miércoles, 3 de diciembre de 2014

EL ARMISTICIO

                           EL ARMISTICIO
Otto decoraba los frentes de las casas en tiempos en que la perspectiva arquitectónica daba algo de lugar a lo artístico. Era un maestro artesano quien ejerció, hasta entrados los cincuenta, su arte de molduras y figuras diversas enriqueciendo la lisa y monótona condición de las fachadas.
Trabajaba con materiales fuertes que al reticular permitían retirar con facilidad los moldes de hojalata que los habían contenido. También era de uso poner escamas de mica en el material de terminación que luego de colocados en la pared le arrancaban brillos tornasolados a la aridez de los muros cuando les daba el sol.
Por la misma calle del artesano, unas casas más adelante vivía Andresito con sus padres y sus cuatro hermanos, de los cuales él era el mayor y como tal, con sus trece años recién cumplidos experimentó el deber moral y material de colaborar en algo al sustento del hogar y la familia.
Otto ya estaba jubilado, pero siendo conocido en la zona como un experto albañil finalista, era convocado aún para realizar algunos trabajos relacionados con su oficio. Era un hombre pulcro, prolijo y aunque era ya bastante mayor mantenía una contextura física admirable para su edad y una apariencia agradable. Salvo unas entradas, conservaba buena parte de su cabellera que había sido rubia antes y ahora era canosa. Tenía ojos muy celestes y su mirada era penetrante.
Andresito se ofreció como ayudante y Otto lo aceptó. Empezó así a ir con él a las diferentes changas que se presentaban. El viejo hablaba poco, era muy serio y mientras trabajaba aunque estuviera muy concentrado murmuraba una melodía de la cual Andresito nunca pudo entender la letra, si era que la tenía.
Otto tenía como afición la pesca de caña, jamás usó reel ni red grande o chica, ni medio-mundo, solamente el anzuelo, la línea y la carnada correspondiente.
Pasado un tiempo aumentó la confianza y se tejió cierto compañerismo entre el hombre y el muchacho. Un día Otto le dijo que hablaría con los padres para que le permitieran ir a pescar con él. Andresito aceptó con entusiasmo y con el permiso concedido se fue de pesca con el veterano. Llegados a la costa, luego de sortear un roquedal, se apostaron en un sitio apropiado. Otto enganchó casi enseguida un par de lisas. El chico observó consternado como luego de desprenderlas del anzuelo, los peces fueron devueltos al agua por el pescador quien, comprendiendo una pregunta en la expresión del ayudante, le dijo que nunca comiera ese tipo de pez porque la boca del caño colector de aguas servidas no estaba lejos de allí y esa especie tenía por hábito comer excremento por lo que, de consumir su carne, se corría el riesgo de contraer enfermedades. Andrés observaba al hombre detenidamente y le pareció que por momentos quedaba como ausente. Sus ojos pestañaban rápido y los músculos de su rostro se contraían súbitamente. Movía los labios como si gritara, pero sin ruido.  El muchacho guardó un respetuoso silencio y al cabo de unos minutos el rostro del hombre volvió a ser sereno como de costumbre. Esto se repitió cada vez que salieron de pesca.
Otto era consciente de sus lapsus y después de un tiempo, ante la perplejidad de su acompañante decidió darle lo que él consideró una explicación. Señalando hacia el río le dijo: “hace muchos años, cuando tú no habías nacido aún, acá enfrente mismo, unas leguas adentro, se produjo una batalla naval” Aquellas palabras no le aclararon mucho al niño, pero no se atrevió a preguntar detalles, principalmente porque no supo qué indagar.
Fueron muchas veces de pesca y en una ocasión hicieron un viaje más largo hasta uno de los balnearios de Canelones. Fue en mil novecientos cincuenta y cuatro. Andrés lo recordaba bien porque en ese mismo año Alemania ganó el Campeonato Mundial de Fútbol.
Esa vez descendieron en el kilómetro 44. Entonces allí había apenas unas cuantas construcciones diseminadas entre los arenales y rodeadas de pinares. Recorrieron unas diez cuadras caminando por las dunas alfombradas de pinocha. Al llegar a la playa, se encontraron con otros pescadores con quienes Otto se abrazó efusivamente y compartió una charla en su idioma natal, del cual el niño no conocía ni una palabra, así que permaneció callado mientras los hombres le palmeaban los hombros y le sonreían. Luego todos se pusieron a pescar. Pasadas un par de horas ya tenían varias brótolas y corvinas. El grupo marchó entonces hacia un chalet de tejas rojizas, muy cerca de la carretera. Allí fueron recibidos por una señora mayor y un hombre grueso y no muy alto que parecía ser alguien importante porque todos lo saludaron con gran respeto y especial deferencia, que hablaba español con un acento raro y marcado. En un patio techado había un parrillero y en él, luego de abrir los peces por el lomo y condimentarlos, los pusieron a asar.
Era un grupo de gente mayor y mientras comían y bebían fueron hablando de sus cosas, temas que a  Andresito le resultaron totalmente ajenos e incomprensibles. Aburrido y para entretenerse, se dedicó entonces a perseguir mariposas y a cazar escarabajos. A los postres invitaron al niño a comer un pastel llamado “strudel” o algo parecido. Cuando aún se relamía los labios, Otto lo invitó a volver a la costa. Fueron todos menos la señora de la casa. No llevaban ahora los avíos de pesca. Caminaban cantando una especie de marcha a coro hasta que llegaron a una construcción con forma de cabeza de águila ante la cual se detuvieron para contemplarla. Entraron luego por una puerta lateral.
De pronto, los hombres parecieron ponerse furiosos, mirándose entre sí y comentando algo entre gruñidos y voces airadas. Andresito no comprendió hasta después qué era lo que les causaba tanto enojo. Enseguida le llegó un olor potente y nauseabundo a excrementos, orines y basura. En la penumbra reinante en el lugar hubo quienes no pudieron evitar pisar los deshechos que cubrían el piso. Era evidente que el lugar había sido recurrentemente usado como excusado. Aquel olor mezclado de las inmundicias que cubrían el suelo del recinto hizo que Andresito saliera rápidamente de allí haciendo arcadas. Se retiraron todos rápidamente y el hombre grueso comenzó a limpiar furiosamente sus zapatos en la arena con el rostro enrojecido de ira. Sus ojos de un azul oscuro eran como los de un enajenado.
-¡Es una vergüenza, Torcuato! -dijo al fin, dirigiéndose a uno del grupo.
-Son unos mugrientos bastardos, señor –le contestó su igualmente enojado 
camarada.
Luego de aquel incidente, ya aplacados los ánimos, todos acordaron llevar a cabo una buena limpieza del lugar en un futuro cercano. Más tarde y en silencio los hombres permanecieron contemplando  el mar hasta que uno de ellos, que parecía el más joven dijo: “Algún día el mascarón de nuestro nave insignia será rescatado del fondo del río”
El encuentro llegó a su fin. En el porche del chalet los amigos procedieron a despedirse. Todos se abrazaron y entonaron la misma marcha que habían cantado de ida a la costa. Algunos no pudieron evitar las lágrimas y terminada la canción el hombre grueso de ojos azules, dirigiéndose al grupo dijo con tono solemne no excento de tristeza: “Acá se termina todo, me marcho al sur, ya no volveremos a vernos, Auf Wierdensehen. Un automóvil oscuro lo aguardaba, extendió entonces su brazo con la mano recta y abierta. Los otros hombres le respondieron con el mismo gesto y el subió al vehículo y se marchó seguramente para siempre como él mismo afirmara.
Otto y Adresito volvieron a la ruta a tomarse el ómnibus de regreso a casa. El alemán iba sombrío y callado. El chico respetó su silencio austero. Mirando brevemente y de a ratos al hombre sentado a su lado, inesperadamente se le presentó la imagen de Don Jacobo, lo cual no tenía sentido ni venía a cuento para él aunque las vidas de aquellos dos extranjeros tuvieran algunos detalles en común.
Con el paso de los años Andresito comprendió lo que realmente le había pasado a Otto después de la reunión. La causa que lo había traído a estas tierras y que con el transcurrir del tiempo quizá se le había vuelto ajena, aunque seguramente el mantenía el corazón dividido, había dejado de ser su objetivo al cesar la contienda, allá por sus años mozos. Eso leyó el muchacho al recordar la expresión reconcentrada y abstraída del rostro de Otto.
Jacobo era un judío que huyendo de una guerra ignota, de la cual Andresito tenía pocos y casi ningún dato. Arribó con su mujer y sus escasas pertenencias a estas costas. Se alojó en casa de unos parientes y montado en una vieja bicicleta salió por Montevideo a vender ropa y chucherías. Iba por los barrios, casa por casa, soportando los insultos de vecinos belicosos y las atropelladas de los perros fieros. Puso empeño en la tarea y así se fue consolidando paulatinamente.
Un día de aquellos llamó en la casa de Otto. Al verlo reconoció inmediatamente en él a un alemán. Pensó en marcharse sin decir palabra, pero su espíritu de comerciante lo detuvo. Jacobo vendía en cuotas y a Otto le sirvió la oferta y de ahí en más se hizo cliente del vendedor domiciliario.
Muchas veces Andresito, que andaba siempre en la vuelta, observó cómo ambos hombres dialogaban largamente. Comprobó entonces que Jacobo nunca se entretenía con otros compradores como con aquel.
El tiempo fue transcurriendo y Otto envejeció y no trabajó más. Andresito aprendió bastante trabajando con el alemán, pero no le sirvió mucho porque los frentes se volvieron lisos, sin relieve y revestidos y aquellas artesanías quedaron obsoletas. Por eso él se dedicó a otros oficios ajenos a la albañilería. Veía a veces a su antiguo patrón, con el cual ya no iba a pescar. Lucía muy anciano cuando salía a caminar lentamente, apoyado en el brazo de su esposa en los días soleados. Entonces lo saludaba y notaba que él respondía al saludo vagamente como si apenas lo reconociese. Sus ojos, antes de mirada brillante y fuerte, estaban llorosos y de color desvaído. Un tiempo después, Andresito se enteró de que había quedado postrado. No consideró pertinente ir a visitarlo porque seguramente no lo reconocería. Poco antes de la muerte del alemán, Andrés, que ya era adulto, vio un lujoso auto estacionado frente a la casa de aquel hombre. Después, con sorpresa reconoció a Don Jacobo que salía de allí y se encaminaba hacia el coche. Se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no lo veía pasar por el barrio pedaleando en su antigua bicicleta. La expresión del anciano en aquella circunstancia se le volvió inolvidable: tenía los ojos llorosos y el rostro contraído. Subió al vehículo y se perdió de vista al doblar en la primera esquina.
Andrés se casaba y fue a comprarse un traje para la boda y a esos fines entró una tarde en una sastrería del Barrio Reus. Lo atendió una dependiente joven, pero al mirar hacia el fondo del comercio divisó al envejecido pero inconfundible Jacobo.
-Don Jacobo… -le dijo.
El otro se levantó de su asiento y se acercó. En los pocos instantes en que el anciano demoró en llegar hasta él, supo que ya no era Andresito sino Andrés y que a lo largo de la vida todos somos mucho más que una persona, nos transformamos en seres diferentes, nos cambian las circunstancias, quienes nos rodean, y los sentimientos hacia los hechos del pasado. Andrés ya no era el niño que levantaba los ojos asombrados para mirar a aquellos dos míticos hombres de su infancia, ahora comprendía porqué aquella relación se le había vuelto significativa como una especie de moraleja.
-¿Me conoce? Yo era el ayudante de Otto ¿se acuerda?
Conversaron un rato y después Andrés impulsivamente le preguntó arrepentido al segundo de haberlo hecho:
 -Con todo respeto, Don ¿qué le dijo Otto la última vez que lo visitó?
El viejo quedó en suspenso y luego le contestó:
-Dijo que no pagaría próxima cuota de deuda porque no iba a estar más- Sus ojos se llenaron de lágrimas- es que hacía mucho que no me debía nada…




lunes, 10 de noviembre de 2014

LA FRATERNIDAD DE LA RISA

                                   LA FRATERNIDAD DE LA RISA


Los veteranos hermanos Risso vivían sobre una callecita cortada, en una añeja casona que había pertenecido a sus progenitores, fallecidos años atrás.
El barrio era uno de los tantos antiguos y bucólicos que abundaban en aquella ciudad. En él se alineaban casas vetustas con altos zaguanes, amplias habitaciones, patio central con claraboya y fondo con parral. Las personas que las habitaban eran en su mayoría ancianos, al igual que los hermanos, y los más longevos eran francamente viejos decrépitos.  Para ellos todos los días transcurrían como los domingos: por la mañana ya se sentía la inquietud del fin de semana casi terminado y por la tarde la languidez de la siesta era el preámbulo de la desazón del ocaso y la cercanía del ominoso lunes. Pero el lunes amenazante nunca llegaba a los jubilados, aunque persistiera en ellos la sensación de su regreso, y a un domingo le sucedía otro, configurando semanas de siete domingos vacíos, sin alivio al tedio y llenos de presagios desafortunados. También había unos pocos jóvenes y niños, pero eran tan escasos que no alcanzaban para cambiar la atmósfera decadente de aquel barrio.
En invierno era desolador ver el pavimento húmedo; las grises baldosas flojas salpicaban al pisarlas; los añosos árboles de la cuadra habían desnivelado las veredas al desarrollar ávidas raíces y sus ramas desnudas elevaban como brazos escuálidos, implorando clemencia al frío, al cielo como plomo, al viento helado de las seis de la tarde, a las calles desiertas...
En todas las estaciones las persianas permanecían cerradas, aunque en primavera empezaban a entreabrirse tímidamente sus tablillas movibles. Cuando regresaban las frondas, el ambiente se volvía dulcemente recoleto y se atenuaba la melancolía;  entonces, aquella tranquilidad permitía que se sintiera el arrullo de las palomas o el escándalo de los gorriones al atardecer, cuando se acomodaban para dormir en las copas de los árboles.
El fondo de los Risso era particularmente amplio y allí tenían un galpón donde, por generaciones, se habían depositado los objetos que iban quedando en desuso: viejas máquinas de coser, mesas y sillas a las que le faltaba alguna pata, antiguas camas de bronce con los elásticos vencidos por aguantar tantos cuerpos agitados por el amor o con pesos exagerados; pero mucho más trabajados por la alegría de los nacimientos o la agonía de la muerte. Abundaban las veladoras de diversos aspectos; las cortinas desechadas; las viejas radios destripadas, con sus válvulas cubiertas por una gruesa capa de polvo y los cables salidos; los colchones de lana achatados, con el cotín manchado de herrumbre y humores; las arañas de metal patinado de mugre; los armarios de cocina; los cacharros agujereados; los estúpidos y desamparados adornitos de loza: floreritos, falderos regalones, damas antiguas con el encaje de porcelana hecho una lástima; complejos conjuntos de frutas y flores de imitación, decorando vajilla desportillada... Se destacaba solitaria, colgada de una de las paredes, la máquina de fumigar de cobre, manchada de moho verde, que pesaba un quintal, con su cánula y su palanca, que todavía los hermanos usaban a la espalda algún año que otro, para curar el parral. Había muchos objetos más, algunos reconocibles y otros no. Flotaba en el ambiente un denso olor a encierro, metales corroídos y humedad.
Un día, Mauro, uno de los mellizos, se paró en medio de los trastos a contemplar con melancolía aquella acumulación de nostalgias arrumbadas. De cada uno de los objetos se desprendía una historia, amable a veces, agridulce la mayoría. Al rato llegó su hermano Luis y sin dialogar supieron que ambos pensaban lo mismo, como frecuentemente sucede a los gemelos. Se miraron y al mismo tiempo dijeron: “¿Vamos a vender todos estos cachivaches?”
Mauro reflexionó:
-              Renovarse es vivir.
-              Me da un poco de pena que nos deshagamos de algunas cosas como, por ejemplo, el piano de mamá... la escopeta de papá... las cañas de pescar...  – dijo Luis pensativo.
-              Ya somos viejos y no tenemos hijos ni más hermanos, solamente parientes lejanos con los que nos relacionamos poco y nada. Muchos ni viven en el país... ¿Quién va a querer todos estos trastos cuando nosotros no estemos más? La mayoría van a ir a parar al basurero y la familia se repartirá las pocas cosas de valor que hay...
-              Está decidido. Mañana mismo llamamos al rematador.
El trámite fue rápido y en la tarde del día siguiente llegó un camión que partió como a las tres horas cargado a tope. Debió regresar al otro día para llevarse el resto de los objetos.
Por fin, sobre el piso de color indefinido, quedaron esparcidos trozos de madera, hojas amarillentas de periódicos viejos, antiguos almanaques del Banco de Seguros y otros deshechos que fueron a parar al fuego.
Los hermanos barrieron y baldearon  el suelo del amplio local. Cuando terminaron, se pararon en medio del recinto vacío, se miraron y al unísono soltaron la risa. Las carcajadas fueron tan fuertes que no solamente hicieron temblar los vidrios de las banderolas, sino que las mismas paredes parecieron conmoverse, a pesar de estar construidas con sólidos y antiguos ladrillos. A los hombres ya se les saltaban las lágrimas y les faltaba el aliento. Debieron hacer un esfuerzo para dejar de reír. Salieron al patio y lograron recomponerse. Un minuto después, apenas entraron, ya no pudieron contenerse y volvieron a soltar estruendosas risas con iguales resultados. Tomándose algún respiro, miraron a su alrededor, creyendo que alguien más había llegado y se sumaba a sus carcajadas; tal era el volumen de los ecos que el sonido producía al rebotar  contra los despojados muros.
Entonces sonó el timbre de la casa, que estaba conectado al galpón. Mauro fue a atender el llamado y vio que era el vecino de al lado.
-              ¿Qué pasa, muchachos? Se oyen las risas desde la otra cuadra. Están tan contentos que pensé: ¿se habrán sacado la lotería?
El mellizo lo condujo al galpón sin darle explicaciones. No había necesidad de entrar a la casa para ir allí, porque por el costado de la misma se accedía a él directamente. Una vez dentro, el hombre comenzó a reír compulsivamente, mientras miraba con asombro a los hermanos que, como él, se desternillaban sin que ninguno supiera porqué. En conjunto, los tres sonaban como una multitud jocosa.
En los días siguientes se fueron sumando los del vecindario quienes, al entrar al recinto, se integraban inmediatamente al jolgorio compartido, haciendo que se elevara por los aires un festivo clamor que cada vez se escuchaba desde más lejos. Se comenzó a correr la voz y la otrora bucólica calle, poblada de viejos aburridos, cambió y pasó a ser nombrada como la calle feliz o de la carcajada. El galpón se convirtió en el lugar de la alegría; pero no se podía permanecer mucho tiempo adentro a riesgo de morir sofocado de risa. Como era verano, asistía mucha gente a diario, en especial los domingos, cuando llegaban familias enteras. Los hermanos permitieron entonces que los concurrentes instalaran mesas y sillas bajo el parral. Allí se acomodaban con víveres y bebidas diversas que compartían mientras jugaban a las cartas, las damas o el dominó, siempre con el rostro iluminado por plácidas sonrisas remanentes del paroxismo, sintiendo que la alegría perduraba en ellos. Cuando se iban poniendo algo serios con el correr de las horas, reingresaban por turnos al local para recargar la dicha. Hubo quien dijo que en una sola tarde había hecho reserva de felicidad como para una semana.
El fondo estaba poblado de árboles que daban una fresca sombra y al acrecentarse el número de visitantes, también bajo ellos se ubicaron mesas para acomodarlos. Los niños reían; los enamorados reían juntos sumando felicidades; los matrimonios y los jubilados reían y los tímidos e irresolutos, que siempre se habían tapado la boca para reír por temor a la censura, ahora se carcajeaban abiertamente sin pensar en nada más; muchos mufas y amargados inveterados se acercaron para experimentar el reír por lo menos una vez en la vida.
Se combinaban muchas y diversas risas –las menudas, las altisonantes, las aguardentosas, las que parecían latigazos y las que se sentían como caricias– cada una con su propio sello, condición y tonada.
Ya no alcanzaba el predio para alojar tanta gente. Había improvisadas carpas instaladas para esperar un turno que a veces demoraba dos días. Se usó primero la vereda y luego la misma calle, que quedó así definitivamente cerrada al tránsito. Un día, abriéndose paso dificultosamente entre el gentío, un camión fletero logró finalmente detenerse frente a la entrada de los Risso. Los changadores, luego de abrir la gran caja, procedieron a bajar un antiguo piano. Dirigiendo la maniobra de descarga se afanaba un hombre muy viejo, calvo hasta la nuca, de la que pendía una larga cabellera blanca. Acarreado por muchas manos, el instrumento llegó en pocos minutos al centro mismo del salón, donde fue dificultosamente depositado, ya que quienes lo portaban se reían convulsivamente al influjo del extraño portento que allí sucedía.
-              Espero que no les moleste que haya traído este piano –dijo Spinnetti, el de la melena alba a los mellizos, mientras salía del galpón enjugándose el rostro congestionado por la risa y las lágrimas–. Lo compré hace unos días en un remate de la Ciudad Vieja, ahora no solamente reiremos sino que mientras suene la música, los que están afuera podrán cantar para acompañar tanta alegría.
-              Pero don Spinnetti –le dijo Mauro-  ¿Cómo se las va a arreglar para tocar mientras ríe? Usted sabe que no se puede estar mucho tiempo ahí adentro...
-              Ah, no se preocupen, ya lo tengo pensado: ejecutaré piezas cortas, festivas canciones que duren dos o tres minutos, luego saldré para recuperarme y entraré nuevamente a tocar... y así sucesivamente. ¿Qué les parece?
Aquel hombre era un concertista retirado, quien en sus días de gloria había conocido el halago de los aplausos.
Los hermanos ingresaron al recinto mágico y entre una carcajada y otra se dieron cuenta de que el instrumento era nada menos que el que había pertenecido a su propia madre, el mismo que ellos mandaran a remate un tiempo antes.
Tanta gente junta, con sus aportes, necesidades y miserias hizo que se quebrara la armonía. Los vecinos más próximos, que habían sido los primeros en adherirse a la algazara, comenzaron de a poco a retirarse arrepentidos de haber acompañado en forma irreflexiva aquella loca algarabía general. Renunciaron a entrar al galpón prodigioso, perdiendo entonces la risa. Sus rostros volvieron a ser serios y adustos por ausencia de la alegría. Los disidentes cerraron las puertas de sus zaguanes y, metidos dentro de sus casas, observaban alarmados lo que ellos habían ayudado a desencadenar.
Pero sus problemas recién empezaban. Pronto los timbres de sus viviendas y las manos de bronce de los llamadores no dejaron de sonar ni un minuto, accionadas por los que vivían lejos pero seguían fieles al culto de la risa. Tenían necesidades impostergables: pedían agua, permiso para usar el baño, paraguas si llovía, abrigo si hacía frío y muchas otras cosas más. En principio se dejó pasar a alguno, pero fue tal el abuso y la inevitable suciedad que el trasiego generó dentro de los hogares, que optaron por desatender los llamados con la esperanza de que los pedigüeños se desilusionaran y se fueran a molestar a otro lado. Pero lejos de eso, esa actitud provocó la ira de unos cuantos que al principio insistieron golpeando las puertas con el puño cerrado, presionando el timbre de continuo o haciendo repicar el llamador sin parar y por horas. De nada valió desconectar el timbre o salir furtivamente, a las cuatro de la mañana, a descolgar las manos de bronce. Por contrapartida, los de afuera tomaron objetos contundentes –palos, barretas, piedras etc.- con los que, en venganza, estropearon los revoques, las ventanas y las entradas de los zaguanes. No conformes con eso,  descuajaron las celosías y apedrearon cuanto vidrio encontraron, hasta hacerlos añicos a todos. Por esa razón los dueños tapiaron las aberturas con tablones clavados en los marcos. Al no haber suficientes servicios higiénicos disponibles, los sitiadores no encontraron mejor solución que hacer sus necesidades en los jardines, orinando los rosales y jazmineros o defecando sobre el césped a plena luz del sol. Al cabo de  algunos días, el hedor era insoportable y cuando los vecinos debían salir a la calle, lo hacían con todo tipo de tapabocas. Se veían extravagantes embozados en pleno verano y saltando a la rayuela como si fueran niños o adultos inmaduros, para esquivar las numerosas plastas que tapizaban las salidas. A los sitiados se  les agregaba otro problema a la hora de hacer sus compras  o salir por cualquier otro motivo, pues ya desde que transponían el umbral, eran insultados y acusados de egoístas y desertores.
Los ancianos y los niños lloraban en la intimidad de sus aposentos. Los jefes de familia y sus mujeres bebían tisanas de tilo, melisa, pasiflora, o tomaban calmantes para los nervios, procurando sobrellevar su infortunio con mayor resignación. Como paliativo a lo complicado del egreso, para ir a trabajar los adultos y al colegio los niños, se decidió conectar los fondos por medio de portones hacia una salida común de emergencia que daba a una calle transversal.
Mientras tanto, la presencia de tantas personas generó inconvenientes varios. Se agregaba al olor nauseabundo de heces y orines, la fetidez de los desperdicios acumulados que invadían el lugar y se había formado en la esquina un basural de proporciones, al cual el servicio de recolección de residuos no podía acceder por estar el tránsito cortado debido a la invasión. El lugar se llenó de ratas y otras alimañas que a su vez convocaron a los gatos y perros vagabundos. Los acampados debieron eliminar a varios canes que se habían puesto agresivos y de hecho habían atacado a algunas personas. Se formaban espesas nubes de moscas que aqueresaban todo lo pasible de ser aqueresado e infestaban todo lo que se podía infestar.
Los vecinos, antes de llamar a las autoridades y por consideración a los tantos años de convivencia con los mellizos y su familia, tuvieron la esperanza de que por fin los Risso se hartaran del pandemónium y echaran a la gente con viento fresco. Algunos fueron comisionados para hablar con ellos y ver cómo estaba la situación. Grande fue su desilusión cuando los encontraron sentados a una de las mesas que estaban bajo el parral, comiendo los manjares y bebiendo el vino excelente que le habían traído sus visitantes. Lejos de verse molestos, estaban encantados con aquella interminable fiesta, como de gitanos, en la que eran tratados como reyes y reverenciados como generosos benefactores. Parecían estar ajenos a los graves inconvenientes que había generado en la zona el fenómeno del galpón jacarandoso.
La noticia llegó a los países limítrofes, desde donde vinieron periodistas y visitantes curiosos y ávidos de experimentar el portento, quienes estaban dispuestos a dejar buenos dineros a los propietarios para ser admitidos. Se sacaron cientos de fotos dentro del recinto, en el patio con los dueños de casa, de la multitud, del basural y de cuanta cosa les parecía interesante, para demostrar a la familia y a los conocidos que realmente habían estado allí. Hasta hubo un gringo loco, perteneciente a una secta ecológica, que luego de recomendar un buen aseo, sugirió que el galpón debía ser declarado patrimonio de la humanidad.
También vinieron detractores convocados por los vecinos disidentes, que hicieron un último esfuerzo por desalentar aquella locura antes de llamar a la policía. Apareció una mañana el párroco de la zona, vestido de ceremonia, acompañado por dos monaguillos asustados. Parado en una silla dio un sermón sobre los poderes de Satanás, que hacía perder el paraíso a las cándidas almas que sucumbían a sus tentaciones y diciendo que la risa insensata era un indicador cierto de la presencia maléfica. Mientras tanto, los niños balanceaban los incensarios esparciendo olor a santidad. Señalando el galpón, dijo que allí se había instalado el mal, para confundir a las gentes con una hilaridad que, en exceso, impedía reflexionar y atraía al vicio y la deshonra. Sus palabras eran difíciles de entender entre la rechifla general, pero fue tolerado al punto en que no se le impidió que bajara de la silla y echara agua bendita dentro del local sacudiendo con fuerza su hisopo desde la puerta, sin atreverse a entrar por temor a caer en las garras del Belcebú y ser presa también de la jarana diabólica. Luego, se retiró majestuoso, transitando una brecha que le abrieron los presentes, que aunque lo miraban con sonrisas irónicas y hacían algunos comentarios por lo bajo, no le obstruyeron la salida.
Después aparecieron dos sucesores, con igual resultado. Uno de ellos era un “Pai de Santo”, quien luego de entrar al recinto emitió una larga carcajada, giró un par de vueltas sobre sí mismo y debió salir para no ahogarse de risa. Una vez afuera, emitió un dictamen: en el lugar había un espíritu burlón, perteneciente a un “caboclo” al que los blancos habían matado de risa, haciéndole cosquillas en los pies. Ofreció su colaboración mediante un módico pago, para “limpiar” el terreno y las instalaciones. Su propuesta cayó como un misil. La concurrencia se enardeció ante este atentado contra la alegría experimentada o por experimentar. Lo sacaron en andas y lo tiraron sobre un montón de basura, acumulada en la esquina.
No le fue mejor a un pastor exorcista, que gritó frente a la pieza, como si él mismo estuviera poseído: “Fuera diablo, fuera diablo” hasta colmarle la paciencia  a la gente, con los resultados esperables.
Otro que concurrió para desalentar a los congregados fue el comisario, que antes de asentar la denuncia, intentó convencerlos con buenas razones de abandonar aquel lugar pacíficamente.
-     Esto está generando alarma pública –le dijo a los Risso, que jugaban a los naipes bajo los árboles, llenos de contento.
Ellos le sugirieron que constatara por sí mismo que no había nada de ilegal en aquella reunión y el comisario, que estaba deseoso de saber qué se sentía dentro del galpón, accedió de inmediato. Estuvo un rato allí y después salió rojo y lacrimoso, tratando de contener la risa. Les hizo unas recomendaciones sin fundamento y se fue.     
En verdad y por acción totalmente humana, se estaba generando una sucursal del infierno, pero sin fuego, y los mismos concurrentes pensaron que debían encontrar una solución. Siguiendo el ejemplo del viejo pianista, decidieron aportar elementos que facilitaran la estadía de los que se quedaban. Así llegaron las bacinicas por docenas, que fueron almacenadas en el galpón y que cada uno se comprometió a usar, vaciar en la cloaca de la casa y lavar después, antes de usarlas nuevamente. Se aportaron sillas, sillones y mecedoras para la permanencia en el recinto, que se extendía como promedio unos pocos minutos, pero que algunas personas enfermas o ancianas no resistían de pie. Acomodaron estos asientos todo a lo largo de las paredes, como en los velorios. También llegaron grandes cuadros y bustos de músicos famosos para complacer el gusto del concertista, un tocadiscos con parlantes para complementar las interpretaciones del viejito, algunas sillas de rueda y una cama articulada de vaga utilidad; apareció después una gran heladera compartimentada para conservar alimentos y bebidas, que fue muy apreciada por todos, se trajo un lote de frazadas para repartir en las noches en que refrescaba, calderas y ollas, y un botiquín de emergencia. Alguno, argumentando futuros y peregrinos usos, trajo sus trastos con el fin de librarse de ellos. Después del primero aparecieron muchos otros con cajas de misterioso contenido, sin sentir el más mínimo remordimiento, ni la necesidad de dar explicaciones.
Sucedió entonces que las gentes se ubicaban con dificultad en el lugar porque estaba quedando abarrotado de objetos. Al mismo tiempo, la urgencia de reír allí dentro iba disminuyendo, junto con el volumen de las carcajadas. Las personas empezaron a salir decepcionadas, porque luego de una permanencia de hasta una hora, no habían logrado sino esbozar una leve sonrisa. Los más entusiastas fueron los últimos en irse y en el lapso de un mes ya no quedó nadie en el predio ni en sus alrededores, excepto los dos hermanos.
Se retiró la denuncia policial que finalmente los vecinos habían presentado hartos de los desmanes, porque ya no había nada que reclamar. Volvió la calma...
Entraba el otoño con sus fríos incipientes y su melancolía. El terreno lucía devastado por el exceso de trasiego del estío. Algunos días grises una llovizna helada y barrida arrancaba las últimas hojas amarillentas de los árboles. Se quitaron las tapias de puertas y ventanas, se repusieron los vidrios rotos, se conectaron los timbres y se colgaron los llamadores de bronce en sus antiguos lugares. Volvieron las semanas de siete domingos y la desolación. A los vecinos, que tanto habían luchado por recuperar su tediosa forma de vida, se les presentó una extraña duda. ¿Estaban mejor ahora, sin risas ni alboroto? ¿Habían sido felices por un tiempo sin saberlo y luego habían destruido la alegría? Tenían argumentos en uno u otro sentido, pero no certezas.

Los Risso tuvieron una crisis de depresión que les duró hasta fines del invierno. Ellos no dudaban de que el pasado verano había sido el mejor de sus vidas. Mientras duró, poco habían entrado al galpón porque no necesitaban ser estimulados para reír. Estaban tan contentos, rodeados de aquellas gentes agradecidas y pródigas, que creían haber ingresado al paraíso en vida. Todo se derrumbó y meditando largamente, en los tiempos en que reinaba el frío, ambos ya habían descubierto porqué. Se miraron con complicidad y se entendieron sin palabras. El verano volvería y había que prepararse con tiempo. Era momento de llamar al remate.

domingo, 9 de noviembre de 2014

MEDINA, EL CANTAR Y LA LUZ

                                 MEDINA, EL CANTAR Y LA LUZ

-          Mañana hace fecha de Medina ¿Te das cuenta, Betty, cuánto hace que ya no está?
-                     Sí, anoche antes de dormir me puse a pensar en él. Me parece verlo llegando por la bajadita, montado en la bicicleta.¡Cómo tocaba la guitarra mientras pedaleaba, qué cosa increíble! Le volaba la gabardina. Más de una vez le dije que  probara  hacerlo  alrededor de la plaza. ¿Te imaginás, Mauro? Pudo haber sido un record Guinness.
-                     ¡Qué titular para los diarios! “Un uruguayo va en bicicleta tocando la guitarra por horas, días talvez”. Era único, excéntrico, irrepetible... Qué vida tan variada tuvo. Pobre... quiso el destino que se nos fuera de esa forma increíble, tan insólita...
-                     Bueno, no tanto el destino, en verdad tenía sus rayes el inefable Medina; buscando la luz terminó tomándose toda el agua del Río de la Plata. Pero se extraña ¿no? Cuántas tardes se sentó acá mismo con nosotros a tomar mate y conversar... Evidentemente adoraba este lugar, para él volver aquí era recuperar el paraíso perdido. Pensar que no se aparecía, a veces hasta por dos años y después, cualquier día estaba de nuevo por estos lados… Hay días en que espero verlo irrumpir pedaleando con aires de triunfador en este balneario de “quinta”, como él mismo lo llamaba.
-                     Durante su ausencia ni nos acordábamos de que esta casa era suya, pero al verlo nuevamente, era como si siempre hubiera estado con nosotros.
Evocaron la última visita que hizo al balneario. Llegó una vez más, como tantas otras, un día de pleno enero, cuando del otro lado de la bahía las primeras luces de la costa se reflejaban sobre el agua tranquila. Arribó en su vieja bicicleta, algo remozada sin duda, porque le había cambiado los faroles y le había agregado cintas multicolores, que flameaban en las puntas de unas varillas. El recién llegado bajó de su vehículo y los abrazó y besó cariñosamente como siempre.
-                     No me digas que te viniste de México en bicicleta -bromeó Mauro-. Medina soltó la risa:
-                     Eso no hubiera estado nada mal. El problema es que me estoy poniendo viejo igual que vos; en cambio, Betty se ve cada vez mejor y más joven.
-                     No me afiles, atorrante, que no soy tijera.
Siempre traía regalos para ellos:
-                     Para vos, Betty, te traje un huipil bordado a mano por las nativas de allá; este tequila es para Mauro. Aquí tengo artesanías y unos dulces típicos; espero que les gusten.
Era asombroso verlo extraer todo aquello de su deteriorada y pequeña mochila.
-                     ¿ Y cuándo te vas a comprar una valija, para tirar ese esperpento que llamas pomposamente “portafolios”? -le dijo Mauro riendo y señalando la vieja cartera de cuero que acompañaba a Medina desde tiempos inmemoriales y que alguna vez había sido marrón.
-                     A ésta yo no la cambio por nada...  –le contestó él sonriendo y palmeándola con una actitud cómplice, como si se tratara de un viejo amigo.
Medina se instaló en su cuarto, como de costumbre. La ventana estaba  orientada al este. Siempre le había gustado recibir el sol del amanecer a través de ella, se sentó sobre la cama y con la vista ausente recordó las vacaciones de su niñez. El balneario era más lindo; no había más de veinte casas edificadas entre las dunas. Pocos sabían de su existencia y ni siquiera había carteles indicadores a la entrada. Le fascinaba ver desde el dormitorio como los cerros se oscurecían lentamente al atardecer, y cuando había luna llena, imaginaba que los pedregales que blanqueaban en las laderas eran de azúcar derramada.
Esa casa la había construido su padre. Su madre biológica había muerto cuando  él era muy pequeño y Sara, su madrastra,  quizá por no poder engendrar hijos, lo había querido y criado como si fuera propio. Pocas referencias tenía de su verdadera madre, en parte porque aquella evocación no era del agrado de Sara. Su padre era también reticente a hablar del tema; pero pudo enterarse de que su madre y un hermano de ella, habían desaparecido frente a las costas de Rocha, durante una tormenta que los había sorprendido mientras navegaban. Nunca había visto ni siquiera una foto de su mamá.
A Medina y sus amigos les gustaba madrugar. Desde muy temprano se acomodaban para desayunar bajo la enramada de madreselvas y los pájaros se acercaban a picotear las migajas que caían al piso. Otros trinaban entre los árboles o sobre los aleros y techos de la casa.
-                     Mañana llega mi compañera –anunció Medina–, la conocí en Tapo: una terminal de buses en   Ciudad de México. Es Alemana. Cuando la vi por primera vez, andaba como perdida y como yo me defiendo un poco con el alemán y ella sabe algo de español, nos entendimos y después se  podría decir que nos enamoramos.
Se sonrió mostrando unos dientes largos y demasiado parejos para ser naturales. Las aletas de su nariz aguileña se recogieron al hacerlo. Usaba un bigote finito y muy arcaico, que le daba aspecto de cómico de cine mudo.
Efectivamente, al día siguiente vino la alemana. Era pelirroja y usaba el cabello corto; de facciones delicadas, sus ojos eran de un intenso marrón oscuro y su piel muy blanca. Tenía un cuerpo armonioso a pesar de ser bastante alta. Apenas llegó aspiró el aire marino y manifestó: “¡Esto es “fantastisches , wonderful!”
Un rato más tarde, luego de conversar largamente durante la sobremesa, Medina se puso su antigua malla negra de lana, se calzó un sombrero de paja desflecado, unos lentes oscuros pasados de moda  y descolgó su también añeja gabardina gris-verdosa del ropero.
-                     Bajemos a la playa, Karen –la invitó– ya vas a ver que lo que te he dicho sobre ella no es exagerado.
-                     Bueno, espera que yo cambio ropa.
Entró a la casa y reapareció luciendo una diminuta tanga, de cuya entrepierna emergían largos pelos rojizos, no llevaba sostén y mostraba sus senos, que no estaban  demasiado caídos, pese a que era evidente que su primera juventud había pasado hacía bastante. Sus pezones eran largos y rosados, su cintura estrecha y sus caderas anchas. Algunos vecinos salieron asombrados al verla pasar rumbo al mar, con los pechos al desnudo y quedaron criticándola por su audacia. A partir de ese día, todas las tardes se repetía la escena.
Ya en la playa, cuando amainaba la canícula, Karen buscaba un lugar tranquilo y aislado entre las rocas, se quitaba la tanga y se tendía boca arriba sobre su colorida toalla playera.  Abría sus piernas para permitir que los rayos del sol le irradiaran el sexo. Le confió a Betty que esa medida era adecuada para mantener y mejorar la sensibilidad del clítoris y la vagina y le recomendó que lo hiciera. Betty no se consideraba prejuiciosa,  pero ante la idea de tomar sol desnuda y en aquella pose, se alarmó. Pensó que Mauro podía enojarse mucho y también le preocupó la opinión de sus vecinos, ya que ella vivía allí todo el año, no como Karen, que estaba de visita y quien sabe cuando volvería.
A la alemana, por idiosincrasia, poco le importaba la opinión de los demás. Ir a la playa sin sostén le agradaba y lo hacía sin tomar en cuenta las murmuraciones. Además, la divertía ver a los hombres del lugar salir cada vez que ella pasaba, ávidos y noveleros por verle los senos desnudos.
Una tarde observó que la malla de Medina, ensopada luego del baño, colgaba entre sus piernas prometiendo magnitudes irreales. Karen se rió de buena gana y bromeando dijo:
-  Seguí tú hasta el fin de mundo con esperanza de que eso fuera verdad y ¡qué betrug! Lamento ahora, ese bulto es sólo ilusión.
Él, que no hacía gala de poseer mucho sentido del humor y además resentía no tener un pene más grande, se molestó; se puso la descolorida gabardina y se alejó caminando a lo largo de la orilla con largos pasos.
A veces, Medina salía en bicicleta a recorrer el balneario y  Karen lo acompañaba corriendo a su lado por un par de kilómetros; luego se volvía. Él, en cambio seguía pedaleando y se perdía de vista por los polvorientos caminos del lugar.
Un día de esos se cerró la noche y él no apareció. Pasaron las horas y Karen y sus amigos se fueron inquietando cada vez más. Consideraron la posibilidad de salir a buscarlo o de avisar en el destacamento policial de su tardanza.
-                     Mirá si empezó de nuevo con lo de la luz – comentó alarmada Betty.
-                     Ya son las doce de la noche. Si no vuelve en media hora vamos a tener que denunciar –dijo Mauro.
-                     Él  estado en lugares bien peligrosos –recordó Karen– y siempre vuelve.
-                     Eso es cierto – reconoció Betty -¿Te acordás, Mauro, cuando nos escribía desde el sur de Méjico?– y dirigiéndose a Karen agregó: -Fue hace unos cinco años. En ese entonces trabajaba en una factoría curtiendo pieles de tiburón.
-                     ¡Qué cosa más rara! Entiende poco. Repite, por favor.
Betty usó palabras y gestos hasta que la mujer captó, al menos en parte, lo que ella había dicho. Mauro prosiguió, tratando de ser lo más claro posible:
-                     Y eso no es nada, en Australia eran cueros de canguro, en Brasil: de yacaré... un animal parecido al cocodrilo; el hombre tiene un oficio muy especial.
En ese momento sintieron llegar un vehículo que después de detenerse, emitió dos o tres bocinazos. Salieron y vieron que dos policías traían a Medina casi a rastras. Lo sostenían por las axilas mientras él, creyéndose aún sobre la bicicleta, trataba de pedalear. Tenía el rostro desencajado y los dientes apretados por el esfuerzo. Jadeaba y deliraba diciendo: “Ya termina el repecho... allá arriba está ella cantando. La luz, la luz...”
Uno de los agentes explicó:
-                     Hace más de dos horas que andamos con él; preguntando a los vecinos por fin vinimos a dar acá. Un hombre nos acompañó hasta la esquina y nos dijo que el individuo vivía en  esta casa, con una alemana nudista –el policía se dirigió entonces a Karen preguntándole con cierta ironía: -¿Es usted, señora?
Karen tenía dificultades para entender y Mauro le explicó tratando de suavizar las palabras del agente:
-                     Quiere saber si eres algo de él.
-                     Sí –asintió Karen no del todo convencida, porque había notado el gesto burlón del policía– yo soy mujer de él.
-                     Entonces usted sabe que este ciudadano no está en sus cabales. Lo encontramos en el campo, bastante lejos de acá. El casero de los Hernández nos avisó que un toro lo había embestido. Parece que el hombre se metió con la bicicleta  entre el ganado y el animal lo derribó, por suerte no lo lastimó mucho. El pobre es loco ¿no? –dijo haciendo girar el índice junto a su sien.
Aunque Karen no pudo entender todo aquel parlamento, la frase final del agente y su gesto hicieron que ella se indignara.
-                     ¡Pero cómo es atrevido! Mi marido no es loco, para que sabes, es un hombre mucho más inteligente que usted. ¡No tiene derecho insultarnos, dumm!  ¿oye? la diktatura , bündel  de sadisticos, causó a él quedar con amnésica.
-                     Karen, por favor... – intercedió Mauro para que se calmara y no complicara las cosas.
    Ella guardó silencio y abrazó a Medina, diciéndole cariñosamente, como quien habla a un niño:
-                     Ven, mein liebe kind, vamos dentro a curar.
Él se dejó guiar dócilmente, con los ojos entrecerrados y apoyando su cabeza en el hombro de ella.
-                     Bueno vecino, este procedimiento está terminado. Tenga la gentileza de darnos sus datos y los del sujeto que le entregamos –mientras el funcionario anotaba Mauro creyó pertinente agregar:
-                     Mire, no es que mi amigo esté loco... quedó así en el penal. Estuvo un año adentro ¿sabe?
-                     Así que fue subversivo ... –dijo el otro despectivamente, levantando una ceja y  sin dejar de escribir.
-                     No fue así –dijo Mauro– repartíamos unos volantes, nada más. Nos cazaron y nos comimos unos meses adentro...
Con prescindencia, el policía dio por terminado el diálogo diciendo: “-Sírvase sus documentos y buenas noches, señor. ¡Ah! Cuiden al demente, porque en una de esas escapadas la queda.”
Otro agente bajó de la caja de la camioneta la bicicleta algo maltrecha y la dejó apoyada en un árbol del jardín.
Mientras entraba a la casa pensativo, Mauro recordó los días de reclusión junto a Medina. La primera parte del encierro fue brutal, por los terribles castigos que les infirieron durante los interrogatorios; pero algunos meses después la situación ya no fue tan apremiante. Sin embargo, Medina, que empezó a tener delirios en el período más difícil -seguramente como medio de escapar a una realidad insoportable- siguió con sus fantasías. Éstas estaban ligadas a un único libro, que los padres habían logrado traerle sin que los carceleros lo objetaran. Era “ Flor nueva de Romances Viejos” y Medina lo leyó y releyó tantas veces que terminó por aprendérselo de memoria. Se sentaba en la celda a recitar sus poemas favoritos con el libro cerrado, apoyado sobre su pecho. Más adelante agregó melodías no muy apropiadas para aquellos textos y absorto las cantaba suavemente, casi para sí, acompañándose con una guitarra imaginaria. Pero una noche, en su entusiasmo, fue levantando el tono de su voz hasta gritar. Entonces se ganó una paliza fenomenal. A esta circunstancia él agregó otro elemento que sus verdugos encontraron igualmente exasperante:  negaba su primer nombre e insistía en que se llamaba “Arnaldo” algunas veces y otras “Guarino”. Finalmente los encargados de interrogarlo, comprendieron que todo aquello era parte de un delirio y lo dejaron en paz.
El resto de su cautiverio siguió cantando bajito y encarnando alguno de los personajes de su libro. Desde entonces, sólo admitió llamarse “Medina” para ahorrarse contratiempos y golpizas.
De pronto cruzaba la celda con paso majestuoso, hablándole a un ave imaginaria que llevaba posada en el brazo o se desplazaba por el recinto, como si éste estuviera anegado y él avanzara transportando una pesada carga. Hacía innumerables representaciones, a veces no muy claras,  y encarnaba diversos personajes sucesivos, sin que se pudiera adivinar cuando terminaba de ser uno y empezaba a ser otro.
Nombraba de continuo a una piedra zafira “... que tanto relumbra de noche como el sol a medio día.” Insistía en que oía una voz que le enseñaba las  tonadas de sus canciones y se desesperaba  por aprender una que consideraba especial,  pero “la voz” le dijo que no se la iba a revelar hasta que alcanzara la luz y aunque trató muchas veces de explicarle que no podía salir de la celda,  “la voz” era terca y no quería entender; esa situación lo hacía sufrir extremadamente.
Mauro quería hacerlo razonar pero era inútil: cuando estaba en pleno delirio, no lo escuchaba y cuando volvía a la realidad, no recordaba absolutamente nada de lo hecho y dicho durante el trance. Medina no atendía en absoluto a lo que su compañero le relataba, pero, de todas formas ,tenía con él muchas afinidades. Así nació y creció entre ambos una fuerte amistad que los unió por el resto de sus vidas. Fueron liberados en fechas distintas. Con el correr del tiempo y  la ayuda de amigos comunes, pudieron encontrarse finalmente en Francia y reanudaron su trato.
Karen, usando una gasa mojada con  desinfectante, limpió los raspones y tajos que Medina tenía por todo el cuerpo. Se había hecho algunos trabones en la gabardina. La mujer, sin considerar la hora, se puso a coserlos mientras el torero ciclista dormía plácidamente.
A la mañana siguiente no tenía ni idea de lo sucedido la noche anterior. Desayunó con ganas y luego se puso a tocar la guitarra tranquilamente, bajo la glorieta de madreselvas, cantando partes de viejas canciones y algunos versos ininteligibles, seguramente de su autoría. En el dormitorio, la gabardina reparada colgaba en su percha.
Karen conversaba en la cocina con Betty:
-  Contaron unos amigos, conocieron Medina antes de mí, que vio la luz arriba  un árbol muy grande, cerca laguna Bacalar; él sube bien alto. Después luz cayó al suelo. ¿Puedes creer que se tiró  de árbol  para  la agarrar? Claro, no pudo, pero así rompió costillas. Suerte las ramas frenar algo caída y no murió.
-                     La convivencia con una persona así debe ser difícil...
-                     Ich liebe  él, yo lo amo ¿entiendes? No es poco.
Medina y su alemana pasaban casi todo el día en la costa. No volvían a comer al mediodía  y regresaban ya entrada la noche. Se llevaban pan, queso, fruta y vino blanco para almorzar frugalmente. Al caer la tarde solían cantar a dúo frente al mar, a veces en español y otras en alemán. Mientras lo hacían, en ocasiones se abrazaban y lloraban: Karen, seguramente añorando su país y sus seres queridos tan lejanos y  él por penas profundas del pasado.
Sara primero y su padre después habían fallecido hacía unos pocos años. Antes de morir, durante el período fatídico en que él estuvo detenido, el matrimonio invirtió toda su energía y sus ahorros para conseguir su libertad. Sufrieron una gran frustración porque él era un excelente estudiante de química cuando lo encarcelaron, cercenando así una carrera que prometía ser brillante. Encallecieron sus nudillos de tanto golpear puertas. Soportaron la indiferencia y las actitudes sádicas y prepotentes de muchos de los represores y finalmente, al concretarse su liberación, después de que pudieran demostrar que el joven Medina presentaba un cuadro de esquizofrenia, lo enviaron al exterior. Aquella lucha dejó a los padres agotados mental y físicamente, en desmedro de su salud, la que nunca recuperaron del todo. A su vez, él jamás pudo librarse de una angustiosa sensación de responsabilidad frente a ese hecho. Con mucho sacrificio terminó en el extranjero su carrera de Ingeniero Químico, especializado en curtido de pieles. Consideró que esa era una forma de homenajear a sus padres y compensar en parte el sufrimiento que habían experimentado. 
Cuando murió su padre y  con poco tiempo de diferencia también Sara, su sentimiento de culpa volvió con fuerza. La noticia le llegó bastante tarde. En ese momento él trabajaba en el Brasil, en la región del Pantanal, curtiendo cueros de yacaré. Entró en crisis y desesperado por el dolor navegó compulsivamente en una piragua, durante días. Tras varias jornadas agotadoras, encalló la embarcación en una ribera. De manera fortuita, unos pescadores indígenas dieron con él. Estaba sin conocimiento, tendido en el piso del bote, llagado por el sol y las picaduras de los insectos. Sus salvadores lo curaron con cataplasmas e infusiones de yuyos. Finalmente, lo ayudaron a reintegrarse a la civilización, ya restablecido. Él amaba a aquellas gentes sencillas a quienes debía la vida; cada tanto regresaba a visitarlos y se quedaba con ellos por algunas semanas, en sus chozas de ramas.
De su padre heredó, además de la casa de la playa en la cual transcurrieran los veranos inolvidables de su niñez y adolescencia, un apartamento en el Centro de Montevideo.
Él prefería la costa y apenas llegado al país, pasaba brevemente por su vivienda capitalina, para levantar su bicicleta y pedalear en ella los setenta y tantos kilómetros de distancia que  lo separaban del balneario.
Un atardecer en que estaba sentado junto a Karen, contemplando el mar, Medina volvió a oír el cantar y vio la luz  posada sobre las aguas, hacia el este, donde los cerros se iban desdibujando en el ocaso. Entre dientes primero y después a gritos comenzó a cantar parte de una extraña canción: “... por tu vida, el marinero, dime ahora ese cantar...” Se incorporó de un salto y salió corriendo con su gabardina puesta y el brazo extendido. Seguía entonando frases inconexas: “... las velas trae de seda... áncoras tiene de plata...  que la mar ponía en calma, los vientos hace amainar...”
Ella no entendía mucho sus palabras y al verlo sumergirse hasta la altura del pecho con la gabardina puesta, comprendió que algo relacionado con sus delirios lo había impulsado a actuar en forma tan abrupta.
Estaban en una zona rocosa, de fondo irregular y llena de  pozos; Karen, alarmada, olvidando que estaba desnuda, se tiró al agua y nadó tras él. En su desesperación por avanzar, no pudo evitar que el filo de una piedra le hiciera un corte largo y algo profundo a la altura del estómago. No consideró que fuera grave, pero le ardía bastante. Siguió adelante de todos modos. Medina, con la gabardina ya empapada, continuaba alejándose. Se hundía por momentos y trabajosamente sacaba la cabeza de tanto en tanto, resoplando. El dolor que le producía el tajo martirizaba a la mujer, en especial al extender los brazos para nadar más rápido y poder alcanzarlo, luchando contra el oleaje que, incrementándose por momentos, se lo impedía. A poca distancia de ella, el hombre dio  unos desesperados manotones y desapareció definitivamente de la superficie. Cuando llegó hasta el lugar donde él se había sumergido, se convenció que su lucha era inútil, porque por más que buscó entre las aguas, no pudo encontrarlo. Vencida por el esfuerzo y llena de impotencia, Karen se largó a llorar y gritar, mesándose sus cabellos rojos. Apenas podía sostenerse a flote.
Al caer la noche, unos bañistas que pasaban por ahí, la encontraron tendida en las rocas, desmayada y con el vientre ensangrentado.

Medina caminaba sobre el agua trabajosamente, porque la pesada gabardina empapada le dificultaba la marcha. Como pudo se la quitó, lo que facilitó su desplazamiento.
El cantar y la luz provenían de un velero blanco que se divisaba a lo lejos, meciéndose sobre las olas. No sentía miedo ni frío; su único fin era llegar a la nave. Ni siquiera prestó atención a su preciada gabardina, que se alejaba de él con las mangas desplegadas, semejando un ahogado que flotaba boca abajo, con los miembros y la cabeza hundidos en el agua.
Caída ya la noche, la luz lo guiaba desde lo alto del palo mayor y por fin vio a quien cantaba: era una mujer que sentada en la borda, mojaba sus pies en el agua. Tenía la apariencia de una deidad, envuelta en una especie túnica de seda blanca y luciendo una diadema que brillaba iluminada por la lumbrera del mástil. Cuando estuvo junto al casco, ella le tendió las manos ayudándolo a subir a cubierta, sin dejar de entonar su canción sin palabras. Sin embargo él la entendía. La voz era sublime, más dulce y hermosa aún de lo que Medina la recordaba. 
Se recostó y puso su cabeza en el regazo de ella, la miró profundamente a los ojos y le dijo feliz: “Por fin...” Ella lo besó en la frente, la luz se apagó y él se quedó dormido.

Mauro y Betty hicieron la denuncia de la desaparición. Después de dar sus datos personales, el escribiente les pidió que describieran la ropa que el sujeto tenía puesta cuando lo vieron por última vez.
-                     ¿Cómo dice? ¿Se fue a la playa de gabardina? –les preguntó con cierta incredulidad.
-                     Así es –respondió Mauro, molesto.
Pasaron algunos días y no tuvieron ninguna noticia de la policía. El matrimonio y Karen decidieron abrir el portafolios de Medina para ver su contenido. Encontraron el libro de los romances, sumamente desgastado, una réplica de las llaves de la casa del balneario, algunas cajas de medicamentos, tres mil dólares y una libreta de cheques. También había algunas fotos de su padre con Sara y otras de sus viajes: en Australia, junto a un gran canguro; en la selva, con un yacaré muerto que colgaba de un árbol; frente a una choza, con nativos vestidos con pieles y plumas multicolores, que lo rodeaban sonrientes mientras él tocaba la guitarra...
Finalmente los guardacostas les acercaron la gabardina. La habían encontrado en otra playa; estaba todavía mojada, sucia y desgarrada. Karen buscó el bolsillo interior y descorriendo el cierre, extrajo de él las llaves del apartamento de Montevideo.
Allí se instaló a la espera de que naciera el hijo de Medina.
Mauro y su mujer permanecieron en la casa de la playa, donde cada verano llegaban la alemana y su niño; venían de Europa a pasar sus vacaciones.
Karen quería que su hijo hablara el idioma del padre y al venir al Uruguay, la práctica constante lograba que ambos se expresaran en un español bastante aceptable.
Un atardecer de estío sucedió algo que dejó a Karen muy preocupada: Arnaldo jugaba en la arena cuando levantó de pronto la vista, miró a lo lejos y dijo señalando el horizonte:
-                     ¡Mommy, mira allá, atrás de aquel barquito! ¿lo ves? Hay una luz grande arriba del agua. Oigo a una señora que canta...
Karen le contestó con ternura, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas:
-                     Mein liebe Sohn: No mires, hace mal a tus ojitos, ciérralos bien fuerte, así ¿ves? Y cada vez que aparezca, me avisas para que yo tape tus oídos.
El niño la obedeció, pero extrañamente continuó percibiendo la luz a través de los párpados. Las manos de la madre en sus oídos no impidieron que, además, siguiera oyendo la melodía.



lunes, 22 de septiembre de 2014

AROMA DE CLAVELES

                                   

Esa noche, como acontecía seguido en los últimos tiempos, se abrió la puerta del guardarropa. Entre tinieblas, Alberto había escuchado el leve y entrecortado sonido que precedía al posterior desplazamiento de la hoja de madera.  Era un mueble muy antiguo por lo cual la cerradura no funcionaba desde épocas inmemoriales, aunque la puerta siempre se había ajustado perfectamente a su marco y nunca antes se había movido por sí misma. Desde el interior del ropero, salió un rancio aroma a claveles marchitos, que se iría atenuando después, con el correr del tiempo. Las primeras veces, Alberto se había asustado pero, con la repetición del fenómeno, se había habituado a él y ya no se sobresaltaba si, medio dormido, se llevaba la puerta por delante cuando se levantaba para ir al baño por lo menos una vez en la noche.
Con los ojos abiertos en la oscuridad, recordó que el hecho había comenzado a producirse a partir de la desaparición de Celina aquel maldito y aciago dos de noviembre. Aunque esa mañana no la había visto salir rumbo al cementerio por estar en el baño, sabía que lo había hecho como de costumbre, abrazando un gran ramo de claveles granates recogidos en el jardín de los fondos. Esas flores se venían plantando desde años atrás para honrar a los parientes muertos, sepultados en el panteón familiar. En aquella ocasión, no se ofreció a acompañarla porque no se sentía bien después de pasar una incómoda noche sobre el piso del porche de entrada.
-Es obvio que no tenés la menor intención de ir conmigo a llevar flores a la tumba de mis padres. En realidad, nunca los pudiste ni ver ¿te parece que no he tenido oportunidad de darme cuenta? Además, mejor así. Con esa gripe y la alergia que te pescaste por andar trasnochando te va a hacer mal, y después soy yo la que tiene que cargar con el fardo. Deberías  ser consciente de tu edad...
Alberto se encerró en el baño precipitadamente después de oír las hirientes palabras de la mujer. De lo contrario, se hubiese suscitado una terrible discusión y él  ya no tenía capacidad para seguir soportando aquellas situaciones. En consecuencia, sabía que no lograría controlarse. Su ira acumulada en tantos años haría  que reaccionase con violencia por primera vez. Afortunada e inesperadamente Celina calló. Desde su encierro creyó oírla salir taconeando su fastidio, como siempre que se molestaba con él. El eco de sus pasos se perdió a medida que se alejaba. No pudo percibir el sonido de  la puerta de entrada al cerrarse tras ella, pero supuso que ya debía haberse marchado. Sin embargo, esperó un poco para asegurarse de que era así y una vez en la habitación acomodó dos o tres cosas, se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza.
El cementerio de la Chacarita no quedaba muy lejos pero llegó el mediodía y de Celina ni noticias. A eso de las tres de la tarde, Alberto ya muy extrañado y afligido decidió ir a buscarla. Traspuso los portones de la necrópolis y cruzó rápidamente el pabellón de entrada, sin detenerse a persignarse ante el Cristo crucificado, al contrario de su costumbre. Caminó con prisa por las calles y senderos flanqueados por adustos y lujosos monumentos fúnebres que parecían pequeñas mansiones y convertían a esa parte del cementerio en una suerte de ciudad de los muertos. Avanzaba con dificultad eludiendo a los numerosos dolientes que transitaban por allí. Sentía que el resfriado le había recrudecido. Tosía y estornudaba de continuo, le lloraban los ojos y le escurría agua de la nariz. Contrariado, mientras se enjugaba las secreciones con el pañuelo ya empapado, tuvo que reconocer que una vez más su mujer había tenido razón al respecto.
Después de un torturante recorrido, llegó al panteón de la familia, ubicado en una zona arbolada y  menos árida por donde circulaban pocas personas. Notó alarmado que los claveles que Celina llevaba al salir no  estaban en los recipientes habituales y en su lugar permanecían los ramos marchitos, puestos en ellos en la visita anterior. Algunos rayos de sol iluminaban la superficie de mármol oscuro, y los destellos de las inscripciones de bronce le herían los ojos irritados acentuando su llanto. Parecía un viudo afligido, lo que no llamaba la atención en aquel lugar tan apropiado para el desconsuelo. Recorrió los alrededores infructuosamente: su mujer no se veía por ningún lado. Supuso que podría haberse encontrado con alguien conocido, como había sucedido en otras oportunidades. No caminó más allá y decidió, en cambio, volver atrás y pararse a esperarla en la entrada.
Caía la tarde y las sombras se adueñaban del lugar. Las formas se iban desdibujando en la penumbra creciente. Los últimos visitantes, la mayoría de más de cincuenta, se retiraban con los semblantes circunspectos, a paso lento, como denotando que allí dejaban jirones de vida pasada. Quizá padecían la culpa de seguir vivos.
Cuando un funcionario se dispuso a cerrar el portón, detrás de los últimos en retirarse, Alberto, con los ojos llorosos (un poco por la angustia y otro poco por su alergia) le preguntó con notoria ansiedad si no quedaba nadie más adentro. El hombre le aseguró que no. La respuesta lo llenó de aprensión y partió de inmediato con paso rápido rumbo a su casa. Sin embargo, al llegar se detuvo frente a ella como si tuviera temor de entrar: la desconocía. La contempló entonces como si fuera por primera vez, impresionado por la imagen de aquella vivienda antigua conformada por dos cubos grises: uno grande (la planta baja) y uno más pequeño que constituía un segundo piso, con sus ventanas rectangulares y altas, cuyas persianas permanecían cerradas en todas las estaciones, aunque se presintieran ojos escrutadores ocultos tras los visillos apenas abiertos. Siempre había considerado que aquel empaque era algo siniestro. Observó los tres escalones de mármol que llevaban al porche de entrada. Estaban gastados en el centro  por el trasiego de personas que los habían pisado durante más de un siglo.
 Lleno de malos presentimientos, caminó hasta la puerta principal e hizo girar la llave con mano temblorosa. Recorrió el pasillo y una vez traspuesta la cancel, gritó: "¡Celina!" Nadie respondió. Repitió varias veces el llamado, mientras recorría la casa oyendo el eco de su propia voz, pero fue inútil. Salió al fondo y buscó allí. En el jardín trasero reinaba el silencio y las plantas se mecían suavemente saturando con su aroma la brisa del anochecer. Tampoco encontró a su mujer en aquel lugar. Entró corriendo y se dirigió al dormitorio.  Se quedó frente a la ropería como dudando qué hacer. Finalmente se decidió y abrió la puerta del colgador. Allí estaba, en su percha, el tapado liviano que sin duda se habría puesto al salir esa misma mañana. Exhalaba un fuerte perfume a flores mustias, que parecía estar impregnado en la tela. Bajó la vista y en el piso del mueble vio esparcidos los claveles que ella había cortado. Pensó que quizá hubiera sucedido un imprevisto que obligara a Celina a volver a la casa de prisa,  mientras él la buscaba en el cementerio. Seguramente, antes, lo habría llamado por teléfono en forma infructuosa   para avisarle del contratiempo. Luego, debía haber salido por el motivo que fuera y regresaría en las próximas horas. No había razón para alarmarse; lo más prudente era esperar un poco más para darle tiempo a volver.
Estaba muy cansado y se tendió en el lecho. En ese momento notó que junto a él descansaba la Venus de ébano. ¿Quién la había sacado del baúl? Simultáneamente, descubrió que el armatoste, donde se la guardaba, había desaparecido de la habitación y sus llaves se encontraban sobre su mesa de noche. ¿Sería posible que Celina hubiera hecho todo esto para confundirlo? Era bien capaz, como lo había demostrado tantas veces antes…
Se quedó dormido de inmediato, sin retirar la estatua de la cama, y fue presa de un sueño profundo. En la madrugada lo despertó el quejido entrecortado de la puerta del guardarropa al abrirse. Un denso y agobiante aroma a claveles marchitándose, que le provocaba desagrado por su intensidad,  invadió el aire y saturó su olfato.
"Celina ha vuelto" pensó e inmediatamente prendió la veladora. Pero ella no estaba, solamente vio frente a él, dentro de la ropería cuya hoja se había abierto por sí sola un momento antes, el tapado colgando de su percha y los claveles mustios desparramados debajo de él.
En los días siguientes nada supo de su mujer, pero pensando que las malas noticias llegan rápido, consideró razonable seguir esperando y mientras tanto se dedicó a recorrer las calles de Buenos Aires sin itinerario fijo. Con mirada atenta, observaba los rostros de las cincuentonas entradas en carne buscando el de su esposa. Llegó incluso a perseguir a cualquier mujer que de espaldas se pareciera a Celina. Cuando llegaba hasta ella, se le ponía al lado y escudriñaba su rostro en forma insistente para comprobar si aquella persona era quien él pensaba. En todos los casos, solo cosechó decepciones y hasta algún improperio debido a su atrevida inspección.
Comía cualquier cosa y muy poco, así fue perdiendo peso día tras día. Por las noches caía rendido luego de sus largas caminatas erráticas. Antes de dormirse completamente, penetraba en un limbo y sucedía lo de la puerta: se abría con una cacofonía como de  uñas al arañar un vidrio. Luego, la hoja se desplazaba con un lamento de alma en agonía y al final el silencio y el olor penetrante que terminaban por despertarlo del todo. Había ideado trabar la puerta con un trozo de papel doblado varias veces. Este recurso nunca funcionó y al cabo de las muchas noches, ya no prendía la luz sino que levantaba a tientas el papel, que siempre caía en el mismo sitio, sosteniéndolo contra el marco con una mano, mientras que con la otra empujaba la puerta rebelde.
Se volvía a acostar pero ya no podía conciliar el sueño ni evitar los recuerdos y consideraciones sobre su vida, que insistían en poblar su vigilia. Desde el noviazgo, Alberto fue menospreciado por aquella familia de engreídos porque no tenía bienes, su sueldo era magro y a juicio de ellos no demostraba ningún afán de progreso. Cuando se casaron, tuvieron que quedarse a vivir con los suegros en aquella casa espaciosa y ajena para él, a la que los noveles esposos no aportaron ni un florero. Los numerosos regalos recibidos en la boda -platería, loza, cristalería, pesados adornos etc.- fueron guardados casi sin desenvolver dentro del arcón de gran tamaño que tapaba la entrada del sótano,  que se ubicaba  debajo del dormitorio de ambos. El pesado cofre quedó para siempre cerrado, porque los padres de Celina consideraban su contenido falto de estilo, redundante o inarmónico con la elegancia en que estaba amoblada y decorada la vivienda. Para Alberto, el objeto era un adefesio; de solo verlo, se sentía ofendido porque dentro de él estaban los despreciados obsequios de sus familiares, los primeros en ser desechados por sus suegros y su mujer, entre los cuales había uno que le gustaba en especial,  al que hubiera querido ver colocado en algún lugar importante del hogar. Se trataba de una estatua de la Venus de Milo, tallada en madera de ébano y por lo tanto bastante atípica debido a su color y también a su tamaño para ser un adorno: medía aproximadamente un metro y por su peso hubiera requerido un pedestal para ser exhibida en la sala. Pero la negación de Celina a su pedido de colocarla allí fue terminante: "Es simplemente espantosa, no vamos a ponerla en ningún lugar, guardala en el baúl con los demás mamarrachos." Era el regalo de Gerardo, su tío más querido. Aquel hombre se había desprendido de la talla (a la cual prodigaba gran admiración y afecto) no sin pena, porque lo había acompañado más de medio siglo. La había traído al regreso de un largo viaje por países lejanos, a los que iba con frecuencia en su juventud, por motivos de trabajo. Ya anciano, sintió que debía regalarla a su sobrino preferido, quien tantas veces le había manifestado su interés por ella.
Desgraciadamente, el tío había muerto de una embolia en la madrugada siguiente a la celebración de la boda, justo después de que llegara a manos de los novios aquel presente tan poco apreciado por la contrayente y su familia. Ni siquiera por el notorio pesar del flamante esposo, tuvo Celina un rasgo de generosidad admitiendo a la Venus en la sala, tampoco trató de consolarlo ni le dio el pésame. Alberto sentía dolor al pensar que la obra de arte había sido menospreciada y no podía dejar de imaginar la indignación que hubiera provocado en su tío el destino oprobioso que había sufrido su estatua al ser encarcelada en un indigno baúl, con el que Alberto tropezaba reiteradamente. Cada vez que eso pasaba, quedaba con las rodillas machucadas, lo que aumentaba su desagrado por aquel infame cajón. Siempre había querido meterlo al sótano, pero no se había atrevido ni a plantearlo, porque en aquella casa todo era inamovible, al menos que su mujer y suegros decidieran el cambio. En realidad anhelaba extraer de él los regalos de sus parientes y muchas veces, durante las duermevelas que experimentaba después del almuerzo apoltronado en uno de los mullidos sillones de la sala, creía ver aquellos presentes ubicados en lugares de la casa de donde, en su imaginación, se habían  removido los originales para sustituirlos por los que él prefería, en especial la Venus. Durante la niñez y juventud había contemplado aquella figura en el despacho de su tío y siempre le había parecido bella, misteriosa y al mismo tiempo cercana, cómplice...
 A las horas de las comidas, todos, incluida su mujer, tenían como tema principal de conversación las falencias de Alberto y su numerosa familia, a la que consideraban mediocre en comparación a ellos, que se sentían casi nobles y casi adinerados. Las frases más mordaces las decía el suegro, mientras hacía tintinear su copa de cristal, golpeándola lenta y repetidamente con una cucharita de plata.
-Es necesario que Ud. comprenda, Alberto, -tlín-, que mi hija está acostumbrada a vivir bien., tlililín ¿Qué sería de ustedes dos sin nuestra protección? –tlín- Después de años sin amor, mi nena lo conoció a usted ¡qué íbamos a hacer! –tlín- No podíamos negarle su felicidad y es más: ya ve cómo hemos apoyado su decisión. Pero eso no significa que usted se deje llevar por la situación y no procure progresar en la vida –tlín- ¡Vamos, hombre, trate de conseguir un empleo mejor! –tlín- Tome ejemplo de nosotros y deje de lado los modelos de su familia...  -lo decía con un insoslayable regocijo interior de poder menoscabarlo y hacerle sentir su condición de mantenido, mientras el insistente tintineo de la copa acentuaba aquellas palabras insidiosas y crueles de aquel hombre de apariencia aristocrática, siempre serio, ceremonioso y bien vestido.
Las opiniones del yerno eran puntualmente desacreditadas y nunca tenidas en cuenta, razón por la cual después de un tiempo, dejó de expresarlas. Entonces, lo tildaron de anodino y falto de personalidad. Tanto los padres como la hija habían encontrado en él el blanco perfecto de su desprecio y  mismo tiempo, les proporcionaba una constante reafirmación de su  pretendida superioridad. Era el último de la fila, el que todos abuchean a la menor oportunidad.
En aquella familia se recibían escasas visitas de amigos o parientes, lo que contribuyó a que entre ellos se estableciera una relación insana y obsesiva en la que  la mujer y los padres se concentraban en inventar ingeniosas formas de obtener diversión a costa de la dignidad del consorte, quien permanecía callado y cabizbajo mientras le llovían comentarios degradantes. No tuvieron hijos porque Celina siempre se negó a ello diciendo que no quería mezclar su sangre patricia con la de un pusilánime. Llevaban varios años de casados cuando murieron los suegros con poca diferencia de tiempo uno de otro. Alberto, que conservaba ciertos pruritos morales, se resistía a asumir su alegría y alivio interiores, hasta llegó a convencerse a sí mismo de que estaba afligido y extrañaba a sus torturadores morales. Fue por esa época que perdió el empleo y ni se molestó en buscar otro. Había suficiente dinero para él y su mujer de por vida: ella había heredado la casa, otras propiedades y rentas de la familia. Él presumió que disminuiría el suplicio del cual había sido objeto durante años, al desaparecer dos de sus  ensañados hostigadores. Sin embargo esto no sucedió, sino todo lo contrario: en su mujer se instalaron, con todo poder, la mordacidad y el desprecio de los padres, como si la hija hubiera sido poseída por aquellos execrables espíritus familiares. Ya no utilizó solo su verborragia hiriente, sino que en ocasiones pasó al plano físico. Le hacía pequeñas maldades humillantes como despertarlo de improviso por las mañanas con gotas de agua helada en la cara o pinchazos en los pies con una aguja, si consideraba que él había dormido más de la cuenta.
-¡Despertate inútil! El que no trabaja no puede estar cansado. Y ahora no vas a desayunar, tenemos que salir de inmediato para la inmobiliaria a buscar mis rentas, de las que vivís tan cómodamente sin aportar nada...
Si aparecía algo roto o se perdía alguna cosa siempre era su culpa. Llegó a sospechar que era ella quien estropeaba u ocultaba los objetos con el fin de mortificarlo y gritarle que era un estúpido atolondrado.
La noche anterior a la desaparición, sucedió algo que le resultó, entre todos los reiterados denuestos el mayor, porque lo expuso al escarnio público. Él se demoró en casa de unos  parientes y no llegó a la hora convenida. Al regresar y tratar de entrar a la casa, no logró abrir la puerta con su llave. Se dio cuenta que Celina la había trancado por dentro con el pasador. Tocó el timbre con insistencia e incluso golpeó repetidamente el llamador de bronce en forma de mano, pero ella no atendió. Al rato la mujer se asomó por una ventana recriminándolo a los gritos por su idiotez; armó tal alboroto que, sin lugar a dudas, fue oída por todos los del barrio. Remató su airado discurso con la frase:
-Perdiste la llave como perdés todo lo demás, Albertito. Ahora, por imbécil vas a dormir afuera.
Los vecinos, que no la apreciaban y sentían por él un desdén acorde a las circunstancias, balconearon la escena divertidos.
Alberto pasó la noche acurrucado en el porche. Se sentía más humillado que de costumbre por haber permanecido allí, a la vista y paciencia de todos, hasta que su mujer abrió por fin la puerta a la mañana siguiente, cuando ya estaba el sol alto y pasaban algunas personas que lo miraron de soslayo, con expresión de desprecio y curiosidad.  Entró muerto de frío y entumecido por la mala noche, mientras ella se reía de su apariencia y se burlaba de él. Celina había puesto el tapado liviano en el respaldo de un sillón y sobre la mesa del comedor el gran ramo de claveles que había juntado momentos antes para llevarlos al cementerio.
Alberto, sin decir palabra, se dirigió con rapidez al dormitorio. Celina fue tras él para seguir atormentándolo con sus ironías. El hombre entró al baño y al salir todo era silencio. Quizá decepcionada, ella comprendió que sus esfuerzos por hacerle perder el control eran inútiles y decidió marcharse. El hombre dio alguna vuelta más, después se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza. Esa fue la última vez que se vieron.
Los prolongados paseos a pie por diversos rincones de la capital hicieron que descubriera que la ciudad tenía ángel. La encontró impregnada de un encanto especial pese a lo vertiginoso de su ritmo. La convivencia con Celina había sido tan absorbente que él había olvidado sus propias vivencias. Ahora, era como si regresara de una larga ausencia y empezara a conocer su ciudad, que había cambiado bastante después de casi veinte años de indiferencia de su parte. Las mujeres se le presentaban más atractivas y desenvueltas, algunos edificios habían surgido y otros ya no estaban. Notó mejoras y deterioros, que seguramente había visto antes, pero en los cuales no había reparado en absoluto. Se habían multiplicado las coloridas luces nocturnas y muchas fachadas, antes monótonas y grises, lucían ahora los tonos más alegres y variados. La gente era definitivamente más agresiva y menos dada a la amabilidad o la educación en el trato, y para nada dispuesta a sostener un diálogo con extraños. También se producían más delitos violentos: tuvo la oportunidad de ver rapiñas a pleno sol y la fortuna de no sufrirlas.
Antes había recorrido la urbe en colectivo o, después de casado, en el auto de su mujer, quien nunca le había permitido ir al volante porque decía que seguramente, con su torpeza, tendrían un accidente. Ahora ya era tarde… Después de tanto tiempo de ser negado como conductor hábil, se había convencido de que no podría manejar sin riesgos y hasta consideró vender el auto en vista de que Celina no aparecía, pero cuando planteó su idea en la escribanía que manejaba los asuntos de su mujer, le dijeron que si ella no lo hacía directamente, no era posible. También empezó a tener problemas con los cobros de las rentas que por un breve lapso había percibido sin dificultad. Desde el principio le preguntaron porqué ella no venía personalmente y, con correr del tiempo,  empezaron a mirarlo con creciente suspicacia hasta que ya no le dieron más el dinero y le exigieron que para percibir los próximos pagos debía presentarse con Celina, o bien traer un poder firmado de puño y letra de ella.
Se cortó la entrada de dinero fácil. La mujer seguía desaparecida, pero él ya no pensaba en su regreso sino en cómo seguir subsistiendo. El primero en irse fue el auto. Puso un aviso en el diario y como la situación del vehículo era irregular, debió venderlo a muy bajo precio a quien aceptó las condiciones sin hacer preguntas. Después se fueron yendo de a uno los  muchos objetos de valor que había en la casa: los cubiertos de plata; la cristalería fina (entre la cual se encontraban los vasos tintineantes que acompañaban las monsergas del difunto suegro); las joyas que Celina tenía en la casa, fuera del cofre del banco por ser de uso permanente; los objetos de arte que eran puntualmente suplantados, uno por uno, por los que habían estado dentro del baúl y tenían mucho menor precio. Conservó la Venus de ébano, la cual a pesar del alto valor que seguramente tenía, permaneció en el lugar en el que había sido colocada: del lado de la cama que fuera de Celina. Como ella, la estatua nunca lo abrazaba, pero era lógico porque no tenía brazos. Sin embargo, era mucho más cariñosa que su mujer y quizá menos dura y rígida. Además nunca lo ofendía ni lo insultaba, sino que le hablaba durante las noches con una vocecita apenas audible, siempre ponderándolo y diciéndole cosas amables, nunca un improperio o una agresión. Ningún otro lugar de la casa le pareció más digno de Venus que el lecho matrimonial. En sus frecuentes diálogos, jamás mencionaban a la esposa ausente aunque él sabía que la mujer de ébano la odió desde el preciso momento en que Celina, personalmente, la sepultó en el baúl.
Ya no estaba la empleada. Nunca más la había visto después de la desaparición de Celina. No le importó demasiado: quizá se había confabulado en contra suya con su ama, como en muchas ocasiones anteriores, o podía ser ella la que tocaba el timbre insistente e infructuosamente por las mañanas durante las dos semanas posteriores a la ausencia de la patrona.  En consecuencia, la casa se transformó en un caos: él no sabía ni quería intentar ordenarla o limpiarla. Se acumulaban los platos sucios, la mugre de toda índole, y el sarro en los aparatos del baño. El aroma a limpio, característico de la vivienda en otros tiempos, cambió por un olor fétido a desperdicios en descomposición. Sin embargo, no se sentía molesto por la mugre y la hediondez imperantes, en épocas de pulcritud había sido tan infeliz que dio la bienvenida al repugnante cambio.
Su vida se convirtió en una rutina que lo hizo sentir como si hubiera ingresado a la eternidad. Amaba sus paseos erráticos, cuya razón ya no era encontrar a su mujer; comía lo que quería a cualquier hora y en cualquier lugar; dormía junto a Venus y ambos se reían del fenómeno de la puerta; tenía sus amados y antes desechados objetos ubicados bien a la vista; dormía largas siestas; ya no oía reproches o denuestos ni debía rendir pleitesía por no aportar dinero a la casa. Perdió la noción del tiempo, dejó de visitar a su familia y de frecuentar a sus conocidos, no contestaba el teléfono ni franqueaba la puerta. Dejaba que, como lo había hecho con la limpiadora, llamaran reiteradamente sin obtener respuesta y después se marcharan. Así desfilaron, sin él constatarlo, algunos parientes de su mujer y otros conocidos. El teléfono sonaba insistentemente al principio, molestándolo con su estridencia. Solucionó el problema arrancando el cable de la pared.  De esa forma quería castigar a Celina por su tardanza en volver. ¿Creía acaso esa infeliz que su ausencia lo había devastado? Ya vería, si es que lograba entrar, que la casa estaba sucia, que él no había desesperado por su ausencia y que había sido reemplazada por otra. Mejor que no regresase ¿quién la necesitaba? Alberto se sentía mucho más cómodo sin ella y no le faltaba nada: ni dinero, ni amor, ni tranquilidad.
Una mañana, cuando apenas clareaba, abrió los ojos medio dormido. La ropería había desaparecido de su lugar frente a la cama. En ese sitio se le presentaba una pared oscura. ¿Sería que Celina había regresado por la noche y retirado el mueble de allí? Trataba de ajustar sus ojos a la penumbra reinante. No, no era posible que su mujer tuviera la fuerza necesaria para mover el pesado armatoste. Quizá había venido con alguien que la ayudó a hacerlo o podía ser que él estuviera todavía medio dormido y soñando... Venus no estaba a su lado y notó que la cama se había vuelto angosta e incómoda. Se  sintió abandonado e inseguro y su consciencia se llenó de amargura. La luz del amanecer le llegaba desde su derecha. Volvió la vista en esa dirección y descubrió las rejas que iban desde el piso al techo. Percibió al principio unos rumores quejumbrosos, suspiros e imprecaciones que fueron subiendo de tono, como si el avance de la luz del día los incentivara hasta volverlos gritos, golpes, insultos, toses: todos ellos sonidos desagradables, tristes, airados que pararon súbitamente al oírse el golpeteo de los bastones de la guardia sobre los barrotes.
- ¡Buenos días reclusos!¡Arriba! En media hora al patio para pasar lista. El que no esté pronto o se haga el vivo se queda sin recreo ¿estamos?- La voz del guardia era dura, autoritaria, sin inflexiones.
Vio que otras personas se incorporaban pesadamente de los camastros vecinos al suyo, escupiendo maldiciones. Uno de ellos se dirigió a él y le dijo con sorna: “Che, mataminas inútil, estirá las jergas y prepará el mate pa’ nosotros. Hay que limpiar el cagadero y tratá de bañarte antes del conteo o te van a dar palo. Ya sabés cómo es acá”.
Mientras, con desconsuelo se disponía a cumplir las órdenes de su feroz compañero de celda, recordó a Celina. ¿Porqué no habría vuelto? Quizá lo hiciera uno de esos días, lo rescataría y podría regresar al hogar de su infortunio, que ahora le parecía un paraíso comparado con su situación actual. Cavilando esto evocó con nostalgia a su minusválida Venus que, aunque nunca pudo abrazarlo, fue quien le dio un atisbo de felicidad a su vida.

Esa noche, cuando todos dormían en la celda, tomó el trapo que oficiaba de sábana y lo fue enrollando lentamente. Luego lo pasó por uno de los barrotes del ventanuco que estaba bien alto sobre su cama, se lo ató al cuello y saltó hacia la única libertad posible.