vio que se servía cerveza.
-Me lo
prohibió el médico. Cuando murió mi mujer se me hizo una úlcera por el disgusto
¿viste?
Durante el
almuerzo, Walter y Luis no se cansaron de ponderar las virtudes culinarias de
la anfitriona. Chocaron copas por ello y después por la confraternidad
rioplatense, por Peñarol, por Boca, por el futuro... A los postres, ambos
hombres se veían bastante achispados, mientras Elvira se mantenía sobria, ya
que acompañó aquellos festivos brindis pero solamente con refresco.
Walter
entreabrió los ojos y percibió que anochecía. Le pesaba mucho la cabeza y
sentía náuseas. No recordaba en qué momento se había quedado dormido. Tenía la
ropa y aun los zapatos puestos. Se incorporó dificultosamente y llamó a su
mujer: “¡Elvira!” –no obtuvo respuesta. Volvió a gritar preocupado: “¡Elvira!”
Se levantó
torpemente y presa del mareo se dirigió al comedor. La casa estaba silenciosa y
en penumbras y comprendió que estaba solo. Por inercia fue hasta el televisor y
lo encendió. La luz fluctuante que despedía la pantalla le permitió ver que
sobre la mesa permanecían la fuente y los platos vacíos y sucios. Levantó uno
de ellos y vio que debajo ya no estaban los billetes, después hizo lo mismo con
los otros y obtuvo igual resultado. En ese momento el locutor decía: “Estas son las noticias
correspondientes a este lunes treinta de julio...” Todavía no entendía lo que
estaba pasando pero una incipiente desazón comenzaba a apoderarse de su
espíritu. “Seguro que Elvira los guardó
otra vez en el ropero. Cómo iba a dejar la plata acá” –pensó. Volvió al dormitorio y revolvió
los estantes con creciente nerviosismo, sin encontrar lo que buscaba. Tampoco
estaba la ropa de su mujer.
Salió
corriendo y golpeó con ambos puños la puerta de la casa de Luis. Lo recibió un
hombre desconocido, con cara de desconcierto, quien le dijo que la semana
anterior Luis le había vendido la
propiedad con muebles y todo, debido a tenía que viajar urgentemente a la Argentina por un grave
asunto de familia.
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