Esa noche, como acontecía seguido en los últimos tiempos, se
abrió la puerta del guardarropa. Entre tinieblas, Alberto había escuchado el
leve y entrecortado sonido que precedía al posterior desplazamiento de la hoja
de madera. Era un mueble muy antiguo por
lo cual la cerradura no funcionaba desde épocas inmemoriales, aunque la puerta siempre
se había ajustado perfectamente a su marco y nunca antes se había movido por sí
misma. Desde el interior del ropero, salió un rancio aroma a claveles
marchitos, que se iría atenuando después, con el correr del tiempo. Las
primeras veces, Alberto se había asustado pero, con la repetición del fenómeno,
se había habituado a él y ya no se sobresaltaba si, medio dormido, se llevaba
la puerta por delante cuando se levantaba para ir al baño por lo menos una vez
en la noche.
Con los ojos abiertos en la oscuridad, recordó que el hecho
había comenzado a producirse a partir de la desaparición de Celina aquel
maldito y aciago dos de noviembre. Aunque esa mañana no la había visto salir
rumbo al cementerio por estar en el baño, sabía que lo había hecho como de
costumbre, abrazando un gran ramo de claveles granates recogidos en el jardín
de los fondos. Esas flores se venían plantando desde años atrás para honrar a
los parientes muertos, sepultados en el panteón familiar. En aquella ocasión,
no se ofreció a acompañarla porque no se sentía bien después de pasar una
incómoda noche sobre el piso del porche de entrada.
-Es obvio que no tenés la menor intención de ir conmigo a
llevar flores a la tumba de mis padres. En realidad, nunca los pudiste ni ver
¿te parece que no he tenido oportunidad de darme cuenta? Además, mejor así. Con
esa gripe y la alergia que te pescaste por andar trasnochando te va a hacer
mal, y después soy yo la que tiene que cargar con el fardo. Deberías ser consciente de tu edad...
Alberto se encerró en el baño precipitadamente después de
oír las hirientes palabras de la mujer. De lo contrario, se hubiese suscitado una
terrible discusión y él ya no tenía
capacidad para seguir soportando aquellas situaciones. En consecuencia, sabía
que no lograría controlarse. Su ira acumulada en tantos años haría que reaccionase con violencia por primera
vez. Afortunada e inesperadamente Celina calló. Desde su encierro creyó oírla
salir taconeando su fastidio, como siempre que se molestaba con él. El eco de
sus pasos se perdió a medida que se alejaba. No pudo percibir el sonido de la puerta de entrada al cerrarse tras ella,
pero supuso que ya debía haberse marchado. Sin embargo, esperó un poco para
asegurarse de que era así y una vez en la habitación acomodó dos o tres cosas,
se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza.
El cementerio de la Chacarita no quedaba muy lejos pero llegó el
mediodía y de Celina ni noticias. A eso de las tres de la tarde, Alberto ya muy
extrañado y afligido decidió ir a buscarla. Traspuso los portones de la
necrópolis y cruzó rápidamente el pabellón de entrada, sin detenerse a persignarse
ante el Cristo crucificado, al contrario de su costumbre. Caminó con prisa por
las calles y senderos flanqueados por adustos y lujosos monumentos fúnebres que
parecían pequeñas mansiones y convertían a esa parte del cementerio en una
suerte de ciudad de los muertos. Avanzaba con dificultad eludiendo a los
numerosos dolientes que transitaban por allí. Sentía que el resfriado le había
recrudecido. Tosía y estornudaba de continuo, le lloraban los ojos y le
escurría agua de la nariz. Contrariado, mientras se enjugaba las secreciones
con el pañuelo ya empapado, tuvo que reconocer que una vez más su mujer había
tenido razón al respecto.
Después de un torturante recorrido, llegó al panteón de la
familia, ubicado en una zona arbolada y
menos árida por donde circulaban pocas personas. Notó alarmado que los
claveles que Celina llevaba al salir no
estaban en los recipientes habituales y en su lugar permanecían los
ramos marchitos, puestos en ellos en la visita anterior. Algunos rayos de sol
iluminaban la superficie de mármol oscuro, y los destellos de las inscripciones
de bronce le herían los ojos irritados acentuando su llanto. Parecía un viudo
afligido, lo que no llamaba la atención en aquel lugar tan apropiado para el
desconsuelo. Recorrió los alrededores infructuosamente: su mujer no se veía por
ningún lado. Supuso que podría haberse encontrado con alguien conocido, como
había sucedido en otras oportunidades. No caminó más allá y decidió, en cambio,
volver atrás y pararse a esperarla en la entrada.
Caía la tarde y las sombras se adueñaban del lugar. Las
formas se iban desdibujando en la penumbra creciente. Los últimos visitantes,
la mayoría de más de cincuenta, se retiraban con los semblantes circunspectos,
a paso lento, como denotando que allí dejaban jirones de vida pasada. Quizá
padecían la culpa de seguir vivos.
Cuando un funcionario se dispuso a cerrar el portón, detrás
de los últimos en retirarse, Alberto, con los ojos llorosos (un poco por la
angustia y otro poco por su alergia) le preguntó con notoria ansiedad si no
quedaba nadie más adentro. El hombre le aseguró que no. La respuesta lo llenó
de aprensión y partió de inmediato con paso rápido rumbo a su casa. Sin
embargo, al llegar se detuvo frente a ella como si tuviera temor de entrar: la
desconocía. La contempló entonces como si fuera por primera vez, impresionado
por la imagen de aquella vivienda antigua conformada por dos cubos grises: uno
grande (la planta baja) y uno más pequeño que constituía un segundo piso, con
sus ventanas rectangulares y altas, cuyas persianas permanecían cerradas en
todas las estaciones, aunque se presintieran ojos escrutadores ocultos tras los
visillos apenas abiertos. Siempre había considerado que aquel empaque era algo
siniestro. Observó los tres escalones de mármol que llevaban al porche de
entrada. Estaban gastados en el centro
por el trasiego de personas que los habían pisado durante más de un
siglo.
Lleno de malos
presentimientos, caminó hasta la puerta principal e hizo girar la llave con
mano temblorosa. Recorrió el pasillo y una vez traspuesta la cancel, gritó:
"¡Celina!" Nadie respondió. Repitió varias veces el llamado, mientras
recorría la casa oyendo el eco de su propia voz, pero fue inútil. Salió al
fondo y buscó allí. En el jardín trasero reinaba el silencio y las plantas se
mecían suavemente saturando con su aroma la brisa del anochecer. Tampoco
encontró a su mujer en aquel lugar. Entró corriendo y se dirigió al
dormitorio. Se quedó frente a la ropería
como dudando qué hacer. Finalmente se decidió y abrió la puerta del colgador.
Allí estaba, en su percha, el tapado liviano que sin duda se habría puesto al
salir esa misma mañana. Exhalaba un fuerte perfume a flores mustias, que
parecía estar impregnado en la tela. Bajó la vista y en el piso del mueble vio
esparcidos los claveles que ella había cortado. Pensó que quizá hubiera
sucedido un imprevisto que obligara a Celina a volver a la casa de prisa, mientras él la buscaba en el cementerio.
Seguramente, antes, lo habría llamado por teléfono en forma infructuosa para avisarle del contratiempo. Luego, debía
haber salido por el motivo que fuera y regresaría en las próximas horas. No
había razón para alarmarse; lo más prudente era esperar un poco más para darle
tiempo a volver.
Estaba muy cansado y se tendió en el lecho. En ese momento
notó que junto a él descansaba la
Venus de ébano. ¿Quién la había sacado del baúl?
Simultáneamente, descubrió que el armatoste, donde se la guardaba, había
desaparecido de la habitación y sus llaves se encontraban sobre su mesa de
noche. ¿Sería posible que Celina hubiera hecho todo esto para confundirlo? Era
bien capaz, como lo había demostrado tantas veces antes…
Se quedó dormido de inmediato, sin retirar la estatua de la
cama, y fue presa de un sueño profundo. En la madrugada lo despertó el quejido
entrecortado de la puerta del guardarropa al abrirse. Un denso y agobiante
aroma a claveles marchitándose, que le provocaba desagrado por su
intensidad, invadió el aire y saturó su
olfato.
"Celina ha vuelto" pensó e inmediatamente prendió
la veladora. Pero ella no estaba, solamente vio frente a él, dentro de la
ropería cuya hoja se había abierto por sí sola un momento antes, el tapado
colgando de su percha y los claveles mustios desparramados debajo de él.
En los días siguientes nada supo de su mujer, pero pensando
que las malas noticias llegan rápido, consideró razonable seguir esperando y
mientras tanto se dedicó a recorrer las calles de Buenos Aires sin itinerario
fijo. Con mirada atenta, observaba los rostros de las cincuentonas entradas en
carne buscando el de su esposa. Llegó incluso a perseguir a cualquier mujer que
de espaldas se pareciera a Celina. Cuando llegaba hasta ella, se le ponía al
lado y escudriñaba su rostro en forma insistente para comprobar si aquella
persona era quien él pensaba. En todos los casos, solo cosechó decepciones y
hasta algún improperio debido a su atrevida inspección.
Comía cualquier cosa y muy poco, así fue perdiendo peso día
tras día. Por las noches caía rendido luego de sus largas caminatas erráticas.
Antes de dormirse completamente, penetraba en un limbo y sucedía lo de la
puerta: se abría con una cacofonía como de
uñas al arañar un vidrio. Luego, la hoja se desplazaba con un lamento de
alma en agonía y al final el silencio y el olor penetrante que terminaban por
despertarlo del todo. Había ideado trabar la puerta con un trozo de papel
doblado varias veces. Este recurso nunca funcionó y al cabo de las muchas
noches, ya no prendía la luz sino que levantaba a tientas el papel, que siempre
caía en el mismo sitio, sosteniéndolo contra el marco con una mano, mientras
que con la otra empujaba la puerta rebelde.
Se volvía a acostar pero ya no podía conciliar el sueño ni
evitar los recuerdos y consideraciones sobre su vida, que insistían en poblar
su vigilia. Desde el noviazgo, Alberto fue menospreciado por aquella familia de
engreídos porque no tenía bienes, su sueldo era magro y a juicio de ellos no
demostraba ningún afán de progreso. Cuando se casaron, tuvieron que quedarse a
vivir con los suegros en aquella casa espaciosa y ajena para él, a la que los
noveles esposos no aportaron ni un florero. Los numerosos regalos recibidos en
la boda -platería, loza, cristalería, pesados adornos etc.- fueron guardados casi
sin desenvolver dentro del arcón de gran tamaño que tapaba la entrada del
sótano, que se ubicaba debajo del dormitorio de ambos. El pesado
cofre quedó para siempre cerrado, porque los padres de Celina consideraban su
contenido falto de estilo, redundante o inarmónico con la elegancia en que
estaba amoblada y decorada la vivienda. Para Alberto, el objeto era un
adefesio; de solo verlo, se sentía ofendido porque dentro de él estaban los despreciados
obsequios de sus familiares, los primeros en ser desechados por sus suegros y
su mujer, entre los cuales había uno que le gustaba en especial, al que hubiera querido ver colocado en algún
lugar importante del hogar. Se trataba de una estatua de la Venus de Milo, tallada en
madera de ébano y por lo tanto bastante atípica debido a su color y también a
su tamaño para ser un adorno: medía aproximadamente un metro y por su peso
hubiera requerido un pedestal para ser exhibida en la sala. Pero la negación de
Celina a su pedido de colocarla allí fue terminante: "Es simplemente
espantosa, no vamos a ponerla en ningún lugar, guardala en el baúl con los demás
mamarrachos." Era el regalo de Gerardo, su tío más querido. Aquel hombre
se había desprendido de la talla (a la cual prodigaba gran admiración y afecto)
no sin pena, porque lo había acompañado más de medio siglo. La había traído al
regreso de un largo viaje por países lejanos, a los que iba con frecuencia en
su juventud, por motivos de trabajo. Ya anciano, sintió que debía regalarla a
su sobrino preferido, quien tantas veces le había manifestado su interés por
ella.
Desgraciadamente, el tío había muerto de una embolia en la
madrugada siguiente a la celebración de la boda, justo después de que llegara a
manos de los novios aquel presente tan poco apreciado por la contrayente y su
familia. Ni siquiera por el notorio pesar del flamante esposo, tuvo Celina un
rasgo de generosidad admitiendo a la Venus en la sala, tampoco trató de consolarlo ni
le dio el pésame. Alberto sentía dolor al pensar que la obra de arte había sido
menospreciada y no podía dejar de imaginar la indignación que hubiera provocado
en su tío el destino oprobioso que había sufrido su estatua al ser encarcelada
en un indigno baúl, con el que Alberto tropezaba reiteradamente. Cada vez que
eso pasaba, quedaba con las rodillas machucadas, lo que aumentaba su desagrado
por aquel infame cajón. Siempre había querido meterlo al sótano, pero no se
había atrevido ni a plantearlo, porque en aquella casa todo era inamovible, al
menos que su mujer y suegros decidieran el cambio. En realidad anhelaba extraer
de él los regalos de sus parientes y muchas veces, durante las duermevelas que
experimentaba después del almuerzo apoltronado en uno de los mullidos sillones
de la sala, creía ver aquellos presentes ubicados en lugares de la casa de
donde, en su imaginación, se habían
removido los originales para sustituirlos por los que él prefería, en
especial la Venus.
Durante la niñez y juventud había contemplado aquella figura
en el despacho de su tío y siempre le había parecido bella, misteriosa y al
mismo tiempo cercana, cómplice...
A las horas de las
comidas, todos, incluida su mujer, tenían como tema principal de conversación
las falencias de Alberto y su numerosa familia, a la que consideraban mediocre
en comparación a ellos, que se sentían casi nobles y casi adinerados. Las
frases más mordaces las decía el suegro, mientras hacía tintinear su copa de
cristal, golpeándola lenta y repetidamente con una cucharita de plata.
-Es necesario que Ud. comprenda, Alberto, -tlín-, que mi
hija está acostumbrada a vivir bien., tlililín ¿Qué sería de ustedes dos sin
nuestra protección? –tlín- Después de años sin amor, mi nena lo conoció a usted
¡qué íbamos a hacer! –tlín- No podíamos negarle su felicidad y es más: ya ve
cómo hemos apoyado su decisión. Pero eso no significa que usted se deje llevar
por la situación y no procure progresar en la vida –tlín- ¡Vamos, hombre, trate
de conseguir un empleo mejor! –tlín- Tome ejemplo de nosotros y deje de lado
los modelos de su familia... -lo decía
con un insoslayable regocijo interior de poder menoscabarlo y hacerle sentir su
condición de mantenido, mientras el insistente tintineo de la copa acentuaba
aquellas palabras insidiosas y crueles de aquel hombre de apariencia
aristocrática, siempre serio, ceremonioso y bien vestido.
Las opiniones del yerno eran puntualmente desacreditadas y
nunca tenidas en cuenta, razón por la cual después de un tiempo, dejó de
expresarlas. Entonces, lo tildaron de anodino y falto de personalidad. Tanto
los padres como la hija habían encontrado en él el blanco perfecto de su desprecio
y mismo tiempo, les proporcionaba una
constante reafirmación de su pretendida
superioridad. Era el último de la fila, el que todos abuchean a la menor
oportunidad.
En aquella familia se recibían escasas visitas de amigos o
parientes, lo que contribuyó a que entre ellos se estableciera una relación insana
y obsesiva en la que la mujer y los
padres se concentraban en inventar ingeniosas formas de obtener diversión a
costa de la dignidad del consorte, quien permanecía callado y cabizbajo
mientras le llovían comentarios degradantes. No tuvieron hijos porque Celina
siempre se negó a ello diciendo que no quería mezclar su sangre patricia con la
de un pusilánime. Llevaban varios años de casados cuando murieron los suegros
con poca diferencia de tiempo uno de otro. Alberto, que conservaba ciertos
pruritos morales, se resistía a asumir su alegría y alivio interiores, hasta
llegó a convencerse a sí mismo de que estaba afligido y extrañaba a sus
torturadores morales. Fue por esa época que perdió el empleo y ni se molestó en
buscar otro. Había suficiente dinero para él y su mujer de por vida: ella había
heredado la casa, otras propiedades y rentas de la familia. Él presumió que
disminuiría el suplicio del cual había sido objeto durante años, al desaparecer
dos de sus ensañados hostigadores. Sin
embargo esto no sucedió, sino todo lo contrario: en su mujer se instalaron, con
todo poder, la mordacidad y el desprecio de los padres, como si la hija hubiera
sido poseída por aquellos execrables espíritus familiares. Ya no utilizó solo
su verborragia hiriente, sino que en ocasiones pasó al plano físico. Le hacía
pequeñas maldades humillantes como despertarlo de improviso por las mañanas con
gotas de agua helada en la cara o pinchazos en los pies con una aguja, si
consideraba que él había dormido más de la cuenta.
-¡Despertate inútil! El que no trabaja no puede estar
cansado. Y ahora no vas a desayunar, tenemos que salir de inmediato para la
inmobiliaria a buscar mis rentas, de las que vivís tan cómodamente sin aportar
nada...
Si aparecía algo roto o se perdía alguna cosa siempre era su
culpa. Llegó a sospechar que era ella quien estropeaba u ocultaba los objetos
con el fin de mortificarlo y gritarle que era un estúpido atolondrado.
La noche anterior a la desaparición, sucedió algo que le
resultó, entre todos los reiterados denuestos el mayor, porque lo expuso al
escarnio público. Él se demoró en casa de unos
parientes y no llegó a la hora convenida. Al regresar y tratar de entrar
a la casa, no logró abrir la puerta con su llave. Se dio cuenta que Celina la
había trancado por dentro con el pasador. Tocó el timbre con insistencia e
incluso golpeó repetidamente el llamador de bronce en forma de mano, pero ella
no atendió. Al rato la mujer se asomó por una ventana recriminándolo a los gritos
por su idiotez; armó tal alboroto que, sin lugar a dudas, fue oída por todos
los del barrio. Remató su airado discurso con la frase:
-Perdiste la llave como perdés todo lo demás, Albertito. Ahora,
por imbécil vas a dormir afuera.
Los vecinos, que no la apreciaban y sentían por él un desdén
acorde a las circunstancias, balconearon la escena divertidos.
Alberto pasó la noche acurrucado en el porche. Se sentía más
humillado que de costumbre por haber permanecido allí, a la vista y paciencia
de todos, hasta que su mujer abrió por fin la puerta a la mañana siguiente, cuando
ya estaba el sol alto y pasaban algunas personas que lo miraron de soslayo, con
expresión de desprecio y curiosidad. Entró muerto de frío y entumecido por la mala
noche, mientras ella se reía de su apariencia y se burlaba de él. Celina había
puesto el tapado liviano en el respaldo de un sillón y sobre la mesa del
comedor el gran ramo de claveles que había juntado momentos antes para
llevarlos al cementerio.
Alberto, sin decir palabra, se dirigió con rapidez al
dormitorio. Celina fue tras él para seguir atormentándolo con sus ironías. El
hombre entró al baño y al salir todo era silencio. Quizá decepcionada, ella comprendió
que sus esfuerzos por hacerle perder el control eran inútiles y decidió
marcharse. El hombre dio alguna vuelta más, después se metió en la cama y se
tapó hasta la cabeza. Esa fue la última vez que se vieron.
Los prolongados paseos a pie por diversos rincones de la
capital hicieron que descubriera que la ciudad tenía ángel. La encontró
impregnada de un encanto especial pese a lo vertiginoso de su ritmo. La
convivencia con Celina había sido tan absorbente que él había olvidado sus
propias vivencias. Ahora, era como si regresara de una larga ausencia y
empezara a conocer su ciudad, que había cambiado bastante después de casi
veinte años de indiferencia de su parte. Las mujeres se le presentaban más
atractivas y desenvueltas, algunos edificios habían surgido y otros ya no
estaban. Notó mejoras y deterioros, que seguramente había visto antes, pero en
los cuales no había reparado en absoluto. Se habían multiplicado las coloridas
luces nocturnas y muchas fachadas, antes monótonas y grises, lucían ahora los
tonos más alegres y variados. La gente era definitivamente más agresiva y menos
dada a la amabilidad o la educación en el trato, y para nada dispuesta a
sostener un diálogo con extraños. También se producían más delitos violentos:
tuvo la oportunidad de ver rapiñas a pleno sol y la fortuna de no sufrirlas.
Antes había recorrido la urbe en colectivo o, después de
casado, en el auto de su mujer, quien nunca le había permitido ir al volante
porque decía que seguramente, con su torpeza, tendrían un accidente. Ahora ya
era tarde… Después de tanto tiempo de ser negado como conductor hábil, se había
convencido de que no podría manejar sin riesgos y hasta consideró vender el
auto en vista de que Celina no aparecía, pero cuando planteó su idea en la
escribanía que manejaba los asuntos de su mujer, le dijeron que si ella no lo
hacía directamente, no era posible. También empezó a tener problemas con los
cobros de las rentas que por un breve lapso había percibido sin dificultad.
Desde el principio le preguntaron porqué ella no venía personalmente y, con
correr del tiempo, empezaron a mirarlo con
creciente suspicacia hasta que ya no le dieron más el dinero y le exigieron que
para percibir los próximos pagos debía presentarse con Celina, o bien traer un
poder firmado de puño y letra de ella.
Se cortó la entrada de dinero fácil. La mujer seguía
desaparecida, pero él ya no pensaba en su regreso sino en cómo seguir
subsistiendo. El primero en irse fue el auto. Puso un aviso en el diario y como
la situación del vehículo era irregular, debió venderlo a muy bajo precio a
quien aceptó las condiciones sin hacer preguntas. Después se fueron yendo de a
uno los muchos objetos de valor que
había en la casa: los cubiertos de plata; la cristalería fina (entre la cual se
encontraban los vasos tintineantes que acompañaban las monsergas del difunto
suegro); las joyas que Celina tenía en la casa, fuera del cofre del banco por
ser de uso permanente; los objetos de arte que eran puntualmente suplantados,
uno por uno, por los que habían estado dentro del baúl y tenían mucho menor
precio. Conservó la Venus
de ébano, la cual a pesar del alto valor que seguramente tenía, permaneció en
el lugar en el que había sido colocada: del lado de la cama que fuera de
Celina. Como ella, la estatua nunca lo abrazaba, pero era lógico porque no tenía
brazos. Sin embargo, era mucho más cariñosa que su mujer y quizá menos dura y rígida.
Además nunca lo ofendía ni lo insultaba, sino que le hablaba durante las noches
con una vocecita apenas audible, siempre ponderándolo y diciéndole cosas
amables, nunca un improperio o una agresión. Ningún otro lugar de la casa le
pareció más digno de Venus que el lecho matrimonial. En sus frecuentes
diálogos, jamás mencionaban a la esposa ausente aunque él sabía que la mujer de
ébano la odió desde el preciso momento en que Celina, personalmente, la sepultó
en el baúl.
Ya no estaba la empleada. Nunca más la había visto después
de la desaparición de Celina. No le importó demasiado: quizá se había
confabulado en contra suya con su ama, como en muchas ocasiones anteriores, o podía
ser ella la que tocaba el timbre insistente e infructuosamente por las mañanas
durante las dos semanas posteriores a la ausencia de la patrona. En consecuencia, la casa se transformó en un
caos: él no sabía ni quería intentar ordenarla o limpiarla. Se acumulaban los
platos sucios, la mugre de toda índole, y el sarro en los aparatos del baño. El
aroma a limpio, característico de la vivienda en otros tiempos, cambió por un
olor fétido a desperdicios en descomposición. Sin embargo, no se sentía molesto
por la mugre y la hediondez imperantes, en épocas de pulcritud había sido tan
infeliz que dio la bienvenida al repugnante cambio.
Su vida se convirtió en una rutina que lo hizo sentir como
si hubiera ingresado a la eternidad. Amaba sus paseos erráticos, cuya razón ya
no era encontrar a su mujer; comía lo que quería a cualquier hora y en
cualquier lugar; dormía junto a Venus y ambos se reían del fenómeno de la
puerta; tenía sus amados y antes desechados objetos ubicados bien a la vista;
dormía largas siestas; ya no oía reproches o denuestos ni debía rendir
pleitesía por no aportar dinero a la casa. Perdió la noción del tiempo, dejó de
visitar a su familia y de frecuentar a sus conocidos, no contestaba el teléfono
ni franqueaba la puerta. Dejaba que, como lo había hecho con la limpiadora,
llamaran reiteradamente sin obtener respuesta y después se marcharan. Así
desfilaron, sin él constatarlo, algunos parientes de su mujer y otros
conocidos. El teléfono sonaba insistentemente al principio, molestándolo con su
estridencia. Solucionó el problema arrancando el cable de la pared. De esa forma quería castigar a Celina por su
tardanza en volver. ¿Creía acaso esa infeliz que su ausencia lo había
devastado? Ya vería, si es que lograba entrar, que la casa estaba sucia, que él
no había desesperado por su ausencia y que había sido reemplazada por otra.
Mejor que no regresase ¿quién la necesitaba? Alberto se sentía mucho más cómodo
sin ella y no le faltaba nada: ni dinero, ni amor, ni tranquilidad.
Una mañana, cuando apenas clareaba, abrió los ojos medio
dormido. La ropería había desaparecido de su lugar frente a la cama. En ese
sitio se le presentaba una pared oscura. ¿Sería que Celina había regresado por
la noche y retirado el mueble de allí? Trataba de ajustar sus ojos a la
penumbra reinante. No, no era posible que su mujer tuviera la fuerza necesaria
para mover el pesado armatoste. Quizá había venido con alguien que la ayudó a
hacerlo o podía ser que él estuviera todavía medio dormido y soñando... Venus
no estaba a su lado y notó que la cama se había vuelto angosta e incómoda. Se sintió abandonado e inseguro y su consciencia
se llenó de amargura. La luz del amanecer le llegaba desde su derecha. Volvió
la vista en esa dirección y descubrió las rejas que iban desde el piso al
techo. Percibió al principio unos rumores quejumbrosos, suspiros e
imprecaciones que fueron subiendo de tono, como si el avance de la luz del día
los incentivara hasta volverlos gritos, golpes, insultos, toses: todos ellos sonidos
desagradables, tristes, airados que pararon súbitamente al oírse el golpeteo de
los bastones de la guardia sobre los barrotes.
- ¡Buenos días reclusos!¡Arriba! En media hora al patio para
pasar lista. El que no esté pronto o se haga el vivo se queda sin recreo ¿estamos?-
La voz del guardia era dura, autoritaria, sin inflexiones.
Vio que otras personas se incorporaban pesadamente de los
camastros vecinos al suyo, escupiendo maldiciones. Uno de ellos se dirigió a él
y le dijo con sorna: “Che, mataminas inútil, estirá las jergas y prepará el
mate pa’ nosotros. Hay que limpiar el cagadero y tratá de bañarte antes del
conteo o te van a dar palo. Ya sabés cómo es acá”.
Mientras, con desconsuelo se disponía a cumplir las órdenes
de su feroz compañero de celda, recordó a Celina. ¿Porqué no habría vuelto?
Quizá lo hiciera uno de esos días, lo rescataría y podría regresar al hogar de
su infortunio, que ahora le parecía un paraíso comparado con su situación
actual. Cavilando esto evocó con nostalgia a su minusválida Venus que, aunque
nunca pudo abrazarlo, fue quien le dio un atisbo de felicidad a su vida.