miércoles, 3 de diciembre de 2014

EL ARMISTICIO

                           EL ARMISTICIO
Otto decoraba los frentes de las casas en tiempos en que la perspectiva arquitectónica daba algo de lugar a lo artístico. Era un maestro artesano quien ejerció, hasta entrados los cincuenta, su arte de molduras y figuras diversas enriqueciendo la lisa y monótona condición de las fachadas.
Trabajaba con materiales fuertes que al reticular permitían retirar con facilidad los moldes de hojalata que los habían contenido. También era de uso poner escamas de mica en el material de terminación que luego de colocados en la pared le arrancaban brillos tornasolados a la aridez de los muros cuando les daba el sol.
Por la misma calle del artesano, unas casas más adelante vivía Andresito con sus padres y sus cuatro hermanos, de los cuales él era el mayor y como tal, con sus trece años recién cumplidos experimentó el deber moral y material de colaborar en algo al sustento del hogar y la familia.
Otto ya estaba jubilado, pero siendo conocido en la zona como un experto albañil finalista, era convocado aún para realizar algunos trabajos relacionados con su oficio. Era un hombre pulcro, prolijo y aunque era ya bastante mayor mantenía una contextura física admirable para su edad y una apariencia agradable. Salvo unas entradas, conservaba buena parte de su cabellera que había sido rubia antes y ahora era canosa. Tenía ojos muy celestes y su mirada era penetrante.
Andresito se ofreció como ayudante y Otto lo aceptó. Empezó así a ir con él a las diferentes changas que se presentaban. El viejo hablaba poco, era muy serio y mientras trabajaba aunque estuviera muy concentrado murmuraba una melodía de la cual Andresito nunca pudo entender la letra, si era que la tenía.
Otto tenía como afición la pesca de caña, jamás usó reel ni red grande o chica, ni medio-mundo, solamente el anzuelo, la línea y la carnada correspondiente.
Pasado un tiempo aumentó la confianza y se tejió cierto compañerismo entre el hombre y el muchacho. Un día Otto le dijo que hablaría con los padres para que le permitieran ir a pescar con él. Andresito aceptó con entusiasmo y con el permiso concedido se fue de pesca con el veterano. Llegados a la costa, luego de sortear un roquedal, se apostaron en un sitio apropiado. Otto enganchó casi enseguida un par de lisas. El chico observó consternado como luego de desprenderlas del anzuelo, los peces fueron devueltos al agua por el pescador quien, comprendiendo una pregunta en la expresión del ayudante, le dijo que nunca comiera ese tipo de pez porque la boca del caño colector de aguas servidas no estaba lejos de allí y esa especie tenía por hábito comer excremento por lo que, de consumir su carne, se corría el riesgo de contraer enfermedades. Andrés observaba al hombre detenidamente y le pareció que por momentos quedaba como ausente. Sus ojos pestañaban rápido y los músculos de su rostro se contraían súbitamente. Movía los labios como si gritara, pero sin ruido.  El muchacho guardó un respetuoso silencio y al cabo de unos minutos el rostro del hombre volvió a ser sereno como de costumbre. Esto se repitió cada vez que salieron de pesca.
Otto era consciente de sus lapsus y después de un tiempo, ante la perplejidad de su acompañante decidió darle lo que él consideró una explicación. Señalando hacia el río le dijo: “hace muchos años, cuando tú no habías nacido aún, acá enfrente mismo, unas leguas adentro, se produjo una batalla naval” Aquellas palabras no le aclararon mucho al niño, pero no se atrevió a preguntar detalles, principalmente porque no supo qué indagar.
Fueron muchas veces de pesca y en una ocasión hicieron un viaje más largo hasta uno de los balnearios de Canelones. Fue en mil novecientos cincuenta y cuatro. Andrés lo recordaba bien porque en ese mismo año Alemania ganó el Campeonato Mundial de Fútbol.
Esa vez descendieron en el kilómetro 44. Entonces allí había apenas unas cuantas construcciones diseminadas entre los arenales y rodeadas de pinares. Recorrieron unas diez cuadras caminando por las dunas alfombradas de pinocha. Al llegar a la playa, se encontraron con otros pescadores con quienes Otto se abrazó efusivamente y compartió una charla en su idioma natal, del cual el niño no conocía ni una palabra, así que permaneció callado mientras los hombres le palmeaban los hombros y le sonreían. Luego todos se pusieron a pescar. Pasadas un par de horas ya tenían varias brótolas y corvinas. El grupo marchó entonces hacia un chalet de tejas rojizas, muy cerca de la carretera. Allí fueron recibidos por una señora mayor y un hombre grueso y no muy alto que parecía ser alguien importante porque todos lo saludaron con gran respeto y especial deferencia, que hablaba español con un acento raro y marcado. En un patio techado había un parrillero y en él, luego de abrir los peces por el lomo y condimentarlos, los pusieron a asar.
Era un grupo de gente mayor y mientras comían y bebían fueron hablando de sus cosas, temas que a  Andresito le resultaron totalmente ajenos e incomprensibles. Aburrido y para entretenerse, se dedicó entonces a perseguir mariposas y a cazar escarabajos. A los postres invitaron al niño a comer un pastel llamado “strudel” o algo parecido. Cuando aún se relamía los labios, Otto lo invitó a volver a la costa. Fueron todos menos la señora de la casa. No llevaban ahora los avíos de pesca. Caminaban cantando una especie de marcha a coro hasta que llegaron a una construcción con forma de cabeza de águila ante la cual se detuvieron para contemplarla. Entraron luego por una puerta lateral.
De pronto, los hombres parecieron ponerse furiosos, mirándose entre sí y comentando algo entre gruñidos y voces airadas. Andresito no comprendió hasta después qué era lo que les causaba tanto enojo. Enseguida le llegó un olor potente y nauseabundo a excrementos, orines y basura. En la penumbra reinante en el lugar hubo quienes no pudieron evitar pisar los deshechos que cubrían el piso. Era evidente que el lugar había sido recurrentemente usado como excusado. Aquel olor mezclado de las inmundicias que cubrían el suelo del recinto hizo que Andresito saliera rápidamente de allí haciendo arcadas. Se retiraron todos rápidamente y el hombre grueso comenzó a limpiar furiosamente sus zapatos en la arena con el rostro enrojecido de ira. Sus ojos de un azul oscuro eran como los de un enajenado.
-¡Es una vergüenza, Torcuato! -dijo al fin, dirigiéndose a uno del grupo.
-Son unos mugrientos bastardos, señor –le contestó su igualmente enojado 
camarada.
Luego de aquel incidente, ya aplacados los ánimos, todos acordaron llevar a cabo una buena limpieza del lugar en un futuro cercano. Más tarde y en silencio los hombres permanecieron contemplando  el mar hasta que uno de ellos, que parecía el más joven dijo: “Algún día el mascarón de nuestro nave insignia será rescatado del fondo del río”
El encuentro llegó a su fin. En el porche del chalet los amigos procedieron a despedirse. Todos se abrazaron y entonaron la misma marcha que habían cantado de ida a la costa. Algunos no pudieron evitar las lágrimas y terminada la canción el hombre grueso de ojos azules, dirigiéndose al grupo dijo con tono solemne no excento de tristeza: “Acá se termina todo, me marcho al sur, ya no volveremos a vernos, Auf Wierdensehen. Un automóvil oscuro lo aguardaba, extendió entonces su brazo con la mano recta y abierta. Los otros hombres le respondieron con el mismo gesto y el subió al vehículo y se marchó seguramente para siempre como él mismo afirmara.
Otto y Adresito volvieron a la ruta a tomarse el ómnibus de regreso a casa. El alemán iba sombrío y callado. El chico respetó su silencio austero. Mirando brevemente y de a ratos al hombre sentado a su lado, inesperadamente se le presentó la imagen de Don Jacobo, lo cual no tenía sentido ni venía a cuento para él aunque las vidas de aquellos dos extranjeros tuvieran algunos detalles en común.
Con el paso de los años Andresito comprendió lo que realmente le había pasado a Otto después de la reunión. La causa que lo había traído a estas tierras y que con el transcurrir del tiempo quizá se le había vuelto ajena, aunque seguramente el mantenía el corazón dividido, había dejado de ser su objetivo al cesar la contienda, allá por sus años mozos. Eso leyó el muchacho al recordar la expresión reconcentrada y abstraída del rostro de Otto.
Jacobo era un judío que huyendo de una guerra ignota, de la cual Andresito tenía pocos y casi ningún dato. Arribó con su mujer y sus escasas pertenencias a estas costas. Se alojó en casa de unos parientes y montado en una vieja bicicleta salió por Montevideo a vender ropa y chucherías. Iba por los barrios, casa por casa, soportando los insultos de vecinos belicosos y las atropelladas de los perros fieros. Puso empeño en la tarea y así se fue consolidando paulatinamente.
Un día de aquellos llamó en la casa de Otto. Al verlo reconoció inmediatamente en él a un alemán. Pensó en marcharse sin decir palabra, pero su espíritu de comerciante lo detuvo. Jacobo vendía en cuotas y a Otto le sirvió la oferta y de ahí en más se hizo cliente del vendedor domiciliario.
Muchas veces Andresito, que andaba siempre en la vuelta, observó cómo ambos hombres dialogaban largamente. Comprobó entonces que Jacobo nunca se entretenía con otros compradores como con aquel.
El tiempo fue transcurriendo y Otto envejeció y no trabajó más. Andresito aprendió bastante trabajando con el alemán, pero no le sirvió mucho porque los frentes se volvieron lisos, sin relieve y revestidos y aquellas artesanías quedaron obsoletas. Por eso él se dedicó a otros oficios ajenos a la albañilería. Veía a veces a su antiguo patrón, con el cual ya no iba a pescar. Lucía muy anciano cuando salía a caminar lentamente, apoyado en el brazo de su esposa en los días soleados. Entonces lo saludaba y notaba que él respondía al saludo vagamente como si apenas lo reconociese. Sus ojos, antes de mirada brillante y fuerte, estaban llorosos y de color desvaído. Un tiempo después, Andresito se enteró de que había quedado postrado. No consideró pertinente ir a visitarlo porque seguramente no lo reconocería. Poco antes de la muerte del alemán, Andrés, que ya era adulto, vio un lujoso auto estacionado frente a la casa de aquel hombre. Después, con sorpresa reconoció a Don Jacobo que salía de allí y se encaminaba hacia el coche. Se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no lo veía pasar por el barrio pedaleando en su antigua bicicleta. La expresión del anciano en aquella circunstancia se le volvió inolvidable: tenía los ojos llorosos y el rostro contraído. Subió al vehículo y se perdió de vista al doblar en la primera esquina.
Andrés se casaba y fue a comprarse un traje para la boda y a esos fines entró una tarde en una sastrería del Barrio Reus. Lo atendió una dependiente joven, pero al mirar hacia el fondo del comercio divisó al envejecido pero inconfundible Jacobo.
-Don Jacobo… -le dijo.
El otro se levantó de su asiento y se acercó. En los pocos instantes en que el anciano demoró en llegar hasta él, supo que ya no era Andresito sino Andrés y que a lo largo de la vida todos somos mucho más que una persona, nos transformamos en seres diferentes, nos cambian las circunstancias, quienes nos rodean, y los sentimientos hacia los hechos del pasado. Andrés ya no era el niño que levantaba los ojos asombrados para mirar a aquellos dos míticos hombres de su infancia, ahora comprendía porqué aquella relación se le había vuelto significativa como una especie de moraleja.
-¿Me conoce? Yo era el ayudante de Otto ¿se acuerda?
Conversaron un rato y después Andrés impulsivamente le preguntó arrepentido al segundo de haberlo hecho:
 -Con todo respeto, Don ¿qué le dijo Otto la última vez que lo visitó?
El viejo quedó en suspenso y luego le contestó:
-Dijo que no pagaría próxima cuota de deuda porque no iba a estar más- Sus ojos se llenaron de lágrimas- es que hacía mucho que no me debía nada…